– ¿Qué te pasó en la naricita? -me preguntó sonriendo, interesada.
– Me mordieron -dije sin entrar en detalles, no porque no quisiera contarle toda la historia (me prometí llegar a eso) sino por cortesía, por no abrumarla, por ahorrarle tiempo.
– Qué barbaridad. ¿Fue un chico, un amiguito malo? ¿O un perrito?
Me irritó que insistiera. Mostraba no haber apreciado mi cortesía. Yo estaba apurada por pasar a otro tema, por aclarar la situación, para entonces sí, poder contarle la historia de la mordida con pelos y señales. Me encogí de hombros con una sonrisa que la impaciencia me hizo difícil producir.
Como si me hubiera leído el pensamiento, entró en materia.
– ¿Te acordás de mí?
Asentí, con la misma sonrisa, ahora un poco más relajada, más encantadora. Ella se sobresaltó visiblemente, pero se controló de inmediato. Sonrió más todavía.
– ¿Te acordás, en serio?
Yo había dicho que sí por pura cortesía, por reciprocidad, ya que ella sí me conocía.
Volví a asentir, pero ya el gesto tenía un sentido totalmente distinto. Este sentido se me escapaba en sus detalles, aunque los adivinaba oscuramente. Esa mujer en realidad no me conocía, me estaba mintiendo, era una secuestradora, una vampiro… La adivinación tiene un margen de incertidumbre. Y la cortesía, la cautela de cortesía, se proyectaba desde ese margen y lo invadía todo. Aun cuando yo hubiera creído en la realidad de los vampiros, les habría temido menos que a una ruptura de la situación. La cortesía era una fijación, un equilibrio. Para mí, la vida dependía de eso. Caer en manos de un vampiro no era peor. Además, yo no creía en los vampiros, y esta mujer no era un vampiro. De modo que al asentir, lo que quería decir era que la situación seguía como estaba.
– No, no te acordás, pero no importa. Soy amiga de tu mamá, pero hace mucho que no la veo. Nos conocíamos de Pringles… ¿Cómo está?
– Muy bien.
– ¿Y don Tomás?
– Está preso.
– Sí, ya me había enterado.
Era una mujer común, morocha pero teñida de rubia, más bien baja, regordeta, muy arreglada…
Tenía algo de histérica, de alucinada. Eso yo lo sentía en la intensidad que tenía la escena. No era la manera natural de dirigirse a una niña encontrada por casualidad en la calle. Parecía como si hubiera ensayado, como si estuviera desarrollándose un drama fundamental para ella. No me alarmaba demasiado porque hay gente así, gente, sobre todo mujeres, que no jerarquiza los momentos y les da a todos la misma importancia trágica.
– ¿Qué haces sólito en la calle? ¿Saliste a hacer un mandado?
– Sí.
Me miraba extrañada. Mis "sí" le rompían todos los esquemas. Entonces se jugó entera:
– ¿Querés venir a mi casa? Yo vivo aquí nomás, te convido con unas masitas…
– No sé…
De pronto la realidad, la realidad del secuestro, bajaba. Y yo no estaba preparada para ella. No creía. Mi cortesía era mi idiotez. Por delicadeza, renunciaba a todo, hasta a la vida. El miedo que se apoderó de mí a partir de ese momento fue inmenso. Pero el miedo quedaba debajo de la delicadeza, ¿y no era siempre así? Menuda sorpresa me habría llevado en caso contrario.
– Después te llevo de vuelta a tu casa. Quiero saludarla a tu mamá, hace tanto que no la veo.
Esperó mi respuesta, con su intensidad multiplicada por mil.
– Ah, entonces sí -dije, teatral, exagerando mi buena voluntad. Era lo menos que podía hacer por ella, por agradecerle que se tomara el trabajo de allanar los obstáculos.
Me tomó de la mano y me arrastró ligerito hacia la avenida Brown. Hablaba todo el tiempo pero yo no la escuchaba. La angustia me ahogaba. Cuando me miraba, le sonreía. Me adaptaba a su paso, le apretaba la mano tanto como ella me la apretaba a mí. Pensaba que acentuando mi buena disposición volvía demasiado descabellada la hipótesis de un secuestro. En menos de lo que canta un gallo estuvimos a bordo de un colectivo, viajando por calles desconocidas. El colectivo iba medio vacío, pero ella hablaba para el público, me colmaba de mimos, me llamaba por mi nombre todo el tiempo, César, César, César. A mí me encantaba que pronunciaran mi nombre, era mi palabra favorita.
– ¿Te acordás cuando eras chiquito, César, y yo te llevaba a tomar helados?
– Sí.
Mentía, mentía. ¡Yo no había tomado un helado en toda mi vida!
Yo entraba en la actuación, me adelantaba a ella, la esperaba… Llevé la cortesía al extremo directamente absurdo de suponer que me había confundido con otra chica, que se llamaba como yo, que había nacido en Pringles, que tenía a su papá preso… En ese caso, qué decepción se llevaría al enterarse de la verdad… incluso podría enojarse, porque mis "sí" se revelarían mentiras, excesos de cortesía.
Bajamos en un barrio lejano y desconocido, y caminamos un par de cuadras, siempre de la mano… Pero la actitud de ella se había resquebrajado, la locura que había tenido laboriosamente controlada subía a la superficie, teñida de violencia, de sarcasmo. Yo me sentía obligada a subrayar mi cortesía, contra un derrumbe inminente.
– ¡Qué contenta se va a poner mamá cuando la vea!
– Sí. Contentísima.
– ¡Qué lindo barrio!
– ¿Te gusta, Cesitar?
– Sí.
¡Qué siniestra se había hecho su voz! Mi diagnóstico fue inapelable: esa mujer estaba loca. Sólo un loco podía renunciar a un status quo imaginario. Sólo un loco podía adoptar lo real de la realidad. Traté de no pensar que estaba en manos de una loca. Total, ¿qué podía hacerme?
Llegamos. Abrió con llave la puerta de una casa vieja. Cerró por dentro. La casa estaba semiabandonada. Siempre de la mano (no me había soltado en ningún momento, toda la maniobra de la llave y la puerta la realizó con la izquierda) me llevó por una galería, a través de unos cuartos oscuros, de prisa y sin hablar. Yo buscaba algo amable que decir, pero antes de encontrarlo ya estábamos en un salón al fondo de la casa. Encendió la luz, porque no había ventanas. Habíamos llegado. Me soltó y se apartó dos pasos caminando hacia atrás. Me miró con ojos llameantes.
Se sacaba la careta, mostraba la cara de bruja… Pero no era necesario, yo ya la había desenmascarado con mi cortesía. Ahora ella quería convencerme de lo contrario de lo que tanto se había esforzado, inútilmente, en hacerme creer. Había hecho un esfuerzo sobrehumano por convencerme de que era buena… Ahora quería convencerme de que era mala… La conversión no era tan fácil como creía. Mis maniobras habían neutralizado la creencia en las dos direcciones opuestas.
– ¿Sabés quién soy?
Afirmación sonriente.
– ¿Sabes quién soy, taradito?
Afirmación sonriente.
– ¿Sabes quién soy, mocoso idiota? Soy la mujer del heladero que mató la bestia de tu padre. ¡La viuda! ¡Esa soy!
– Ah. -Otra afirmación sonriente. Ni yo mismo podía creer en mi obstinación: todavía trataba de mantener la comedia. Dentro de todo, era lo más lógico. Si había llegado tan lejos, podía seguir indefinidamente.
– Hace meses que los vengo vigilando, a vos y a la mosca muerta de tu madre. ¡No se la van a llevar de, arriba! ¡Ocho años le dieron a ese animal, nada más que ocho años! Y a mi pobrecito lo mató, lo mató…
En ese momento sin querer cometí la peor descortesía: sonreí, me encogí de hombros y dije:
– Yo no sé…
Yo sabía muy bien de qué se trataba. Sabía lo que era una venganza: creo que no sabía otra cosa. Pero la única posibilidad de persistir en mi tesitura cortés era hacerme la inocente, la ajena a todas esas cosas de adultos que yo no entendía. Quizás por saber que era mi última chance con la cortesía, en el gesto y las palabras confluyeron todas mis habilidades de actriz nata. Me salió perfecto. Esa fue mi perdición. Cualquier otra cosa que hubiera dicho podría haberme salvado, ella podría haber recapacitado, podría haberse arrepentido de la horrenda vendetta que estaba por consumar… Después de todo era mujer, tenía corazón, podía conmoverse, yo era una niñita de seis años, toda inocencia, no era culpable de nada y ella en el fondo lo sabía… Pero mi "yo no sé" fue tan perfecto que la enloqueció del todo, la cegó. Mi sonrisa, todavía cortés, todavía "como usted diga, señora", era el fin del camino para ella. La despojaba de lo trágico, de la explicación, y en ese momento la explicación era lo único que le quedaba.