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– Tú y yo la queríamos -dijo la Gorda-. No sé por qué estoy diciendo esto, pero sí sé que nosotros éramos de ella.

La presioné para que se explicara más, pero no me pudo aclarar por qué lo había dicho. Hablaba nerviosamente, tratando de ampliar la descripción de sus sentimientos. No pude prestarle más atención. Sentí un aleteo en mi plexo solar. Un vago recuerdo de la mujer nagual comenzó a adquirir forma. Urgí a la Gorda a que continuara hablando, le dije que se repitiera si ya no tenía nada más que decir, pero que no se detuviera. El sonido de su voz era como un conducto hacia otra dimensión, hacia otro tipo de tiempo. Era como si la sangre se agolpara en mi cuerpo con una presión insólita. Sentí un cosquilleo, y luego tuve un recuerdo corporal. Supe en mi cuerpo que la mujer nagual era el ser que completaba al nagual.

Le proporcionaba paz, plenitud, una sensación de estar protegido, de estar a salvo.

Le dije a la Gorda que había tenido la clara percepción de que la mujer nagual era la compañera de don Juan. La Gorda me miró, estupefacta. Lentamente negó con la cabeza.

– No tenía nada que ver con el nagual Juan Matus, idiota -dijo, con un tono de autoridad final-. Era de ti. Por eso tú y yo le pertenecíamos.

La Gorda y yo nos miramos el uno al otro. Yo estaba seguro de que involuntariamente ella expresaba pensamientos que racionalmente no le decían nada.

– ¿Qué quieres decir con que era de mí, Gorda? -le pregunté después de una larga pausa.

– Era tu compañero -dijo-. Ustedes dos formaban un equipo. Y yo estaba bajo su custodia. Y ella te encargó que algún día me llevaras a la libertad y me dejaras en sus manos.

Le supliqué a la Gorda que me dijera todo lo que sabía, pero no parecía saber nada más. Me sentí agotado.

– ¿A dónde se fue? -preguntó la Gorda repentinamente-, eso es lo que no me puedo imaginar. Estaba contigo, no con el nagual. Debería estar aquí, con nosotros.

En ese momento la Gorda tuvo otro ataque de desconfianza y temor. Me acusó de esconder a la mujer nagual en Los Ángeles. Traté de desahogar sus aprensiones. Me sorprendí hablándole como si fuera una niña. Ella me escuchó al parecer con una atención completa; sin embargo, sus ojos se hallaban vacíos, desenfocados. Se me ocurrió entonces que estaba utilizando el sonido de mi voz así como yo había usado el de ella, como un conducto. Seguí hablando hasta que acabé con todo lo que tenía que decir dentro de los límites del tema. Algo extraño tuvo lugar entonces, y me descubrí escuchando a medias el sonido de mi propia voz. Le hablaba a la Gorda involuntariamente. Las palabras que parecían haber estado embotelladas dentro de mí, libres ahora, alcanzaron niveles indescriptibles de absurdidad. Hablé y hablé hasta que un recuerdo hizo que me detuviera. Una vez, en la banca de Oaxaca, don Juan nos habló, a la mujer nagual y a mí, de una persona cuya presencia había sintetizado para él todo lo que se podía esperar del compañerismo humano. Se trataba de una mujer que había sido para él lo que la mujer nagual era para mí: una compañera, una contraparte. Ella lo dejó, así como la mujer nagual me había dejado. Pero lo que él sentía por ella no había cambiado y se avivaba con la melancolía que ciertos poemas le evocaban. Con el mismo recuerdo aclaré que la mujer nagual era la que me surtía de libros de poemas. Tenía cantidades de ellos en la cajuela de su auto. A instancias suyas yo le leía poemas a don Juan. De repente fue tan claro el recuerdo de la mujer nagual sentada conmigo en la banca, que involuntariamente aspiré una bocanada de aire y mi pecho se hinchó. Tomó posesión de mí una opresiva sensación de pérdida. Me doblé con un dolor desgarrador en el omóplato derecho. Había algo más que yo sabía era un recuerdo que una parte mía se rehusaba a liberar.

Me adherí a lo que me quedaba de mi salvaguarda de intelectualidad, como el único medio de recuperar la ecuanimidad. Me dije una y otra vez que la Gorda y yo habíamos estado operando todo el tiempo en dos planos distintos. Ella recordaba mucho más que yo, pero no era inquisitiva. No había sido entrenada para formular preguntas a otros o a sí misma. Pero luego me asaltó la idea de que yo no me hallaba en mejores condiciones; seguía siendo tan torpe como don Juan dijo que lo era. Nunca había olvidado que le leía poesía a don Juan, y sin embargo jamás se me ocurrió considerar el hecho de que yo nunca he poseído un libro de poesía española, ni jamás he llevado uno en mi auto.

La Gorda me sacó de mis cavilaciones. Se hallaba casi histérica. Me gritó que la mujer nagual tenía que hallarse en alguna parte muy cercana a nosotros. Creía que así como a ella y a mí se nos había encargado que nos encontráramos el uno al otro, a la mujer nagual se le había encomendado hallarnos a nosotros.

La fuerza de su razonamiento casi me convenció. Sin embargo, algo en mí sabía que esto no era así. Ese era el recuerdo que yacía dentro de mí, y que no me atrevía a sacar a la superficie.

Quise iniciar un debate con la Gorda, pero no había ningún motivo para hacerlo; mi salvaguarda de intelecto y de palabras era insuficiente para absorber el impacto de haber recordado a la mujer nagual. El efecto era aplastante para mí, más devastador que, incluso, el temor de morir.

– La mujer nagual está hundida en alguna parte -dijo la Gorda, mansamente-. Probablemente está con la espalda contra la pared y nosotros no hacemos nada para ayudarla.

– ¡No, no! -grité-. La mujer nagual ya no está aquí.

Exactamente no supe por qué dije eso, y sin embargo sabía que era verdad. Nos hundimos durante unos momentos en unas profundidades de melancolía que sería imposible de dilucidar racionalmente. Por primera vez, en lo que yo conozco de mí mismo sentí una verdadera e infinita tristeza, una temible sensación de estar incompleto. En alguna parte de mí existía una herida que había sido abierta de nuevo. Esta vez no podía, como lo había hecho tantas otras veces, refugiarme detrás de un velo de misterio y de incertidumbre. No saber había sido una bendición para mí. Durante unos instantes me descubrí deslizándome peligrosamente hacia el desaliento. La Gorda me detuvo.

– Un guerrero es alguien que busca la libertad -me dijo en el oído-. La tristeza no es libertad. Tenemos que quitárnosla de encima.

Tener un sentido de desapego, como había dicho don Juan, implica tener una pausa momentánea para reconsiderar las situaciones. En lo más hondo de mi tristeza comprendí lo que él quería decir. Ya tenía el desapego, ahora me correspondía luchar por usar correctamente esa pausa.

No podría decir si mi volición entró en acción, pero de repente toda mi tristeza se desvaneció; era como si nunca hubiese existido. La velocidad de mi cambio y lo completo que fue, me alarmó.

– ¡Ahora ya estás donde yo estoy! -exclamó la Gorda cuando le describí lo que había ocurrido-. Después de tantos años aún no he podido aprender a manejar la ausencia de forma. Me deslizo irremediablemente de un sentimiento a otro en un instante. Como no tengo forma, podía ayudar a las hermanitas, pero por eso mismo ellas me tenían en sus manos. Cualquiera de ellas era lo suficientemente fuerte para mecerme de un lado al otro.

"El problema es que yo perdí mi forma humana antes que tú. Si tú y yo la hubiéramos perdido juntos, nos habríamos podido ayudar el uno al otro; pero como fueron las cosas, yo correteaba de arriba abajo como alma en pena.

Esa aseveración suya de no tener forma siempre me había parecido espuria. A mi entender, perder la forma humana tenía que incluir una consistencia de carácter, que se hallaba, a juzgar por los altibajos emocionales de la Gorda, más allá de su alcance. A causa de esto, la había juzgado áspera e injustamente. Habiendo perdido ya la forma humana, me hallaba ahora en posición de comprender que dicha condición es un perjuicio a la sobriedad y a la discreción. No aporta ninguna fortaleza emocional automática. Un aspecto del desapego, la capacidad de quedar inmerso en lo que uno se encuentre haciendo, naturalmente se extiende a todo lo que se hace, incluso ser inconsistente y totalmente mezquino. La ventaja de no tener forma es la capacidad de detenerse un momento, si es que se tiene autodisciplina y valor.