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"Silvio Manuel me contó que no sabía qué hacer, así es que te dijo al oído lo último que se proponía decirte: que cedieras, que te rindieras sin rendirte. Tú solito te sosegaste y ellos no tuvieron que hacer nada de lo que habían planeado. Al nagual y a Silvio Manuel ya no les quedó otra cosa sino sacarme de ahí.

Le dije a la Gorda que cuando me encontré de nuevo en el mundo había alguien de pie junto a mí que me ayudó a levantarme. Eso era todo lo que podía recordar.

– Estábamos en casa de Silvio Manuel -aclaró ella-. Ahora ya puedo recordar muchas cosas de esa casa. Alguien me dijo, no sé quién, que Silvio Manuel encontró la casa y la compró porque había sido construida en un sitio de poder. Pero alguien más dijo que Silvio Manuel encontró la casa, le gustó, la compró, y después trajo el poder a ella. Yo en lo personal creo que Silvio Manuel trajo el poder. Creo que su impecabilidad sostuvo el poder en esa casa todo el tiempo en que él y sus compañeros vivieron allí.

"Cuando era hora de que ellos se fueran, el poder del lugar se desvaneció con ellos, y la casa se convirtió en lo que había sido antes de que Silvio Manuel la encontrara: una casa común y corriente.

En tanto la Gorda hablaba, mi mente parecía aclararse mucho más, pero no lo suficiente para revelarme lo que nos sucedió en esa casa, eso que me había llenado de tanta tristeza. Sin saber por qué, estaba seguro de que tenía que ver con la mujer nagual. ¿Dónde estaba ella?

La Gorda no respondió cuando se lo pregunté. Un largo silencio tuvo lugar. Ella se excusó, diciendo que tenía que hacer el desayuno; ya era de mañana. Me dejó solo, con una lugubrez y una dolorosísima melancolía. La llamé. Ella se enojó y tiró sus cacerolas al suelo. Entendí muy bien por qué lo hacía.

En otra sección de ensoñar juntos penetramos aún más profundamente en lo intrincado de la segunda atención. Esto tuvo lugar unos cuantos días después. La Gorda y yo, sin ninguna expectativa o esfuerzo al respecto, nos encontramos juntos de pie. Tres o cuatro veces ella intento, en vano, entrecruzar su antebrazo con el mío. Me habló, pero lo que decía me era incomprensible. Sin embargo, supe que ella explicaba que nuevamente nos hallábamos en nuestros cuerpos de ensueño. La Gorda me advertía que todo movimiento nuestro debería de surgir de nuestras partes medias.

Como en nuestro intento anterior, ninguna escena de ensoñar se presentó a fin de que la examináramos, pero me pareció reconocer un local concreto que yo había visto en mis ensueños casi todos los días durante un año: se trataba del valle del tigre dientes de sable.

Caminamos unos cuantos metros. Esta vez nuestros movimientos no fueron violentos o explosivos. En realidad caminamos con nuestros vientres, sin ningún tipo de acción muscular. El aspecto más violento era mi falta de práctica; era como la primera vez que monté en bicicleta. Fácilmente me cansé y perdí el ritmo, me volví titubeante e inseguro de mí mismo. Nos detuvimos. La Gorda también se había desincronizado.

Empezamos a examinar lo que nos rodeaba. Todo tenía una realidad indisputable, al menos para el ojo. Nos encontrábamos en una zona rugosa con una extraña vegetación. No pude identificar los raros arbustos que vi. Parecían árboles pequeños, de un metro y medio de alto. Tenían muy pocas hojas que eran planas y gruesas, de un color verdoso, y flores enormes, cautivantes, de color marrón oscuro con franjas de oro. Los tallos no eran maderosos, sino que parecían ligeros y flexibles, como junquillos; se hallaban cubiertos de espinas largas, que semejaban formidables agujas. Algunas plantas viejas que se habían secado y caído al suelo me hacían tener la impresión de que los tallos eran huecos.

El suelo era muy oscuro, como si estuviera húmedo. Traté de inclinarme para tocarlo, pero no pude moverme. La Gorda me indicó con una seña que utilizara la parte media de mi cuerpo. Cuando lo hice no tuve que inclinarme para tocar el suelo; había algo en mí que era como un tentáculo con capacidad de sentir. Pero yo no podía reconocer lo que me hallaba sintiendo. No había cualidades táctiles en particular sobre las cuales establecer distinciones. El suelo que tocaba parecía ser un núcleo visual en mí. Me sumergí entonces en un dilema intelectual. ¿Por qué el ensoñar parecía ser el producto de mi facultad visual? ¿Se debía a la preponderancia de lo visual en la vida de todos los días? Mis preguntas no tenían significado. No había posibilidad de responderlas, y todas esas interrogantes sólo debilitaban mi segunda atención.

La Gorda rompió mis reflexiones dándome un empellón. Experimenté una sensación que era como de un golpe. Un temblor me recorrió. La Gorda señaló adelante de nosotros. Como siempre, el tigre dientes de sable yacía en el arrecife donde siempre lo había visto. Nos aproximamos hasta que nos hallamos a unos metros del arrecife y tuvimos que alzar nuestras cabezas para ver al tigre. Nos detuvimos. El tigre se incorporó. Su tamaño era estupendo, especialmente su anchura.

Supe que la Gorda quería que nos escabulléramos en torno al tigre hasta llegar al otro lado de la colina. Yo quería decirle que eso podría ser peligroso, pero no pude hallar una manera de transmitirle el mensaje. El tigre parecía iracundo, excitado. Se apoyó en las patas traseras, como si se preparara asaltar sobre nosotros. Yo estaba aterrorizado.

La Gorda se volvió hacia mí, sonriendo. Comprendí que me decía que no sucumbiera al pánico, porque el tigre solo era una imagen fantasmagórica. Con un movimiento de la cabeza, me instó a seguir adelante. Y sin embargo, en un nivel imprecisable, yo sabia que el tigre era una entidad, quizá no en el sentido concreto de nuestro mundo cotidiano, pero no obstante real. Y como la Gorda y yo estábamos ensoñando, habíamos perdido nuestra propia concreción en el mundo. En ese momento estábamos al parejo que el tigre: nuestra existencia era fantasmagórica igualmente.

Avanzamos otro paso ante la regañona insistencia de la Gor da. El tigre saltó del arrecife. Vi su enorme cuerpo surcando el aire, viniendo hacía mí directamente. Perdí la sensación de que me hallaba ensoñando: para mí, el tigre era real y yo iba a ser despedazado. Una barrera de luces, imágenes y los colores primarios más intensos que haya llegado a ver relampagueó en todo mi entorno. Desperté en mi estudio.

La Gorda y yo después llegamos a ser expertos en ensoñar juntos. Yo tenía la certeza de que logramos esto gracias a nuestro desapego, al hecho de que ya no teníamos tanta premura. El resultado de nuestros esfuerzos no era lo que nos impelía a actuar. Más bien se trataba de una compulsión ulterior que nos daba el ímpetu para actuar impecablemente sin pensar en recompensas. Todas nuestras sesiones fueron tan fáciles como la primera, aunque era mayor la velocidad y la naturalidad con la cual entrábamos en la segunda fase de ensoñar, la vigilia dinámica.

Nuestra habilidad era tal, que ensoñábamos juntos cada noche. Sin ninguna intención de parte nuestra, los ensueños se concentraron al azar en tres áreas: en las dunas de arena, en el medio ambiente del tigre dientes de sable y, lo más importante, en acontecimientos de nuestro pasado que habíamos olvidado del todo.

Cuando las escenas que confrontábamos tenían que ver con eventos olvidados en los cuales la Gorda y yo desempeñamos un papel importante, ella no tenía dificultad en entrelazar su brazo con el mío. Ese acto me daba una irracional sensación de seguridad. La Gorda me explicó que ahuyentaba la soledad inquebrantable que produce la segunda atención. Dijo que entrecruzar los brazos propicia un ánimo de objetividad, y, como resultado, ambos podíamos contemplar las actividades que tenían lugar en cada escena. A veces formábamos parte de las actividades. Otras veces contemplábamos la escena objetivamente como si estuviéramos en un cine.