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De pronto sentí que el brazo de don Juan me agarraba del brazo derecho y me levantaba del canto. Me dijo que era hora de marcharnos. Al momento estaba de nuevo en su casa en el centro de México, más desconcertado que nunca.

– Hoy encontraste conciencia inorgánica y entonces la viste como de veras es -me dijo-. La energía es el residuo irreductible de todo. Por lo que a nosotros se refiere, ver energía directamente es lo máximo para un ser humano. Quizás hay otras cosas más allá de eso, pero no están a nuestro alcance.

Don Juan me dijo todo esto una y otra vez y cuanto más me lo decía, sus palabras parecían solidificarme más y más ayudándome a regresar a mi estado normal.

Le conté a don Juan todo lo que había atestiguado, todo lo que había oído. Me explicó don Juan que ese día había lograda transformar la forma antropomórfica de los seres inorgánicos en su esencia: una energía impersonal consciente de sí misma.

– Debes comprender -dijo-, que es nuestra cognición, que es en esencia nuestro sistema de interpretación, la que restringe nuestros recursos. Nuestro sistema de interpretación es lo que nos dice cuáles son los parámetros de nuestras posibilidades, y cómo hemos estado utilizando ese sistema de interpretación toda la vida, no nos atrevemos a ir contra sus dictámenes.

»La energía de los seres inorgánicos nos empuja -continuó diciendo don Juan-, interpretamos ese empujón como fuera, según nuestro estado de ánimo. Lo más sobrio que se puede hacer, según el chamán, es relegar esas entidades a un nivel abstracto. Cuanto menos interpretaciones haga el chamán, mejor.

– Desde ahora en adelante -continuó-, cuando te enfrentes a la visión extraña de una aparición, manténte firme y quédate mirándolo desde una postura inflexible. Si es ser inorgánico, tu interpretación se va a caer como las hojas muertas. Si nada pasa, es una pendejada de aberración de tu mente, que de todas maneras no es tu mente.

LA VISTA CLARA

Por primera vez en mi vida, me encontré ante el dilema de cómo comportarme en el mundo. El mundo que me rodeaba no había cambiado. Decididamente, había una falla dentro de mí. La influencia de don Juan y todas las actividades que procedían de las prácticas en las que me había involucrado tan profundamente, me estaban afectando y me hacían incapaz de tener trato con mis congéneres. Examiné mi problema y llegué a la conclusión de que mi falla consistía en que compulsivamente comparaba a todos con don Juan.

En mi estimación, don Juan era un ser que vivía su vida profesionalmente en todos los aspectos, es decir que cada uno de sus actos, no importaba cuán insignificante fuera, tenía sentido. Yo estaba rodeado de gente que se creía inmortal, que se contradecía a cada paso; eran seres con los que no podía uno contar. Era un juego injusto; las cartas jugaban en contra de la gente que yo conocía. Estaba acostumbrado al comportamiento inalterable de don Juan, a su falta total de importancia personal, y al insondable ámbito de su intelecto; muy poca gente de la que yo conocía era consciente de que existía otro modo de comportamiento que fomentaba estas cualidades. La mayoría sólo conocía el modo de comportamiento del auto-reflejo, que deja al hombre débil y torcido.

Por consecuencia, tenía problemas con mis estudios académicos. Se me esfumaban. Traté desesperadamente de encontrar una razón para justificar mis tareas académicas. Lo único que vino a mi ayuda y me dio un contacto, aunque frágil, fue la recomendación que alguna vez me había hecho don Juan, de que los guerreros-viajeros tenían que tener un romance con el conocimiento, no importaba la forma en que se presentara.

Había definido el concepto del guerrero-viajero diciendo que se refería a chamanes, quienes por ser guerreros viajaban en el oscuro mar de la conciencia. Había añadido que los seres humanos eran viajeros en el oscuro mar de la conciencia, y que esta Tierra no es más que una estación en su viaje; por razones ajenas, que no quería divulgar en aquel momento, los viajeros habían interrumpido su viaje. Dijo que los seres humanos estaban dentro de una especie de remolino, una contracorriente que les daba la impresión de moverse, cuando en esencia estaban fijos. Mantenía que los chamanes eran los únicos que se oponían a una fuerza, fuera la que fuera, que mantenía presos a los seres humanos, y que los chamanes, por medio de su disciplina, se liberaron de las garras de esta fuerza y continuaron su viaje de la conciencia.

Lo que precipitó la caótica alteración final de mi vida académica fue mi falta de capacidad de enfocar mi interés en temas de asuntos antropológicos que no me interesaban un pepino, no por su falta de interés en sí, sino porque en su mayoría la cuestión era manipular palabras y conceptos, como se hace en un documento legal, para obtener un resultado que establece precedentes. La discusión se basaba en que el conocimiento humano se construye de tal manera, y que el esfuerzo de cada individuo es un ladrillo que contribuye a construir un sistema de conocimiento. El ejemplo que se me presentó fue el del sistema legal por el cual vivimos, y que es de importancia incalculable para nosotros. Sin embargo, mis nociones románticas de aquel momento me impidieron verme a mí mismo como un notario-antropólogo. Estaba totalmente comprometido con el concepto de que la antropología debe ser la matriz de todo empeño humano, la medida del hombre.

Don Juan, un pragmatista consumado, un verdadero guerrero-viajero de lo desconocido, me dijo que era un baboso. Me dijo que no importaba si los temas antropológicos que me proponían eran maniobras de palabras y conceptos, lo que importaba era el ejercicio de la disciplina.

– No importa -me dijo una vez- qué tan bueno lector seas, y cuántos libros maravillosos puedas leer. Lo importante es que tengas la disciplina de leer lo que no quieres leer. El quid del ejercicio de los chamanes es asistir a la escuela a estudiar lo que rechazas, no lo que aceptas.

Decidí dejar los estudios por un tiempo y me fui a trabajar en el departamento de arte de una fábrica de calcomanías. El empleo ocupó mis esfuerzos y mis pensamientos al máximo. Mi desafío era llevar a cabo los deberes que me presentaban, tan perfectamente y tan rápido como podía. El armar las hojas de vinícola con las imágenes para el proceso de serigrafía era un procedimiento común que no permitía ninguna innovación, y la eficacia del trabajador se medía por su velocidad y exactitud. Me volví adicto al trabajo y me divertí enormemente.

El director del departamento de arte y yo nos hicimos amigos. Llegó a ser mi protector. Se llamaba Ernest Lipton. Lo admiraba y respetaba inmensamente. Era buen artista y magnífico artesano. Su falla era su blandura; era de una consideración increíble con los demás, consideración que lindaba en la pasividad.

Un día, por ejemplo, salíamos del estacionamiento del restaurante donde habíamos almorzado. Muy cortésmente, esperó a que otro auto saliera del espacio delante de él. El chófer obviamente no nos vio y empezó a darle en reversa a extremada velocidad. Ernest Lipton fácilmente pudiera haber sonado la bocina para llamarle la atención. Al contrario, se quedó sentado, sonriendo como idiota mientras que el tipo le dio un tremendo golpe a su auto. Luego me miró y se disculpó conmigo.

– Caramba, podría haber sonado la bocina -me dijo-, pero la mierda hace un ruido espantoso y me da vergüenza.

El tipo que le había golpeado el auto estaba furioso y lo tuvimos que tranquilizar.

– No se preocupe -dijo Ernest-. Su auto no se dañó. Además, sólo acabó con los faroles del mío; los iba a reponer de todas maneras.

Otra día en el mismo restaurante, unos japoneses, clientes de la fábrica de calcomanías y sus invitados a almorzar, estaban conversando animadamente con nosotros y haciéndonos preguntas. Vino el mesero con el pedido y quitó de la mesa algunos de los platos de ensalada, haciendo lugar lo mejor que podía en la angosta mesa para el enorme plato principal. Uno de los japoneses necesitaba más espacio. Empujó su plato hacia adelante, haciendo que el de Ernest se moviera y empezará a caerse de la mesa. Nuevamente, Ernest podría haberle avisado al hombre pero no, se quedó allí con una gran sonrisa hasta que el plato terminó en su regazo.