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– Si es necesario…

– A veces…

– Pero…

– Por mi parte…

Por cortesía, dejaban todas las frases flotando. Hablaron un momento del clima.

– Una no puede ser esclava de la lluvia -decía la señora Kiu.

– Deberíamos pensar que la lluvia está a nuestro servicio.

– Habría que ser un venerable antepasado muerto para aceptarlo con tanta indiferencia.

– ¿La señora habrá pensado en honrarme renunciando a ejercer la crítica sobre mis necios escritos?

– Por el momento, prefiero declarar que sería más conveniente hacerlo que no hacerlo.

Lu se apuró a abrirle la puerta de la oficina, que estaba sin llave, y la invitó con un gesto a servirse por sí misma. Ella sabía dónde estaba el fichero. Por delicadeza, se quedó esperando. La vio ir directamente al mueble, encontrar su tarjeta en un abrir y cerrar de ojos y echársela al bolsillo de sus amplios pantalones azules. Podría haber apostado a que unas horas después la señora volvería a introducirse, subrepticiamente esta vez, en la oficina, y devolvería la ficha a su lugar.

Se marchó. En el camino, pensaba que su vecino del otro lado, el señor Chao, no tardaría en presentarse con alguna proposición curiosa. En efecto, cuando volvió con las sandalias lo vio sentado ostensiblemente en la parecita de su jardín, leyendo La Gaceta. De lejos, daba la impresión de no encontrar el sentido de las palabras.

Hin se disponía a ir a la escuela. Tomaba su tazón de leche bajo la mirada impaciente de la señora Whu. Lu Hsin puso agua para hacer té, y se sentó a su lado. Ese día la niña tenía una clase especial de geografía, y había dibujado varios mapas en grandes papeles delgados muchas veces doblados. Él los desplegó con profusión de crujidos, y los examinó en detalle. Se oponía por principio a los mapas hechos según una perspectiva vertical, perpendicular al terreno: favorecía una cierta oblicuidad, más adecuada, según su parecer, a la emergencia del arte que estaba al fin de la ciencia. Es cierto que así las cosas se hacían mucho más difíciles, pero eso era inevitable. Lamentablemente, el punto de vista oficial preconizaba una enseñanza a partir de lo más simple, y las complicaciones quedaban siempre para más adelante, para un futuro impreciso. No obstante, los mapas de Hin estaban bien hechos, e iluminados con bonitos colores. Había ganado medallas en ciencias, y en lo que iba de este año era la mejor alumna de su división.

Cuando se marchó, Lu se quedó tomando té, sin nada que hacer. La señora Whu se paseaba por el jardín, mirando la hierba. Posiblemente ya había dado los primeros pasos, y los segundos también, hacia su éxtasis cotidiano. La noche anterior le había comunicado que su padre estaba enfermo, muy grave, en una aldea localizada exactamente al otro lado de la Hosa. Lu había ignorado hasta ahora que ella tuviese padre, que debía de ser viejísimo, un prodigio de longevidad. No se decidía a volver a interrogarla, por temor de que ella se hubiera olvidado de lo que había dicho. Todo indicaba que debía de ser una alucinación, ya que nadie sabía que la señora hubiera recibido noticias de ninguna clase. Quizá su padre había muerto cincuenta años atrás, y ella se limitaba a revivir viejos sueños.

Salió al patio con una idea, y los gatos lo siguieron; volvió a entrar y fueron tras él. Supuso que lo que querían era comida, y les dio leche, pero no la bebieron. La señora Whu seguía todos estos movimientos sin despegar los labios. Salió en fin, por segunda vez, con la misma idea, que era ocuparse de las lagartijas. Porque las seguía teniendo, o mejor dicho disponía de la milagrosa progenie de las anteriores. Después de renunciar a su cría y regalárselas a los niños de la vecindad descubrió que habían quedado unas tiras de huevos (¡las irritantes tirillas!) en su jardín, y para su inmensa sorpresa, éstas sí prosperaron, y de la noche a la mañana nacieron las crías. ¿Ésa era la solución que había buscado con tanto empeño? ¿Un gesto? No sin perplejidad, había vuelto al trabajo abandonado, y no dejaba de reconocer que si podía volver, era gracias a que lo había abandonado.

Se entretuvo en eso hasta el mediodía, después comió unos mejillones y se acostó a dormir la siesta. Ni ese día ni el siguiente había trabajo en la Gaceta: era la pausa larga del mes. Se despertó tarde, embotado, y estuvo tomando té y fumando largo rato; tan largo que se hizo la hora del regreso de Hin de la escuela, y tomaron la merienda los dos. Le preguntó si había hecho planes con sus compañeras; si tenía mucha tarea; a ambas preguntas respondió negativamente. Le propuso salir a dar una caminata. Las ocasiones en que salían a pasear juntos por el bosque se habían ido haciendo más y más infrecuentes, por lo que ahora tenían el placer de la novedad. Hin se preparó con entusiasmo, pero le advirtió que debían estar de regreso a la hora en que volviera Yin, que le prestaría un rato la bicicleta. Lu Hsin a su vez le recordó que él le compraría una bicicleta, si aprobaba todas las materias. ¡Claro que Hin lo recordaba! Precisamente por eso no quería perder la oportunidad de practicar en la de su amigo, para estar ducha cuando tuviera la suya. (El razonamiento era razonable, y a la vez no lo era.)

Salieron. La tarde de primavera resplandecía. La niña iba con una blusa blanca y pantalones azules, y los pies desnudos en las sandalias. Entraron de inmediato en el bosque, Hin adelante, abriendo la marcha, Lu Hsin algo retrasado, y silencioso. A cada paso se encontraba más y más en ella, como si el movimiento y el tiempo lo fueran adentrando en la niña, no en el bosque. A sus espaldas se iban cerrando puertas blandas de follaje y de suave luz diurna, y se encapsulaba una y otra vez, más allá de lo posible, en un pensamiento general en forma de Hin. Dejaba de ver, de oír, de ocuparse del mundo. Y aun así, se decía cautelosamente, si realmente pudiera concentrarse en esta minúscula fantasía, si pudiera entrar con todos sus pensamientos en Hin, hasta salir de sí mismo… entonces la vería alejarse al máximo, volverse un puro brillo en el cielo, como la gema depositada en el extremo del tiempo y de la vida.

Podía pensar (y casi casi debía pensar) que Hin era una formación mental suya. Que estuviera afuera de él era efecto de una operación de índole casi literaria, teatral, como cuando aparecía en escena junto al personaje real un demonio, con su mascarón bestial, y sólo los espectadores lo veían. La belleza paradójica de Hin, tan distinta del monstruo verde de ojos protuberantes, resultaba de un manejo análogo: era todo lo que él podía ver, y era lo que la convención del mundo (no sólo las buenas costumbres, sino lo que mantenía visible al mundo) le impedía ver en la realidad.

Las condiciones atmosféricas acentuaban la impresión, lo mismo que el peculiar estado de ánimo de Lu, derivado de su gesto reciente de «quemar las naves». Y no debía descartarse la posibilidad de que ambas cosas fueran una: las naves se incendiaban sobre el fondo de una fulgurante claridad, no a la noche.

La miraba en el silencio; las palabras habían sido para él, toda la vida, ocasión de desviar la mirada; era el ser más hermoso de cuantos tenía posibilidad de ver alguna vez. ¿No era redundante? Era hermosa, y se suponía que era suya. ¿No invalidaba ese pleonasmo todo el razonamiento de su visión? Y si era así… Sentía el goce inexplicable de las vísperas del deseo. Se volvía eterno, para su uso personal. Contra lo que solía decirse, el amor era voluntario después de todo. Salvo que la voluntad no siempre era voluntaria, al menos todo lo voluntaria que debería ser.

Se fijaba en el peinado, la trenza anudada en forma de estribo que se bamboleaba graciosamente sobre la nuca. Si sus compañeros de escuela antaño lo habían encontrado muy a propósito para darle tirones bromistas, ahora Lu Hsin lo encontraba igualmente propicio para atraparla y llevarla consigo a la morada de los dragones, al cielo invisible de la primavera. No todas las mujeres (ninguna de las que había conocido, si lo pensaba un poco) traían consigo ese implemento para asirlas. Era más propio del sueño que de la realidad.