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Había una presión en mi cabeza, una sensación cosquilleante, como si por mi nariz pasara soda carbonatada. Me hallaba mudo. Traté, sin éxito, de decir algo.

Oí con claridad la voz de don Juan: me decía que no tratara de hablar ni de pensar, pero yo quería decir algo, cualquier cosa. Una angustia espantosa crecía dentro de mi pecho. Sentí lágrimas rodar por mis mejillas.

Don Juan no me sacudió, como suele hacer cuando caigo presa de un miedo incontrolable. En vez de ello, me dio suaves palmaditas en la cabeza.

– Ya, ya, Carlitos -dijo-. No te me deschavetes.

Sostuvo mi rostro entre sus manos por un instante.

– No trates de hablar -dijo.

Soltándome, señaló lo que tenía lugar en torno nuestro.

– Esto no es para hablar -dijo-. Esto es nada más para observar. ¡Observa! ¡Observa todo!

Yo estaba en verdad llorando. Pero mi reacción al llanto era muy extraña; lo dejaba fluir sin ninguna preocupación. No me importaba, en ese momento, si hacía o no el ridículo.

Miré alrededor. Precisamente frente a mí había un hombre de edad madura, con camisa rosa de manga corta y pantalones gris oscuro. Parecía norteamericano. Una mujer regordeta, sin duda su esposa, lo tomaba del brazo. El hombre manipulaba algunas monedas, mientras un muchacho de trece o catorce años, acaso el hijo del propietario, lo vigilaba. El muchacho seguía cada movimiento del hombre. Finalmente, éste puso de nuevo las monedas sobre la mesa, y el muchacho se relajó de inmediato.

– ¡Observa todo! -volvió a ordenar don Juan.

No había nada insólito que observar. La gente pasaba en todas direcciones. Me volví. Un hombre, que parecía atender el puesto de revistas, me miraba con fijeza. Parpadeó repetidas veces, como a punto de quedarse dormido. Se veía cansado o enfermo, amén de andrajoso.

Sentí que no había nada que observar, al menos nada de verdadera importancia. Contemplé la escena. Descubrí que era imposible concentrar mi atención en cualquier cosa. Don Juan caminó en círculo a mi derredor. Actuaba como si evaluase algo en mí. Meneó la cabeza y frunció los labios.

– Vamos, vamos -dijo, tomándome gentilmente del brazo-. Es hora de andar.

Apenas empezamos a movernos, advertí que mi cuerpo era muy ligero. De hecho, sentía esponjosas las plantas de los pies. Tenían una elasticidad peculiar, como si fueran de hule.

Don Juan estaba sin duda al tanto de mis sensaciones: me sostenía con fuerza, como para impedirme escapar; me lastraba, como temiendo que yo fuera a ascender más allá de su alcance, a semejanza de un globo.

Caminando me sentí mejor. El nerviosismo cedió el paso a una tranquilidad amable.

Nuevamente, don Juan insistió en que yo debía observarlo todo. Le dije que no había nada que yo quisiera observar, que no me concernía lo que la gente estuviera haciendo en el mercado, y que no deseaba sentirme como un idiota, obsecrando cumplidamente la trivial actividad de alguien que compraba mondas o libros viejos, mientras lo importante se me escapaba entre los dedos.

– ¿Y cuál es lo importante? -preguntó.

Me detuve y le dije con vehemencia que lo importante era lo que él hubiese hecho para hacerme percibir que en cuestión de segundos había cubierto la distancia entre la oficina de boletos y el mercado.

En ese punto me eché a temblar y sentí que iba a enfermar. Don Juan me hizo poner las manos contra el estómago.

Señaló en torno y declaró una vez más, en tono sereno, que la actividad mundana en nuestro derredor era lo único importante.

Me enojé con él. Tuve una sensación física de girar. Aspiré hondo.

– ¿Qué hizo usted, don Juan? -pregunté con forzada naturalidad.

En tono confortante, repuso que de eso podía hablarme en cualquier momento, pero que los acontecimientos en torno mío no se repetirían jamás. Yo estaba en completo acuerdo con ello. La actividad que yo presenciaba no podía, obviamente, repetirse en toda su complejidad. Mi argumento fue que en cualquier momento me era posible observar una actividad muy semejante. En cambio, la implicación de haber sido transportado a través de la distancia, fuera en la forma que fuere, era inconmensurablemente significativa.

Cuando expuse este parecer, don Juan hizo temblar su cabeza como si lo que oía le resultara doloroso.

Anduvimos un trecho en silencio. Mi cuerpo estaba enfebrecido. Noté que las palmas de mis manos y las plantas de mis pies ardían. El mismo calor insólito parecía también localizarse en mis fosas nasales y mis párpados.

– ¿Qué hizo usted, don Juan? -pregunté, implorante.

En vez de responder, me palmeó el pecho y rió. Dijo que los hombres eran criaturas muy frágiles, y se hacían aún más frágiles a través de su vicio de entregarse a todo. En un tono sumamente serio, me exhortó a no sentirme a punto de perecer; a empujarme más allá de mis límites y, simplemente, centrar la atención en el mundo en torno mío.

Seguimos caminando, a un paso muy lento. Mi preocupación era suprema. No me permitía prestar atención a nada. Don Juan se detuvo y pareció deliberar si hablaba o no. Abrió la boca para decir algo, pero aparentemente cambió de idea y echamos a andar de nuevo.

– Lo que pasó es que viniste aquí -dijo de repente, mientras se volvía a mirarme con fijeza.

– ¿Cómo ocurrió eso?

Dijo que lo ignoraba; lo único que sabía era que yo mismo había elegido ese lugar.

El nudo ciego se complicaba aún más conforme hablábamos. Yo quería conocer los pasos que él había seguido, y él insistía en que la elección del sitio era la única cosa que podíamos discutir, y como yo no sabía por qué lo elegí, no había esencialmente nada de qué hablar. Criticó, sin enfado, mi obsesión por razonarlo todo, y la llamó una entrega innecesaria. Dijo que actuar sin buscar explicaciones era más sencillo y efectivo, y que yo disipaba mi experiencia hablando y pensando acerca de ella.

Tras unos momentos, declaró que debíamos dejar ese sitio, pues yo lo había echado a perder y me sería cada vez más dañino.

Dejamos el mercado y caminamos hasta la Alameda. Me hallaba exhausto. Me desplomé en una banca. Sólo entonces se me ocurrió mirar mi reloj. Eran las 10:20 AM. Tuve que realizar un gran esfuerzo para enfocar mi atención. No recordaba la hora exacta en que don Juan y yo nos encontramos. Calculé que habría sido alrededor de las diez. Y no podíamos haber tardado más de diez minutos en caminar del mercado al parque, lo cual dejaba sólo otros diez minutos fuera de cuenta.

Hablé a don Juan de mis cálculos. Sonrió. Tuve la certeza de que la sonrisa ocultaba desprecio, aunque nada había en su rostro que traicionara tal sentimiento.

– Usted piensa que soy un idiota sin remedio, ¿no es cierto, don Juan?

– ¡Ajá! -exclamó, incorporándose de un salto.

Su reacción fue tan inesperada que yo también salté al mismo tiempo.

– Dime exactamente que es lo que estoy sintiendo -dijo con énfasis.

Yo sentía conocer sus sentimientos. Era como si yo mismo los sintiera. Pero cuando traté de decir lo que sentía, me di cuenta de que no podía hablar de ello. Hablar requería un esfuerzo tremendo.

Don Juan dijo que yo todavía no tenía poder suficiente para "verlo" a él. Pero ciertamente podía "ver" lo bastante para encontrar por mí mismo explicaciones adecuadas de lo que estaba ocurriendo.

– No tengas pena -dijo-. Dime exactamente lo que ves.

Tuve un pensamiento súbito y extraño, muy similar a los que suelen acudir a mi mente antes de quedarme dormido. Era más que una idea; podría llamársele, con más exactitud, una imagen completa. Vi un cuadro que contenta diversos personajes. El que estaba justo enfrente de mí era un hombre sentado tras un marco de ventana. El área más allá del marco era difusa, pero el marco y el hombre resaltaban con la claridad del cristal. El hombre me miraba; tenía la cabeza vuelta ligeramente hacia la izquierda, de manera que la mirada era de reojo. Pude ver que sus ojos se movían para conservarme en foco. Apoyaba en el pretil el codo derecho. Tenía empuñada la mano y contraídos los músculos.