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"Para detener esa visión del mundo que uno ha tenido desde la cuna, no es suficiente el que uno simplemente tenga el deseo, o se haga la resolución. Uno necesita una tarea práctica; esa tarea se llama la forma correcta de andar. Parece una cosa inocente y sin sentido. Como todo lo que tiene poder en sí o de por sí, la forma correcta de andar no llama la atención. Tú la entendiste y la consideraste, al menos durante varios años, una manera curiosa de comportarse. No se te hizo claro, hasta hace muy poco, que era el modo más eficaz de parar tu diálogo interno."

– ¿Cómo detiene la forma correcta de andar el diálogo interno? -pregunté.

– El andar en esa forma específica satura el tonal -dijo-. Lo inunda. Verás: la atención del tonal tiene que colocarse en sus creaciones. De hecho, esa atención es la que por principio de cuentas crea el orden del mundo; el tonal debe prestar atención a los elementos de su mundo con el fin de mantenerlo, y debe, sobre todo, sostener la visión del mundo como diálogo interno.

Dijo que la forma correcta de andar era un subterfugio. El guerrero, al curvar los dedos, llama la atención hacia sus brazos; luego, mirando sin enfocar cualquier punto directamente frente a él en el arco que empieza en las puntas de sus pies y termina sobre el horizonte, inunda literalmente a su tonal con información. El tonal, sin su relación de uno-a-uno con los elementos de su descripción, no podía hablar consigo mismo, y así uno llegaba al silencio.

Don Juan explicó que la posición de los dedos no importaba en absoluto, que la única consideración era llamar atención hacia los brazos poniendo los dedos en diversas posiciones desacostumbradas, y que lo importante era la forma en que los ojos, mantenidos fuera de foco, detectaban un enorme número de detalles del mundo sin tener claridad con respecto a ellos. Añadió que en tal estado los ojos podían captar detalles demasiado fugaces para la visión normal.

– Junto con la forma correcta de andar -prosiguió don Juan-, el maestro debe enseñar al aprendiz otra posibilidad, todavía más sutil: la posibilidad de actuar sin creer, sin esperar recompensa; de actuar sólo por actuar. No exagero al decirte que el éxito de la empresa del maestro depende de lo bien y lo armoniosamente que guíe a su aprendiz en este aspecto específico.

Dije a don Juan que yo no recordaba ninguna ocasión en la que él hubiera discutido el "actuar sólo por actuar" como una técnica particular; todo cuanto recordaba eran sus comentarios constantes, pero divagados, al respecto.

Rió y dijo que su maniobra había sido tan hábil que se me había escapado hasta ese día. Luego me trajo a la memoria todas las tareas sin sentido que, bromeando, solía encomendarme cada vez que iba yo a su casa. Labores absurdas como acomodar la leña según cierto diseño, circundar la casa con una cadena continua de círculos concéntricos dibujados en el polvo con el dedo, barrer la basura de un sitio a otro, y así por el estilo. Las tareas incluían también actos que yo debía realizar por mí mismo en casa, tales como ponerme una gorra negra, o atar primero mi zapato derecho, o abrocharme el cinturón de derecha a izquierda.

La razón de que nunca las hubiera tomado más que en guasa era que él siempre me decía que las olvidara después de haberlas establecido como rutinas habituales.

Conforme él recapitulaba las tareas que me había dado, me di cuenta de que, al hacerme realizar rutinas sin sentido, había implantado en mi la idea de actuar sin esperar nada a cambio.

– Parar el diálogo interno es, sin embargo, la llave del mundo de los brujos -dijo-. El resto de las actividades son sólo apoyos; lo único que hacen es acelerar el efecto de parar el diálogo interno.

Dijo que había dos actividades o técnicas principales usadas para acelerar el cese del diálogo interno: borrar la historia personal y "soñar". Me recordó que, durante las primeras etapas de mi aprendizaje, me había dado cierto número de métodos específicos para cambiar mi "personalidad". Yo los puse en mis notas y los olvidé durante años, hasta advertir su importancia. Esos métodos parecían al principió recursos altamente idiosincrásicos para coaccionarme a modificar mi conducta.

Explicó que el arte del maestro consistía en desviar la atención del discípulo de los asuntos principales. Un agudo ejemplo de tal arte era el hecho de que hasta ese día yo no me había percatado de su treta para hacerme aprender ese punto de lo más crucial: actuar sin esperar recompensa.

Dijo que, en línea con aquella premisa, había centrado mi interés en la idea de "ver", que bien entendido era el acto de tratar directamente con el nagual, un acto que a su vez era el inevitable producto final de sus enseñanzas, pero una tarea inalcanzable como tarea en sí.

– ¿Cuál fue el objeto de engañarme así? -pregunté.

– Los brujos están convencidos de que todos nosotros somos una bola de idiotas -dijo-. Nunca podemos abandonar voluntariamente nuestro control; por eso hay que engañarnos.

Su argumento era que al hacerme enfocar mi atención en una seudotarea, aprender a "ver", había logrado dos cosas. Primero, bosquejó el encuentro directo con el nagual, sin mencionarlo, y segundo, me llevó a considerar los verdaderos puntales de sus enseñanzas como asuntos sin consecuencia. El borrar la historia personal y el "soñar" nunca fueron para mi tan importantes como "ver". Yo los consideraba actividades muy divertidas. Incluso pensaba que eran las prácticas para las cuales yo tenía la mayor facilidad.

– La mayor facilidad -dijo, burlón, al oír mis comentarios-. Un maestro no debe dejar nada al azar. Te he dicho que tenías razón al sentir que te engañaban. El problema fue que estabas convencido de que el engaño se dirigía a embaucar a tu razón. Para mí, la treta consistía en distraer tu atención, o en atraparla según el caso.

Me miró achicando los ojos y señaló en torno con un amplio ademán.

– El secreto de todo esto está en la atención de uno -dijo.

– ¿Qué quiere usted decir, don Juan?

– Todo esto existe sólo a causa de nuestra atención. Este mismo peñasco donde estamos sentados es un peñasco porque hemos sido forzados a ponerle nuestra atención como peñasco.

Quise que explicara esa idea. Rió y me apuntó con un dedo acusador.

– Esto es una recapitulación -dijo-. Llegaremos a eso después.

Aseveró que gracias a su maniobra encubridora yo me interesé en borrar la historia personal y en "soñar". Dijo que el efecto de esas dos técnicas era ultimadamente devastador si se ejercitaban en su totalidad, y que entonces su preocupación fue la de todo maestro: no dejar que su discípulo hiciera nada que fuera a arrojarlo en la aberración y la morbidez.

– Borrar la historia personal y soñar deberían ser sólo una ayuda -dijo-. Lo que un aprendiz necesita para apuntalarse es la sobriedad y la fuerza. Por eso el maestro habla del camino del guerrero, o vivir como un guerrero. Ésa es la goma que pega todas las partes en el mundo de un brujo. El maestro debe forjarla y desarrollarla poco a poco. Sin la solidez y la serenidad del camino del guerrero no hay posibilidad de resistir la senda del conocimiento.

Don Juan dijo que aprender el camino del guerrero era una instancia en la que la atención del aprendiz debía atraparse más que desviarse, y que él atrapó mi atención sacándome de mis circunstancias ordinarias cada vez que yo iba a verlo. Nuestros andares por el desierto y las montañas fueron el medio de lograr eso.

La maniobra de alterar el contexto de mi mundo ordinario llevándome a excursiones y a cazar, era otra instancia de su sistema que yo había pasado por alto. El desarreglo del contexto significaba que yo no conocía las claves y tenía que enfocar la atención en todo cuanto don Juan hiciera.

– ¡Qué truco! ¿Eh? -dijo, riendo.

Reí a mi vez, impresionado. Nunca había supuesto tal deliberación en él.