Don Juan soltó una risita por un momento antes de contestar.
– Si para ti la muerte es el final de la conciencia, sí, sí mueren. Termina su conciencia. Su muerte es un tanto como la muerte de un ser humano y a la vez, no lo es, porque la muerte del ser humano tiene una opción escondida. Es algo así como una cláusula de un documento legal, una cláusula escrita en letra tan pequeña que apenas puedes verla. Necesitas lupa para leerla y sin embargo es la cláusula más importante del documento.
– ¿Cuál es la opción escondida, don Juan?
– La opción escondida de la muerte existe exclusivamente para los chamanes. Son los únicos, que yo sepa, que han leído la letra pequeña. Para ellos, la opción es pertinente y funcional. Para el ser humano común, la muerte significa el fin de su conciencia, de su organismo. Para los seres inorgánicos, la muerte significa lo mismo: el final de su conciencia. En ambos casos, el impacto de la muerte es el acto de ser absorbido por el oscuro mar de la conciencia. Su conciencia individual, cargada con sus experiencias vitales, rompe sus parámetros y la conciencia como energía se derrama en el oscuro mar de la conciencia.
– ¿Pero cuál es la opción escondida de la muerte que sólo recogen los chamanes, don Juan? -le pregunté.
– Para un brujo, la muerte es un factor unificante. En vez de desintegrar el organismo como pasa normalmente, la muerte lo unifica.
– ¿Cómo es posible que la muerte unifique algo? -protesté.
– La muerte para el chamán -dijo- termina con el reino de estados emocionales en el cuerpo. Los antiguos chamanes creían que era el domino de diferentes partes del cuerpo los que reinaban sobre los estados y acciones del cuerpo total; partes que dejan de funcionar y arrastran el cuerpo al caos, como por ejemplo, cuando te enfermas por comer porquerías. En ese caso, el estado de tu estómago afecta todo lo demás. La muerte borra el dominio de las partes individuales. Unifica su conciencia dentro de una sola unidad.
– ¿Quiere usted decir que después de morir los chamanes todavía tienen conciencia? -pregunté.
– Para los chamanes, la muerte es un acto de unificación que emplea todo ápice de su energía. Tú estás pensando en la muerte como un cadáver que está delante de ti, un cuerpo que ya empieza a descomponerse. Para los chamanes, cuando ocurre el acto de unificación, no hay cadáver. No hay descomposición. Sus cuerpos en su totalidad se vuelven energía, una energía que tiene conciencia, que no está fragmentada. Los límites que han sido impuestos por el organismo, límites que la muerte derriba, todavía siguen funcionando en el caso de los chamanes, aunque invisibles a simple vista.
»Sé que te mueres por preguntarme -continuó, con una gran sonrisa- si lo que estoy describiendo es el alma que va al infierno o al cielo. No, no es el alma. Lo que le pasa a los chamanes, cuando recogen esa opción escondida de la muerte, es que se convierten en seres inorgánicos, muy especializados, seres inorgánicos de gran velocidad, seres capaces de maniobras estupendas de percepción. Los chamanes emprenden entonces lo que los chamanes del México antiguo llamaban su viaje definitivo. El infinito llega a ser su reino de acción.
– ¿Quiere usted decir con todo esto, don Juan, que se vuelven eternos?
– Mi sobriedad de brujo me dice -respondió- que su conciencia va a terminar de la manera en que termina la conciencia de los seres inorgánicos, pero nunca lo he visto. No lo sé. Los antiguos chamanes creían que la conciencia de este tipo de ser inorgánico duraría mientras viva la Tie rra. La Tierra es su matriz. Mientras perdure, su conciencia continúa. Para mí, ésta es la afirmación más razonable.
La continuidad y el orden de la explicación de don Juan habían sido, para mí, magistrales. No tenía en qué contribuir. Me dejó con una sensación de misterio y de expectativas no expresadas que esperaban cumplirse.
Al momento de llegar a mi próxima visita con don Juan, comencé mi conversación preguntándole ansiosamente algo que venía cavilando.
– ¿Hay posibilidad, don Juan, de que existan los fantasmas y las apariciones?
– Lo que llamas fantasma o aparición -dijo-, al ser examinado a fondo por un chamán, se reduce a una cosa: es posible que cualquiera de estas apariciones fantasmales pudiera ser una conglomeración de campos de energía que tiene conciencia, y que nosotros convertimos en cosas que conocemos. Si es éste el caso, entonces las apariciones tienen energía. Los chamanes los llaman configuraciones-generaradoras-de-energía. O no emanan energía, en cuyo caso son creaciones fantasmagóricas, por lo general de una persona muy fuerte en términos de conciencia.
– Un cuento que me ha intrigado inmensamente -continuó don Juan-, es el que me contaste una vez acerca de tu tía. ¿Te acuerdas?
Le había contado a don Juan que cuando tenía catorce años había ido a vivir a la casa de la hermana de mi padre. Vivía en una casa enorme de tres patios con habitaciones entre cada uno de ellos -alcobas, salas, etc.-. El patio de la entrada era muy austero, y estaba embaldosado. Me dijeron que era una casa colonial y que este primer patio era donde habían entrado los carruajes tirados por caballos. El segundo patio era una hermosa huerta por la cual cruzaban caminitos de ladrillo de diseños moriscos, y estaba lleno de frutales. El tercer patio estaba cubierto de macetas que colgaban de los aleros del techo, jaulas de pájaros y en medio, un surtidor de estilo colonial, como también una gran parte cercada con tela de alambre donde se encontraban los preciados gallos de pelea de mi tía, la gran predilección de su vida.
Mi tía puso a mi disposición un apartamento entero justo en frente de la huerta de frutales. Pensé que me lo iba a pasar de lo mejor. Podía comerme toda la fruta que quería. Nadie de allí tomaba la fruta de esos árboles por razones que nunca me divulgaron. En la casa vivían mi tía, una mujer alta, rechoncha, de cara redonda que lindaba en los cincuenta, muy jovial y gran anecdotista, llena de excentricidades que escondía detrás de un aspecto muy formal y la apariencia de un catolicismo muy devoto. Había un mayordomo, un hombre alto e imponente de unos cuarenta años de edad que había sido sargento mayor del ejército y que había sido atraído a este puesto de mayor pago, en que le hacía de mayordomo, guardaespaldas y hombre de casa para mi tía. Su mujer, una bellísima joven, era la compañera, confidente y cocinera de mi tía. La pareja tenía una hija, una niña rechonchita que se parecía exactamente a mi tía. Tan fuerte era la semejanza que mi tía la había adoptado legalmente.
Estas cuatro eran las personas más tranquilas que jamás había conocido. Llevaban una vida muy sosegada, alterada sólo por las excentricidades de mi tía, que de improviso decidía hacer un viaje, o comprar nuevos y prometedores gallos de pelea, entrenarlos y organizar peleas en las que se apostaban grandes sumas de dinero. Se ocupaba de sus gallos de pelea con gran cariño, a veces dedicándoles todo el día. Para evitar que la hirieran de un espolonazo, se ponía guantes de cuero gruesos y mallas tiesas de cuero.
Me pasé dos meses estupendos en casa de mi tía. Me daba clases de música por la tarde y me contaba historias interminables de mis antepasados. Mi situación era ideal porque podía salir con mis amigos y nunca tenía que rendirle cuentas a nadie de la hora de mi regreso. A veces me pasaba horas sin dormirme, acostado sobre mi cama. Dejaba abierta la ventana para que la habitación se llenara de la fragancia de los azahares. Cuando reposaba allí despierto, podía oír a alguien que caminaba por el pasillo que corría a lo largo de la propiedad al lado norte, y que unía todos los patios de la casa. Este corredor tenía unos arcos hermosos y piso de baldosas. Había cuatro bombillas de bajo voltaje que apenas lo alumbraban, luces que a diario se encendían a las seis de la tarde y que se apagaban a las seis de la mañana.