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No dijo más. En el salón había una cantidad de trastos metálicos: los restos de la heladería. Lo tenía todo preparado. Encendió un motorcito (las conexiones eran precarias, esa instalación no debía servir más que para una sola ocasión) y por debajo de su zumbido se oyó el glu-glú de una crema que se batía. Echó una mirada adentro de un tambor de aluminio, tiró la tapa al suelo, apagó el motor… Metió la mano y la sacó cargada de helado de frutilla que le chorreaba entre los dedos…

– ¿Te gusta?

Yo estaba paralizada, pero sentí los preparativos de mi autómata de madera para una última "afirmación sonriente", todavía… Eso era la cumbre del espanto… Por suerte no me dio tiempo. Saltó sobre mí, me levantó en vilo como a una muñeca… No me resistí, estaba dura… No se había limpiado la mano enchastrada de helado, que me traspasó la camisa a la altura de las axilas y me produjo una cosquilla de frío. Me llevó al tambor y me arrojó adentro de cabeza… era un tambor grande y yo era diminuta, y como la crema no estaba muy sólida logré girar hasta tocar con los pies en el fondo. Pero ella puso la tapa antes de que yo lograra asomar la cabeza, y la enroscó sobre la crema que rebalsaba. Contuve el aliento porque sabía que no podría respirar hundida en el helado… El frío me caló hasta los huesos… mi pequeño corazón palpitaba hasta estallar… Supe, yo que nunca había sabido nada en realidad, que eso era la muerte… Y tenía los ojos abiertos, por un extraño milagro veía el rosa que me mataba, lo veía luminoso, demasiado bello para soportarlo… debía de estar viéndolo no con los ojos sino con los nervios ópticos helados, helados de frutilla… Mis pulmones estallaron con un dolor estridente, mi corazón se contrajo por última vez y se detuvo… el cerebro, mi órgano más leal, persistió un instante más, apenas lo necesario para pensar que lo que me estaba pasando era la muerte, la muerte real…

26 de febrero de 1989