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Entré muy fácilmente en el primer estado, vigilia en reposo. Tuve una sensación de placer corpóreo, un hormigueo que irradiaba de mi plexo solar y que se transformó en la idea de que obtendríamos grandes resultados. Esa idea se convirtió en una nerviosa anticipación. Me di cuenta de que mis pensamientos emanaban del hormigueo en la mitad de mi pecho. Sin embargo, en el momento en que centré mi atención en él, el hormigueo cesó. Era como una corriente eléctrica que yo podía conectar y desconectar.

El hormigueo se inició de nuevo, esta vez más pronunciado que antes, y de súbito me descubrí cara a cara con la Gorda. Era como si hubiera dado vuelta a una esquina para toparme con ella. Quedé absorto mirándola. Era tan absolutamente real, tan ella misma, que sentí la necesidad de tocarla. El efecto más puro, más sobrenatural por ella, brotó de mí en ese momento. Empecé a sollozar incontrolablemente.

Rápidamente, la Gorda trató de entrecruzar nuestros brazos para detener mi estallido, pero no pudo moverse en lo más mínimo. Miramos en torno nuestro. No había ningún cuadro fijo frente a nuestros ojos, ninguna imagen estática de ningún tipo. Tuve un discernimiento repentino y le dije a la Gorda que por estar mirándonos el uno al otro habíamos perdido la oportunidad de ver una escena de ensoñar. Sólo hasta después de que hube hablado me di cuenta de que nos hallábamos en una situación nueva. El sonido de mi voz me asustó. Era una voz extraña, áspera, desagradable. Me dio una sensación de irritación física.

La Gorda respondió que no habíamos perdido nada, que nuestra segunda atención había sido atrapada por algo extraño. Sonrió e hizo un gesto frunciendo la boca, una mezcla de sorpresa e irritación ante el sonido de su propia voz.

Encontré la novedad de hablar en ensueños fascinante. No era que estuviéramos ensoñando una escena en la cual habláramos, sino que de hecho conversábamos. Y esto requería un esfuerzo único, muy similar al esfuerzo que tuve que hacer en un principio al descender una escalera en ensueños.

Le pregunté si creía que el sonido de mi voz era chistoso. Ella asintió y no estentóreamente. El sonido de su risa me conmocionó. Recordé que don Genaro solía hacer los ruidos más extraños y aterrorizantes; la risa de la Gorda se hallaba en la misma categoría. Entonces experimenté el impacto de comprender que la Gorda y yo, espontáneamente, habíamos entrado en nuestros cuerpos de ensueño.

Quería tomarla de la mano. Lo intenté, pero no pude mover el brazo. Como ya tenía cierta experiencia de moverme en ese estado, me propuse ir al lado de la Gorda. Mi deseo era abrazarla, pero en vez de eso me desplacé hasta un punto tan próximo de ella que nos fundimos. Yo estaba consciente de mi individualidad, pero al mismo tiempo sentía que era parte de la Gor da. Esa sensación me gustó inmensamente.

Permanecimos fusionados hasta que algo rompió nuestro vínculo. Sentí un impulso de examinar el medio ambiente. Miré, y claramente recordé haberlo visto antes. Nos hallábamos rodeados de pequeños promontorios circulares que exactamente semejaban dunas de arena. Estas se hallaban en torno nuestro, en todas las direcciones, hasta donde se podía ver. Las dunas parecían estar hechas de algo que semejaba piedra arenisca de un tono amarillo pálido, o toscos gránulos de sulfuro. El cielo era del mismo color, muy bajo y opresivo. Había bancos de niebla amarillenta o algún tipo de vapor amarillo que pendía de ciertos sitios del cielo.

Entonces advertí que la Gorda y yo parecíamos respirar normalmente. Yo no podía sentir mi pecho con las manos, pero sí lograba sentirlo expandirse cuando inhalaba. Los vapores amarillos obviamente no eran dañinos para nosotros.

Empezamos a movernos al mismo tiempo, lenta, cuidadosamente, casi como si camináramos. Después de una breve distancia me sentí muy fatigado, y la Gorda también. Nos deslizábamos sobre el suelo y, al parecer, desplazarse de esa manera era muy fatigoso para nuestra segunda atención; requería un grado excesivo de concentración. No nos hallábamos imitando intencionalmente nuestra forma ordinaria de caminar, pero el efecto venía a ser casi el mismo. Movernos requería estallidos de energía, algo como explosiones minúsculas, con pausas intermedias. Puesto que carecíamos de objetivo al movernos, finalmente nos tuvimos que detener.

La Gorda me habló con una voz tan desvanecida que apenas era audible. Dijo que nos hallábamos avanzando, como autómatas, hacia las regiones más pesadas, y que de continuar haciéndolo la presión resultaría tan grande que moriríamos.

Automáticamente dimos la vuelta y nos dirigimos por donde veníamos, pero la sensación de fatiga no cedió. Los dos estábamos tan agotados que ya no podíamos conservar nuestra posición erecta. Nos desplomamos y, espontáneamente, adoptamos la posición de ensoñar.

Desperté instantáneamente en mi estudio. La Gorda despertó en su recámara.

Lo primero que le dije al despertar fue que ya había estado en ese paisaje baldío varias veces antes. Ya había visto cuando menos dos aspectos de él: uno perfectamente plano, el otro cubierto por pequeños promontorios redondos, como de arena. Al momento de hablar, me di cuenta de que ni siquiera me había molestado en confirmar si la Gorda y yo tuvimos la misma visión. Me contuve y le dije que me había dejado llevar por mi propia excitación; había procedido como si comparara notas de un viaje de vacaciones con ella.

– Ya es muy tarde para ese tipo de plática entre nosotros -dijo, con un suspiro-, pero si eso te hace feliz, te diré lo que vi.

Pacientemente me describió todo lo que había visto, dicho y hecho. Añadió que ella también había estado en ese lugar desierto con anterioridad, y que estaba completamente segura de que se trataba del espacio entre el mundo que conocemos y el otro mundo.

– Es la zona entre las líneas paralelas -continuó-. Podemos ir ahí en ensueños: Pero para poder abandonar este mundo y llegar al otro, el que está más allá de las líneas paralelas, tenemos que recorrer esa zona con nuestros propios cuerpos.

Sentí un escalofrío al pensar que entraríamos en ese sitio yermo con nuestros propios cuerpos.

– Tú y yo hemos estado juntos ahí antes, con nuestros cuerpos -continuó la Gorda-. ¿No te acuerdas?

Le dije que todo lo que podía recordar era haber visto ese paisaje dos veces bajo la guía de don Juan. Las dos veces, yo había descartado la experiencia porque ésta había sido producida mediante la ingestión de plantas alucinógenas. Siguiendo los dictados de mi intelecto, las había considerado como visiones privadas y no como experiencias consensuales. No recordaba haber visto ese paisaje en ninguna otra circunstancia.

– ¿Cuándo fue que tú y yo fuimos allí con nuestros cuerpos? -pregunté.

– No sé -dijo-. Me llegó un vago recuerdo de eso justo cuando tú mencionaste haber estado ahí antes. Creo que ahora te toca a ti ayudarme a terminar lo que ya he comenzado a recordar. Aún no lo puedo enfocar, pero sí recuerdo que Silvio Manuel nos llevó, a la mujer nagual, a ti y a mí a ese lugar tan desolado. Pero no recuerdo por qué nos llevó ahí. No estábamos ensoñando.

No la escuché más, aunque ella seguía hablando. Mi mente había comenzado a perfilarse hacia algo aún desarticulado. Luché por poner en orden mis pensamientos, pues éstos vagaban a la deriva. Durante unos instantes sentí que había retornado años atrás, a una época en que no podía detener mi diálogo interno. Entonces la niebla comenzó a despejarse. Mis pensamientos se ordenaron por sí mismos sin mi dirección consciente, y el resultado fue el recuerdo completo de un evento que ya había logrado recordar parcialmente en uno de esos relampagueos desarticulados de recuerdos que solía tener. La Gorda tenía razón, una vez habíamos sido llevados a una región que don Juan llamaba "el limbo", evidentemente basándose en los dogmas religiosos. Supe que la Gorda también tenía razón al decir que no habíamos estado ensoñando.