La tarea de recordar, entonces, propiamente, consistía en unir los lados izquierdo y derecho, de reconciliar esas dos forma distintas de percepción en un todo unificado. La tarea de consolidar la totalidad de uno mismo se efectuaba mediante el reacomodo de la intensidad en una secuencia lineal.
Se nos ocurrió que las actividades en las que recordábamos haber tomado parte, quizá no tomaron mucho tiempo en llevarse a cabo en términos de tiempo medido por reloj. Por razón de poder, en esas circunstancias, al percibir en términos de intensidad, pudimos sólo haber tenido la sensación de extensos pasajes de tiempo. La Gorda creía que si pudiéramos rearreglar la intensidad en una secuencia lineal, creeríamos haber vivido miles de años.
El paso pragmático que don Juan tomó para auxiliarnos en nuestra tarea de recordar consistió en hacernos interactuar con cierta gente cuando nos hallábamos en un estado de conciencia acrecentada. El tenía mucho cuidado en impedirnos ver a esa gente cuando nos hallábamos en un estado normal de conciencia, creando de esta manera las condiciones apropiadas para recordar.
Al completar nuestros recuerdos, la Gorda y yo entramos en un estado insólito. Teníamos detallado conocimiento de interacciones sociales que habíamos compartido con don Juan y sus compañeros. Estos no eran recuerdos del modo como yo recordaría un episodio de mi niñez; eran recuerdos más que vívidos de acontecimientos que podíamos revivir paso a paso. Reprodujimos conversaciones que parecían reverberar en nuestros oídos, como si las estuviéramos escuchando. Los dos pensamos que no era. superfluo especular sobre lo que nos estaba ocurriendo. Lo que estábamos recordando, desde el punto de vista de nuestra experiencia inmediata, tenia lugar ahora. Tal era, el carácter de nuestro recuerdo.
Por fin la Gorda y yo pudimos resolver las interrogantes que nos habían impulsado tan duramente. Recordamos quién era la mujer nagual, cómo encajaba entre nosotros, cuál había sido su papel. Dedujimos, más que recordamos, que habíamos pasado iguales porciones de tiempo con don Juan y don Genaro en estados normales de conciencia, y con don Juan y sus demás compañeros en estados de conciencia acrecentada. Recapturamos cada matiz de esas interacciones, que habían sido veladas por la intensidad.
Después de una cuidadosa revisión de lo que habíamos descubierto, comprendimos que apenas habíamos establecido un minúsculo puente entre los dos lados de nosotros mismos. Nos volvimos entonces a otros temas, a nuevas interrogantes que habían tomado precedencia sobre las antiguas. Había tres temas, tres preguntas que resumían todas nuestras preocupaciones. ¿Quién era don Juan y quiénes eran sus compañeros? ¿Qué nos habían hecho? Y, ¿a dónde se habían ido todos ellos?
TERCERA PARTE: EL DON DEL ÁGUILA
IX. La regla del nagual
Don Juan había sido extraordinariamente parco en cuanto a la historia de su vida personal. Su reticencia era, en lo fundamental, un recurso didáctico; hasta donde le concernía, su vida empezó cuando se convirtió en guerrero, y todo lo que le había ocurrido con anterioridad era de muy pocas consecuencias.
Todo lo que la Gorda y yo sabíamos de esa primera época de su vida, era que don Juan había nacido en Arizona, de ascendencia yaqui y yuma. Cuando aún era niño sus padres lo llevaron a vivir con los yaquis, en el norte de México. A los diez años de edad lo atrapó la marea de las guerras yaquis. Su madre fue asesinada, y después su padre fue aprehendido por el ejército mexicano. Tanto don Juan como su padre fueron enviados a un centro de reubicación en el estado de Yucatán, en el extremo sur del país. Allí creció.
Lo que le haya sucedido durante ese periodo nunca se nos fue revelado. Don Juan creía que no había necesidad de hablarnos de eso. Yo creía lo contrario. La importancia que di a esa parte de su vida, tenía que ver con mi convicción de que los rasgos distintivos y el énfasis de su mando emergieron de ese inventario personal de existencia.
Pero ese inventario, por muy importante que haya sido, no fue lo que le dio el inmenso significado que él tenía para nosotros, o para sus demás compañeros. Su preeminencia total se basaba en el acto fortuito de haberse ligado con "la regla".
El hallarse ligado con la regla puede describirse como vivir un mito. Don Juan vivía un mito, un mito que lo atrapó y que lo hizo ser el nagual.
Don Juan decía que cuando la regla lo atrapó, él era un hombre agresivo y desenfrenado que vivía en el exilio, como miles de otros indios yaquis. Don Juan trabajaba en las plantaciones tabacaleras del sur de México. Un día, después del trabajo, le dispararon un tiro en el pecho en un encuentro casi fatal con un compañero de trabajo sobre cuestiones de dinero. Cuando volvió en sí, un viejo indio estaba inclinado sobre él y hurgaba con los dedos una pequeña herida que don Juan tenía en el pecho. La bala no había penetrado en la cavidad pectoral, sino que se hallaba alojada en un músculo, junto a una costilla. Don Juan se desmayó dos o tres veces a causa de la conmoción, la pérdida de sangre y, según él mismo lo refirió, del temor a morir. El viejo indio extrajo la bala y, como don Juan no tenía dónde quedarse, se lo llevó a su propia casa y lo cuidó durante más de un mes.
El viejo indio era bondadoso pero severo. Un día, cuando don Juan ya se sentía relativamente fuerte y casi se había recuperado, el viejo le dio un fuerte golpe en la espalda y lo forzó a entrar en un estado de conciencia acrecentada. Después, sin mayores preliminares, le reveló a don Juan la porción de la regla que tenía que ver con el nagual y su función.
Don Juan llevó a cabo exactamente lo mismo conmigo y con la Gorda; nos hizo cambiar niveles de conciencia y nos dijo la regla del nagual de la siguiente manera:
Al poder que gobierna el destino de todos los seres vivientes se le llama el Águila, no porque sea un águila o porque tenga algo que ver con las águilas, sino porque a los videntes se les aparece como una inconmensurable y negrísima águila, de altura infinita; empinada como se empinan las águilas.
A medida que el vidente contempla esa negrura; cuatro estallidos de luz le revelan lo que es el Águila. El primer estallido, que es como un rayo, guía al vidente a distinguir los contornos del cuerpo del Águila. Hay trozos de blancura que parecen ser las plumas y los talones de un águila. Un segundo estallido de luz revela una vibrante negrura, creadora de viento, que aletea como las alas de un águila. Con el tercer estallido de luz el vidente advierte un ojo taladrante, inhumano. Y el cuarto y último estallido le deja ver lo que el Águila hace.
El Águila se halla devorando la conciencia de todas las criaturas que, vivas en la tierra un momento antes y ahora muertas, van flotando como un incesante enjambre de luciérnagas hacia el pico del Águila para encontrar a su dueño, su razón de haber tenido vida. El Águila desenreda esas minúsculas llamas, las tiende como un curtidor extiende una piel, y después las consume, pues la conciencia es el sustento del Águila.
El Águila, ese poder que gobierna los destinos de los seres vivientes, refleja igualmente y al instante a todos esos seres. Por tanto, no tiene sentido que el hombre le rece al Águila, le pida favores, o tenga esperanzas de gracia. La parte humana del Águila es demasiado insignificante como para conmover a la totalidad.
Sólo a través de las acciones del Águila el vidente puede decir qué es lo que ella quiere. El Águila, aunque no se conmueve ante las circunstancias de ningún ser viviente, ha concedido un regalo, a cada uno de estos seres. A su propio modo y por su propio derecho, cualquiera de ellos, si así lo desea, tiene el poder de conservar la llama de la conciencia, el poder de desobedecer el comparendo para morir y ser consumido. A cada cosa viviente se le ha concedido el poder, si así lo desea, de buscar una apertura hacia la libertad y de pasar por ella. Es obvio para el vidente que ve esa apertura y para las criaturas que pasan a través de ella, que el Águila ha concedido ese regalo a fin de perpetuar la conciencia.