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En este caso, y quizás también en todos los otros, tuve el maravilloso consuelo de saberme un ángel. Eso transformaba la situación, la volvía un sueño, pero como realidad. Era una transformación de la realidad. Los crueles delirios que había sufrido durante la fiebre eran una transformación, pero de signo opuesto. El sueño real era la forma de la realidad como felicidad, como paraíso. En el mismo movimiento la realidad se hacía delirio o sueño, pero el sueño también se hacía sueño, y eso era el ángel, o la realidad.

7

Llegó el invierno, y mamá se hizo planchadora. Pasábamos encerradas las tardes eternas, escuchando la radio, ella con la espalda curvada sobre las telas humeantes, yo con la vista fija en mi cuaderno, las dos con el alma bailoteando en los más curiosos lugares. Nos habíamos hecho una rutina inmutable. A la mañana la acompañaba a hacer los mandados, almorzábamos temprano, me llevaba a la escuela, me iba a buscar a las cinco, y ya no volvíamos a salir. Nos perdíamos por los caminos de la radio, por un laberinto que puedo reconstruir paso a paso.

Todo este relato que he emprendido se basa en mi memoria perfecta. La memoria me ha permitido atesorar cada instante que pasó. También los instantes eternos, los que no pasaron, que encierran en su cápsula de oro a los otros. Y los que se repitieron, que por supuesto son los más.

Pues bien: mi memoria se confunde con la radio. O mejor dicho: yo soy la radio. Por gracia de la perfección sin fallas de mi memoria, soy la radio de aquel invierno. No el aparato, el mecanismo, sino lo que salió de ella, la emisión, el continuo, lo que se transmitía siempre, inclusive cuando la apagábamos o cuando yo dormía o estaba en la escuela. Mi memoria lo contiene todo, pero la radio es una memoria que se contiene a sí misma y yo soy la radio.

No concebía la vida sin la radio. Es que, en realidad, si uno se decide a definir la vida como radio (y es una pequeña operación intelectual que vale tanto como cualquier otra), se da automáticamente una plenitud sobre la cual vivir. Para mamá también era importante, era una compañía… Hay que tener en cuenta que la desgracia nos había golpeado inmediatamente después de nuestro traslado a Rosario, donde no teníamos parientes ni amistades. Las circunstancias fueron poco propicias a hacer estas últimas, de modo que mamá estaba sola de toda soledad… Estaba yo, claro, pero yo, aun siendo todo, era muy poco. Ella era una mujer sociable, conversadora… Sin hacerse el propósito, fue conociendo gente, entre los comerciantes donde hacía las compras, entre los vecinos, después entre su clientela de la plancha. Todos estaban ávidos de su historia reciente, que ella contaba una y otra vez… Se repetía un poco, pero eso era inevitable. Su vida estaba dirigida fatalmente a la sociedad, aquel invierno fue apenas un paréntesis… La radio cumplía una función; en su caso era instrumental: le devolvía sus partes dispersas, le devolvía su coherencia de señora, de ama de casa… Yo en cambio lograba una identificación plena con las voces del éter… Las encarnaba.

Esas tardes, esas veladas en realidad, porque se hacía de noche muy temprano, y más en nuestra pieza, tenían una atmósfera de abrigo, de refugio, en la que sobre todo yo me complacía al extremo, no sé por qué. Eran una especie de paraíso, y como todos los paraísos logrados a muy bajo costo, se parecía a un infierno. El trabajo de la plancha obligaba a mamá a ese encierro, al que se prestaba por otra parte de buen grado, complacida en el paraíso aparente, porque no era una mujer que viera más allá de las apariencias. Su reingreso a la sociedad tendría que esperar. Yo me arrojaba como un vampiro sobre la ilusión: vivía de la sangre del paraíso fantasmal.

En ese tipo de situaciones, lo que domina es la repetición. Un día se hace igual a todos los otros. La emisión de la radio era todos los días distinta. Y a la vez se repetía. Se repetían los programas que seguíamos… No habríamos podido seguirlos si no se repitieran; habríamos perdido el rastro. Por otro lado, los locutores leían siempre las mismas propagandas, que yo me había aprendido de memoria. Nada nuevo por ese lado, ya que en mí la memoria era, y sigue siendo, lo primero. Las repetía en voz alta a medida que ellos las decían, una tras otra. Lo mismo las presentaciones de los programas, y la música que las acompañaba. Me callaba cuando empezaba el programa en sí.

Seguíamos tres radioteatros. Uno era la vida de Jesucristo, en realidad la infancia del Niño Dios; era un programa de sesgo infantil, auspiciado por una marca de maltas, bebida que yo nunca había probado a pesar de los panegíricos que se hacían, siempre iguales (yo repitiendo sobre la voz del locutor), de sus propiedades nutritivas y promotoras del crecimiento. Jesús y sus amiguitos eran una pandilla simpática, que incluía un negro, un gordo, un tartamudo, un forzudo; el Mesías niño era el caudillo, y operaba un pequeño milagro pueril por capítulo, como para ir practicando. No era infalible, todavía, y solían meterse en problemas en su afán de ayudar a los pobres y descarriados de Nazaret; pero siempre las cosas terminaban bien, y la voz grave y retumbante del Padre, o sea Dios, daba al final la moraleja, o sabios consejos en su defecto. Esos chicos se habían vuelto mis mejores amigos. Adoraba tanto sus aventuras y travesuras que mi fantasía trabajaba a toda velocidad imaginando variantes o soluciones para sus peripecias; pero al fin siempre me conformaba más el desenlace propuesto por los guionistas; claro que yo no sabía que había guionistas. Para mí era una realidad. Una realidad que no se veía, de la que sólo se oían las voces y ruidos. Las visiones las ponía yo. Salvo que dentro de esa realidad estaba la voz del Padre, mi momento favorito, en el que todos, ya no sólo yo, tenían que poner la visión. Dios era la radio dentro de la radio.

El segundo radioteatro también era de historia, pero profana, y argentina. Se llamaba Cuéntame Abuelita, y ponía en escena, en una especie de prólogo siempre igual, a la anciana Mariquita Sánchez de Thompson y a sus nietos, que cada vez le pedían el relato de algún hecho de la historia patria, de la que la dama había sido testigo presencial. Una vez era la Primera Invasión Inglesa, otra la Segunda, o algún episodio durante cualquiera de ambas, o las jornadas de Mayo, o una fiesta en el Vierreynato, o bajo la Tiranía, o algún pasaje de la vida de Belgrano o de San Martín… Lo que me encantaba era el azar del tiempo, la lotería de años; yo no sabía nada de historia, por supuesto, pero los diálogos preliminares, las adorables vacilaciones en la voz de la viejecita, dejaban bien en claro que se trataba de una extensa playa de tiempo en la que se podía elegir… Y la memoria de la Abuelita parecía frágil, pendiente de un hilo a punto de cortarse… pero una vez lanzada, su voz cascada se borraba y en su lugar aparecían los actores del pasado… Ese reemplazo era lo que más me gustaba: la voz que vacilaba en el recuerdo, la niebla, a la que se superponía la claridad ultra-real de la escena tal cual había sido…

Este radioteatro no era ni para niños ni para adultos, y a la vez era para unos y para otros. Era algo intermedio: a los adultos les recordaba lo que habían aprendido en la escuela, a los niños les señalaba lo que recordarían cuando lo aprendieran. Doña Mariquita y sus nietos formaban un bloque: ella era la eterna niña… Su memoria débil y senil, en realidad era formidable: las escenas de su vida remota revivían no como revive el pasado habitualmente, como cuadros mudos, sino en cada una de sus inflexiones sonoras, hasta el último suspiro o roce de una silla al ponerse de pie precipitadamente el caballero virreynal muerto sesenta años atrás cuando entraba al salón la dama muerta cuarenta años atrás, de la que él, por supuesto, estaba enamorado.

El tercero, el de las ocho (duraban media hora) era decididamente para adultos. Era de amor, y actuaban todas las estrellas del día. De algún modo, esta novela desembocaba en la realidad plena, que las otras escamoteaban. Una prueba de ello, o lo que a mí me parecía una prueba, era su complicación. La realidad que yo conocía, la mía, no era complicada. Todo lo contrario, era simplísima. Era demasiado simple. A la Novela Lux no podría resumirla como hice con los dos radioteatros anteriores; no tenía mecanismo de base, era una pura complicación flotante. Había una circunstancia que garantizaba su complicación perpetua: todos amaban. No había personajes secundarios, de relleno. Era un radioteatro de amor, y todos amaban. Como pequeñas moléculas, todos extendían sus valencias de amor en el espacio, en el éter sonoro, y ninguno de esos bracitos anhelantes quedaba libre. Era tal el embrollo que se creaba una nueva simplicidad: el compacto. El espacio dejaba de ser vacío, poroso, intangible; se volvía roca de amor sólido. La simplicidad de mi vida, en cambio, era equivalente a la nada. Desde mi desamparo, el mensaje que me parecía oír en el "radioteatro de las estrellas" era que se llegaba a adulto para amar, y que sólo el multitudinario cielo nocturno podía hacer de la nada un todo, o por lo menos un algo.