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– Yo digo siempre la verdad. Yo verdo siempre la digo. Yo niños. Yo soy la verdad y la vida. Yo vido. La verda. La niños. Soy la segunda mamá. La mamunda segú. Yo los quiero a todos por igual. Yo los igualo a todos por mamá. Les digo la verdad por amor. La amad por verdor. La mamá por mamor. ¡Por segunda verdanda! ¡A todos! ¡A todos! Pero hay uno… Uro hay peno… Uy ay pey…

La voz se le quebraba, demasiado aguda. Levantó el índice, vertical. Fue el único gesto que hizo en ese discurso memorable… El dedo estaba firme y ella era un temblor general; a continuación, y al mismo tiempo, el dedo temblaba y toda ella estaba firme como un metal… Las lágrimas le corrían por la mejilla. Continuó, tras la pausa:

– El niño Aira… Está entre ustedes, y parece igual que ustedes. Quizás ni lo han notado, tan insignificante es. Pero está. No se confundan. Yo les digo siempre la verda, la sunda, la guala. Ustedes son niños buenos, inteligentes, cariñosos. Los que se portan mal son buenos, los repetidores son inteligentes, los peleadores son cariñosos. Ustedes son normales, son iguales, porque tienen segunda mamá. Aira es tarado. Parece igual, pero igual es tarado. Es un monstruo. No tiene segunda mamá. Es un inmoral. Quiere verme muerta. Quiere asesinarme. ¡Pero no lo va a lograr! Porque ustedes van a protegerme. ¿No es cierto que van a protegerme del monstruo? ¿No es cierto…? Digan…

– …

– Digan "sí señorita".

– ¡Sí señorita!

– ¡Más fuerte!

– ¡¡Síí seeñooriitaa!

– Digan "ñi sisorita".

– ¡Ri soñonita!

– ¡Más fuerte!

– ¡ ¡Ñoorriiñeesiireetiitaa!!

– ¡¡Mááás fueeerteee!!

– ¡ ¡Ñiiitiiiseetaaasaaañoooteeeriiitaaa!!

– Mmmuy bien, mmmuybien. Protejan a su maestra, que tiene cuarenta años de docencia. La maestra se va a morir en cualquier momento y después va a ser tarde para llorarla. El asesino la mata. Pero no importa. No lo digo por mí, que ya viví mi vida. Cuarenta años en primer grado. La primera segunda mamá. Lo digo por ustedes. Porque a ustedes también quiere matarlos. A mí no. A ustedes. Pero no tengan temor, que la maestra los protege. Hay que tener cuidado, de la yarará, de la araña pollito y del perro rabioso. Pero de Aira más. Aira es mil veces peor. ¡Tengan cuidado con Aira! ¡No se acerquen a él! ¡No le hablen, no lo miren! Hagan como si no existiera. A mí ya me había parecido que era tarado, pero no sé… nnno sé… Nnno me daba cuenta… ¡Ahora sí me di cuenta! ¡No se ensucien con él! ¡No se enfermen con él! No le den ni la hora. No respiren cuando él está cerca, si es necesario muéranse de asfixia pero no le den bolilla. ¡El monstruo mata! Y sus mamas van a llorar si ustedes mueren. Me van a querer echar la culpa a mí, yo las conozco. Pero si se cuidan del monstruo no va a pasar nada. Hagan como si no existiera, como si no estuviera aquí. Si no le hablan ni lo miran, es inofensivo. La señorita los protege. La señorita es la segunda mamá. La señorita los quiere. La señorita soy yo. Yo digo siempre la verdad…

Así siguió un buen rato. En cierto punto empezó a repetir, y repitió todo lo que había dicho, como un grabador. Yo veía a través de ella. Veía el pizarrón donde ella misma había escrito: Zulema, zapato, zorro… con su caligrafía perfecta… La letra era lo más lindo que tenía. Y ya había llegado a la zeta… Yo la encontraba alterada, pero no me parecía que estuviera diciendo barbaridades. Todo me parecía transparente de tan real, y leía las palabras en el pizarrón… Leía… Porque ese día aprendí.

6

A todo esto, papá estaba preso por lo del heladero. Una tarde mamá me llevó a visitarlo. Era lógico, porque yo había estado en el centro de la desgracia, en el nudo. Ellos dos me culpaban y no me culpaban. No podían culparme, habría sido demasiado injusto, y al mismo tiempo no podían no culparme, porque todo había salido de mí. Y yo a mi vez podía y no podía culparlos de estos sentimientos. Sea como sea, uno de ellos, o los dos, habían decidido que era buena política llevarme a la hora de visita. Para dar imagen de familia y todo eso. Qué ingenuos eran. La cárcel de encausados de Rosario estaba lejos de casa, al otro lado de la ciudad. Tomamos un colectivo. En la mitad del viaje a mí me dio un ataque de angustia, sin motivo, y me largué a llorar. Se levantaba el telón de mi teatro íntimo. Mamá me miró sin asombro. Digo bien: sin.

– ¿Se puede saber qué te pasa?

Yo no tenía nada muy preciso que decir, pero me salió algo totalmente inesperado, para ella y para mí también:

– ¿Adonde está mi papá?

¡La voz que puse! Fue un graznido… Pero cristalino, sin nada de balbuceo.

Mamá echó una mirada alrededor. El colectivo estaba atestado, y los que nos rodeaban se habían puesto a mirarnos, alertados por mi llanto. No atinó a decir nada.

– ¿Adonde está mi papá? -Empecé a levantar la voz.

Pobre mamá. Habría tenido motivos para pensar que se lo hacía a propósito.

– Ahora lo vas a ver -dijo sin comprometerse. Trató de cambiar de tema, de distraerme: -Mirá qué lindas flores.

Pasábamos frente a una casa con soberbios parterres en el jardín delantero.

– ¿Está muerto?

Yo estaba lanzada. Los pasajeros del colectivo ya habían entrado en la historia, lo que me excitó fuera de toda medida. Porque yo era la dueña de la historia. Mamá me pasó un brazo por los hombros, me acercó a ella.

– No, no. Ya te dije -susurró bajando la voz a un nivel casi inaudible.

– ¿Qué? -chillé.

– Shh…

– ¡No te oigo, mamá! -grité sacudiendo la cabeza, como si temiera que la incertidumbre por mi papá me estuviera volviendo sorda. No tuvo más remedio que hablar alto:

– Ahora lo vas a ver.

– Sí, lo voy a ver. ¿Pero muerto?

– No. Vivo.

Yo palpaba el interés de la gente. El paisaje urbano se deslizaba por los vidrios de las ventanillas como un accesorio olvidado.

– Mamá, ¿adonde está papá? ¿Por qué no viene a casa?

Le di a esta pregunta una entonación que significaba: "no me mientas más. Portémonos como personas adultas. Tengo seis años, aparento tres, pero tengo derecho a la verdad."

Mamá me había dicho toda la verdad. Yo sabía que estaba preso, esperando el veredicto de ocho años por homicidio. Lo sabía todo. Estas dudas intempestivas mías no tenían razón de ser, como no fuera hacerle contar la historia para beneficio de unos perfectos desconocidos. Ella no podía creer (y yo tampoco) que su hija fuera capaz de una traición tan idiota. Pero la angustia que yo estaba desplegando en el colectivo era demasiado real. Como siempre, me las arreglaba para confundirla. Era fácil: no tenía más que confundirme a mí misma.

– Está enfermo -me dijo, otra vez inaudible, en un susurro-. Por eso vamos a visitarlo.

– ¡¿Enfermo?! ¿Se va a morir? ¿Como la abuelita?

Una de mis abuelas había muerto antes de nacer yo. La otra gozaba de buena salud, en Pringles. Nunca se hablaba de "abuelita" en casa. Era un detalle que incluí para dar verosimilitud a la escena.

– No. Se va a curar. Como vos. ¿No estuviste enfermo y te curaste?

– ¿Le hizo mal el helado?

Así seguí hasta que llegamos, mamá todo el tiempo tratando de hacerme callar, yo alzando la voz hasta hacer un verdadero escándalo. Cuando bajamos, no me dijo nada, no me pidió explicaciones. Yo sentí que mi teatro había terminado, había terminado mal, y ella estaba avergonzada de mí… La angustia se multiplicó, y volví a llorar, con muchísimo más ahínco que antes. Lo lógico habría sido que se detuviera en la plaza, que esperáramos sentadas en un banco hasta que se me pasara. Pero mamá estaba cansada, harta de mí y de mis trucos, y enfiló directamente a la cárcel. Mis ojos se secaron. No quería que papá me viera llorosa.

Era la hora de visitas, por supuesto. Hicimos la cola, una señora que me pareció bastante amable nos palpó, revisó la bolsita de red con comida que traía mamá y nos dejó pasar. Ya estábamos en el patio de visitas. Papá se hizo esperar un rato. Mamá, pensativa y sola (no hablaba con las otras mujeres) me dejó en libertad para explorar.