Un día hablaban del tema en el invernadero que ahora ocupaba todo el fondo del patio (dentro de él Lu Hsin cultivaba flores silvestres: había llegado a formar una colección completa de las especies de la provincia, unas quinientas). Charlaban sentados frente a la mesita plegadiza que Lu llevaba de aquí para allá, en la que había escrito su vasto tratado de agricultura. A través de los vidrios del techo, miraban el cielo gris y amenazante.
– ¿Ha oído hablar de la fuerza Coriolis? -le preguntó Hin.
– Sí, claro. Hace muchos años.
– ¿No es interesante?
Lu no respondió. Nunca respondía a lo interesante. Hin, que lo recordó de pronto, siguió:
– A nadie debería habérsele ocurrido pensar que la fuerza de gravedad podía actuar sobre el viento también.
– A mí se me ocurrió.
– ¿Antes que a… el señor Coriolis?
– Coriolis fue un caballero que falleció hace doscientos años.
– Ah. Creía que era un norteamericano. -Se quedó pensativa un momento-. Pero si la tierra puede desviar los vientos por la mera atracción de su masa, ¿no debería desviarlos siempre en la misma dirección?
– Es lo que hace -dijo Lu.
– ¿Hacia abajo?
– Por supuesto.
– ¿Entonces un viento en estado puro debería correr perpendicularmente a la tierra?
– En la eternidad, sí.
– ¿Y la ley de Coriolis no podría generalizarse?
A Lu le pasaron fugazmente por la cabeza algunas cosas, pero fue terminante:
– En la meteorología, nada se generaliza.
En ese momento, para su inmensa sorpresa, vio aparecer una sonrisa seria en el rostro de Hin. Como si hubiera logrado hacerle decir algo en especial. Pero no era un gesto irónico, todo lo contrarío. Esperó a que volviera a hablar.
– Nunca he olvidado la ocasión en que usted me dijo, hace muchos años, cuando yo era una niña, que la gravedad del sol podía atraer, y mantener atraída, esa gran explosión que es el sol.
– No es una metáfora -dijo Lu prudentemente-. Sucede así en realidad. Cuando te lo dije, supongo que era una hipótesis, ni siquiera entonces era una metáfora; hoy día, lo han probado fehacientemente los astrofísicos.
– ¿Por qué no acepta las metáforas, o las alegorías? Me parece notar un matiz defensivo en su voz. ¿Acaso nuestra vida misma no es toda metáfora?
– Detesto la unidad -dijo Lu-. La vida es múltiple, detallada, dispersa. La metáfora lo coagula todo, horriblemente. Y por otro lado, como bien sabes, nunca he amado al sol.
– Para los occidentales -dijo Hin, que no dejaba pasar oportunidad de mostrar lo que sabía- el sol es el símbolo del Bien.
– Si es símbolo, no puede serlo sino del Bien. Todo eso, me deja frío -resumió Lu, haciendo una metáfora (y una paradoja, además) sin proponérselo.
Un par de noches después, Hin volvió a casa deprimida. Había vuelto a llover, increíblemente, y su bello castillo de razonamientos preventivos estaba a un tris de no poder adaptarse a las circunstancias.
– Todo es tan inútil… -decía, cabizbaja.
Lu trató de animarla:
– No pasará nada. Esta noche revisaremos todos los cálculos, y si quieres mañana puedo ir yo mismo a hacer una evaluación. Se salvarán, podría apostarlo. -Y citó, con una sonrisa, el refrán-: «Yerba mala, nunca muere».
Hin no pudo contener la risa. La gente de la aldea se reía de las remolachas. La plantación se había hecho a título experimental, lo que legalizaba todos los azares. El problema desde el comienzo había sido la extensión desmesurada del plantío. Los chistosos lo llamaban «Europa», en una alusión napoleónica. También decían: «¿Le pondremos azúcar roja a todo el té del mundo?». Lu Hsin era inagotable en sus humoradas sobre el tema.
– ¡De acuerdo! -exclamó la joven-. Esas plantas son ridículas. ¡Pero no son sólo ellas! ¿Y yo? ¿Debo anegarme en lágrimas también, cada vez que llueve?
– La lluvia es buena para el campo.
– A veces, señor. A veces.
Lu se quedó pensando un rato, y después declaró con firmeza:
– La producción no existe.
Hin tardó en asimilar la idea. Tuvo que extraerse de sus pensamientos melancólicos, para ponerse a tono con la alta abstracción de lo que le decía Lu Hsin. Era hábil en ese tipo de maniobras. En unos segundos, le mostraba su dulce rostro redondo vacío de sentimientos.
– ¿No existe… nunca?
– No diría tanto, quizás. O sí. Pero estoy seguro de que la juventud puede llegar a envenenarse con la idea prematura de la producción.
– ¿Por qué prematura?
– Porque son jóvenes. La idea de la producción debería ocurrírsele sólo a gente madura, que ya haya aprendido que no existe.
– ¡Pero es absurdo, es un círculo vicioso!
– Nada de eso. Algún día lo verás tan claro como yo.
– ¿Acaso no somos nada, no somos un producto? -dijo Hin-. ¿Acaso no queda nada de todo lo que hacemos?
– La respuesta -dijo Lu Hsin- es negativa en ambos casos.
Hin no se apresuró a manifestar ninguna objeción. Tomó por la punta un larguísimo tallarín, ya frío, de su plato, y se lo dio al gato. Era increíble el modo en que el animalito sorbía los cuarenta centímetros de ese filamento de comida.
– Yo creía haberme hecho a mí misma. Y, por lo mismo, creía estar haciendo cosas útiles.
Lu levantó el índice al hablar:
– Una doncella no hace nada».
Hin lo miró sorprendida, y él se excusó:
– Es un viejo proverbio. ¿Nunca lo habías oído? No, por supuesto, es un proverbio muy viejo.
– ¿El señor Lu -dijo ella eligiendo cuidadosamente las palabras (había pasado, del dialecto, al pequinés)- piensa en el momento en que Hin se entregue a un hombre?
– Ese pensamiento -dijo sonriendo- sería mi forma de producción. Y de contradicción. -Se quedó callado un momento, como vacilando entre responder o no. Al fin se decidió por la afirmativa-: Sí, lo pienso. O al menos -se rectificó- eso creo.
Lo cual hizo que en el rostro de Hin apareciera una sonrisa seria. Por cuarta vez en el año, contó Lu, que ignoraba que sería la última en esa etapa de su vida.
Pocos días después, en una aldea vecina, hubo una representación de la Ópera Provincial, y Lu accedió a acompañar a Hin, que iría con todo el grupo de jóvenes que trabajaba en las malhadadas remolachas; éstas habían superado el peligro acuático más inminente, pero por algún motivo su crecimiento se había detenido. Habían pensado en tonificarlas, pero no se les ocurría cómo. Lu había sugerido emplear luz, la luz rosa del crepúsculo.
Debían hacer el trayecto en tren. La función empezaba temprano, a una hora en que todavía había luz de día, en invierno. Era una medida previsora en vista de la duración desmesurada, verdaderamente didáctica, de la obra. Lu Hsin ya la había visto, lo mismo que gran parte de las asistentes a la velada, pero por su índole desmitificadora valía la pena volver a frecuentarla. Se trataba de El Dragón de Verdad, una de las piezas más populares de los últimos tiempos. Por lo menos, valía la pena ver por segunda vez al dragón. Con una visión el mensaje quedaba incompleto.
La idea del argumento, como es bien sabido tratándose de un clásico moderno, consiste en la aparición legendaria, pero esta vez «real», del monstruo imaginario que más ha aparecido en la China, el dragón. La moraleja: cuando una fantasía se ha repetido tanto que el sentimiento de la irrealidad ha llegado a embotarse, es preciso despertar a la gente. Y no se la despierta convenciéndola de una vez por todas de lo que ya está convencida, esto es, de que lo fantástico no es real, sino todo lo contrario: poniéndole el dragón bajo las narices, en todo su esplendor flamígero. Lu sospechaba que en la trama había algo demasiado sutil, que la hacía imposible, pero eso no hacía sino aumentar el placer de volver a verla.
Porque no se trataba de pensar el asunto; había que hacerse presente, ocupar la butaca. En el teatro convencional, hacer aparecer al dragón ya era bastante complicado; aquí, donde su aparición constituía el toque realista, cuando las canciones se silenciaban, se retiraban las lentejuelas de la lluvia y se apagaban las luces de supuestas lunas y soles ponientes, resultaba algo más que difícil. Lu Hsin no le sacó los ojos de encima, todo el tiempo que estuvo en escena. Mirar fijo al dragón, era el gesto más inmemorial de los campesinos; tanto, que se confundía con su empleo del tiempo. Y se le ocurrió que, al fin de cuentas, ese dispositivo de ultrametáfora y alambre, que escupía fuego griego y daba coletazos sobre el tablado, era real. Lo que los autores de la obra habían ocultado en los dobles fondos de su mensaje, era que el dragón siempre existía. En ese caso, eran artistas de verdad: no les importaba pasar por estúpidos.