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Según la Gorda, la mayor parte de nuestro ensoñar juntos se agrupaba en tres categorías. La primera, y por cierto la más vasta, era una reactuación de acontecimientos que habíamos vivido juntos. La segunda era un escrutinio que nosotros dos hacíamos de sucesos que solamente yo había "vivido": la tierra del tigre dientes de sable se hallaba en esta categoría. La tercera era una visita real en un dominio que existía tal como lo presenciábamos en el momento de nuestra visita. La Gorda sostenía que esos promontorios amarillos se hallaban presentes aquí y ahora, y que ésa es la manera como los ve el guerrero que viaja entre ellos.

Yo quería discutir una cuestión con ella. Ambos habíamos tenido misteriosas relaciones con gente a la que habíamos olvidado por razones inconcebibles para nosotros; pero era gente a la que, no obstante, habíamos en realidad conocido. El tigre dientes de sable, por otra parte, era una criatura propia de mi ensueño. Me era imposible concebir a uno y al otro en la misma categoría:

Antes de que pudiera expresar mis pensamientos, recibí su respuesta. Era como si ella en verdad se encontrara en el interior de mi mente, leyéndola como si fuera un texto.

– Pertenecen a la misma clase -dijo, y rió nerviosamente-. No podemos explicar por qué hemos olvidado todo eso, o cómo es que ahora lo recordamos. No podemos explicar nada. El tigre dientes de sable está ahí, en alguna parte. Nunca sabremos dónde. Pero ¿por qué preocuparnos por una inconciencia inventada? Decir que una cosa es una realidad y que la otra es un ensueño no tiene ningún significado para el otro yo.

Para la Gorda y para mí ensoñar juntos llegó a ser un medio de alcanzar un mundo inimaginado de recuerdos ocultos. Ensoñar juntos nos permitió acordarnos de acontecimientos que no podíamos recordar a través de nuestra memoria usual y corriente. Cuando los reexaminábamos en nuestras horas de vigilia, recuerdos aún más elaborados se desencadenaban. De esta manera desenterramos, por así decirlo, masas de recuerdos que habían estado escondidos en nosotros. Nos tomó casi dos años de esfuerzo prodigioso y de concentración llegar a una mínima comprensión de lo que nos había sucedido.

Don Juan nos dijo que un ser humano está dividido en dos. El lado derecho, que es llamado el tonal, abarca todo lo que el intelecto es capaz de concebir. El lado izquierdo, llamado el nagual es un dominio de rasgos indescriptibles; un dominio que es imposible de contener en palabras. El lado izquierdo quizás es comprendido, si compresión es lo que tiene lugar, con la totalidad del cuerpo, de allí su resistencia a la conceptualización.

Don Juan también nos había dicho que todas las facultades, posibilidades y logros de la brujería, desde lo más simple hasta lo más sorprendente; se halla en el cuerpo humano mismo.

Tomando como base los conceptos de que nos hallamos divididos en dos y de que todo se encuentra en el cuerpo mismo, la Gorda propuso una explicación de nuestros recuerdos. Ella creía que durante los años de nuestra asociación con el nagual Juan Matus, nuestro tiempo se hallaba dividido entre estados de conciencia normal, en el lado derecho, el tonal, donde prevalece la primera atención, y estados de conciencia acrecentada, en el lado izquierdo, el nagual, o el sitio de la segunda atención.

La Gorda creía que los esfuerzos del nagual Juan Matus tenían como objetivo conducirnos al otro yo por medio del autocontrol de la segunda atención a través del ensoñar. Sin embargo, don Juan también nos puso en contacto directo con la segunda atención mediante una manipulación corporal. La Gor da recordaba que él la forzaba a pasar de un lado al otro ya fuese oprimiendo o masajeándole la espalda. Decía que a veces incluso le daba un buen golpe en el omóplato derecho. El resultado era que ella entraba en un extraordinario estado de claridad. La Gorda creía que en ese estado todo se movía con mayor celeridad, y sin embargo nada en el mundo había sido cambiado.

Semanas después de que la Gorda me había dicho esto, recordé que a mí me había ocurrido lo mismo. En un momento dado, don Juan me daba un golpe en la espalda. Yo siempre sentí ese golpe en la espina, en medio y arriba de mis omóplatos. Una claridad extraordinaria me poseía luego. El mundo era el mismo pero más nítido. Todo se realizaba por sí mismo. Quizás se trataba de que mis facultades de razonamiento eran nubladas mediante el golpe de don Juan, y eso me permitía percibir sin ellas.

Yo permanecía con esa claridad indefinidamente, o hasta que don Juan me daba otro golpe en el mismo sitio para hacerme volver a mi estado normal de conciencia. Don Juan nunca me empujó o me masajeó. Siempre me dio un golpe directo y fuerte, no como el golpe de un puño, sino más bien un impacto que me quitaba el aliento por instantes. Yo tenía que respirar entrecortadamente, inhalar largas y rápidas bocanadas de aire hasta que de nuevo podía respirar normalmente.

La Gorda reportó el mismo efecto: todo el aire era expulsado de sus pulmones mediante el golpe del nagual y ella tenía que aspirar más de la cuenta para poder llenarlos nuevamente. La Gorda creía que la respiración era el factor decisivo. En su opinión las inhalaciones de aire que ella se veía forzada a hacer después de ser golpeada eran las que acrecentaban la conciencia. No podía, sin embargo, explicar de qué manera la respiración afectaba su percepción y su conciencia. La Gorda también explicó que a ella no se le tenía que golpear para hacerla volver a su estado normal. Ella volvía mediante sus propios medios, sin saber cómo.

Sus observaciones me parecieron pertinentes. Cuando niño, e incluso ya de adulto, ocasionalmente había quedado sin aliento al caer de espaldas. Pero el efecto del golpe de don Juan, aunque me dejaba sin aliento, no era semejante de ninguna manera. No había dolor, y en cambio me aportaba una sensación imposible de describir. Lo más cercano a lo que puedo llegar sería decir que creaba en mí un sentimiento como de sequedad. Los golpes en la espalda parecían resecar mis pulmones y nublar todo lo demás. Después, como la Gorda había observado, todo lo que después del golpe del nagual se había vuelto neblinoso, adquiría una nitidez cristalina en cuanto respiraba, como si la respiración fuese el catalizador, el factor determinante.

Lo mismo me ocurría cuando regresaba a la conciencia de todos los días. El aire era expelido de mí, el mundo que contemplaba se volvía borroso y después se aclaraba cuando llenaba los pulmones.

Otro rasgo de esos estados de conciencia acrecentada era la riqueza incomparable de la interacción personal, una riqueza que nuestros cuerpos comprendían como una sensación de velocidad. Nuestro movimiento de ida y vuelta entre el lado derecho y el izquierdo nos facilitaba discernir que en el lado derecho se consume demasiada energía y demasiado tiempo en las acciones e interacciones de la vida diaria. En el lado izquierdo, por otra parte, existe una necesidad inherente de economía y velocidad.

La Gorda no podía describir lo que en realidad era esta velocidad, ni yo tampoco. Lo mejor que podría hacer sería decir que en el lado izquierdo yo podía comprender el significado de las cosas con precisión, directamente. Cada faceta de actividad se hallaba libre de preliminares o introducciones. Yo actuaba y descansaba; avanzaba y retrocedía sin ninguno de los procesos de pensamiento que me son usuales. Esto era lo que la Gorda y yo entendíamos por velocidad.

La Gorda y yo discernimos en un momento dado que la riqueza de nuestra percepción en el lado izquierdo era una comprensión post-facto. Nuestra interacción parecía ser rica a la luz de nuestra capacidad de recordarla. Nos dimos cuenta entonces de que en esos estados de conciencia acrecentada habíamos percibido todo de un solo golpe, una masa bultosa de detalles inexplicables. A esta habilidad de percibir todo de un solo golpe le llamamos intensidad. Durante años había sido imposible para nosotros examinar las distintas partes que componían esas experiencias; no habíamos podido sintetizar esas partes en una secuencia que tuviera significado para el intelecto. Puesto que éramos incapaces de efectuar esas síntesis, no podíamos recordar. Nuestra incapacidad para recordar, en realidad era la incapacidad de poner sobre una base lineal la memoria de nuestra percepción. No podíamos extender, por así decirlo, nuestras experiencias a fin de arreglarlas en un orden de sucesión. Las experiencias estuvieron siempre a nuestro alcance, pero al mismo tiempo era imposible restaurarlas, pues se hallaban bloqueadas por una muralla de intensidad.