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En tanto iba de un lado al otro, la imagen que tenía en la mente comenzó a disolverse, pero no en un olvido apacible, como me hubiera gustado, sino en un recuerdo completo e intrincado. Recordé que una vez me hallaba sentado en unos costales de trigo o cebada almacenados en un granero. La joven cantaba la vieja canción que había invadido mi mente, y tocaba una guitarra. Cuando yo me burlé de su manera dé tocar, ella me golpeó levemente en las costillas con el asiento de la guitarra. Había más gente sentada allí conmigo, estaba la Gorda y dos hombres. Yo conocía muy bien a esos hombres, pero aún no podía recordar quién era la joven. Lo intenté, pero me pareció imposible.

Me recosté nuevamente, empapado en sudor frío. Quería descansar unos momentos antes de quitarme la piyama mojada. Cuando apoyé mi cabeza en un almohadón mi memoria pareció aclararse aún más y entonces supe quién tocaba la guitarra. Era la mujer nagual, el ser más importante sobre la faz de la tierra para la Gorda y para mí. Se trataba del análogo femenino del nagual; no era ni su esposa ni su mujer, sino su contraparte. Tenía la serenidad y la autoridad de un verdadero jefe. Y siendo mujer, nos nutría.

No me atreví a presionar excesivamente a mi memoria. Intuitivamente sabía que no tenía la fuerza para resistir la totalidad del recuerdo. Me detuve en un nivel de sentimientos abstractos. Supe que ella era la encarnación del afecto más puro, más desinteresado y profundo: Sería justo decir que la Gorda y yo amábamos a la mujer nagual más que a la vida misma. ¿Qué demonios nos pudo haber ocurrido para olvidarla?

Esa noche, mientras yacía en cama, llegué a agitarme tanto que temí por mi propia vida. Empecé a canturrear algunas palabras que se convirtieron en una guía para mí. Y sólo después de haberme calmado pude recordar que las palabras que había estado repitiendo una y otra vez también eran, un recuerdo que esa noche me había llegado; el recuerdo de una fórmula, una encantación para hacerme sortear torbellinos, como el que acababa de reexperimentar.

Ya me di al poder que a mi destino rige.

No me agarra ya de nada, para así no tener nada que defender.

No tengo pensamientos, para así poder ver.

No temo ya a nada, para así poder acordarme de mí.

La fórmula tenía dos versos más, que en ese momento me resultaron incomprensibles:

Sereno y desprendido

me dejará el águila pasar a la libertad.

El hallarme enfermo y febril bien pudo haberme servido como una especie de amortiguador; pudo haber sido suficiente para desviar el impacto de lo que yo había hecho, o más bien, de lo que me había acontecido, puesto que intencionalmente yo no había hecho nada.

Hasta esa noche, de haberse examinado mi inventario dé experiencias, yo habría podido dar fe de la continuidad de mi existencia. Los recuerdos nebulosos que tenía de la Gorda, o el presentimiento de haber vivido en aquella casa, en cierta manera constituían amenazas a mi continuidad, pero todo eso no era nada comparado con la acción de haber recordado a la mujer nagual. No tanto a causa de la emoción que ese recuerdo trajo consigo, sino por el hecho de haberla olvidado, y no de la manera como uno olvida un nombre o una tonada. De ella no había habido nada en mi mente hasta el momento de la revelación. ¡Nada! En aquel momento algo llegó a mí, o algo se desprendió de mí, y de súbito yo estaba recordando a una importantísima persona que, desde mi punto de vista consciente y experiencial, yo jamás había conocido.

Tuve que esperar dos días hasta que llegara la Gorda para poder contarle mi recuerdo. Al instante en que le describí a la mujer nagual, la Gorda la recordó: de alguna manera su ser consciente dependía del mío.

– ¡Esa muchacha que vi en el cochecito blanco era la mujer nagual! -exclamó la Gorda-. Ella regresó a mí y yo no pude recordarla.

Escuché sus palabras y comprendí su significado, pero a mi mente le llevó un largo rato poder concentrarse en lo que había dicho. Mi atención titubeaba, era como si en realidad se hubiese colocado frente a mis ojos una luz que se iba apagando. Tuve la sensación de que si no detenía esa disminución, yo moriría. Repentinamente sentí una convulsión y supe que había juntado dos partes de mí mismo que se hallaban escondidas; me di cuenta que la joven que había visto en la casa de don Juan era la mujer nagual.

En ese momento de cataclismo emocional, la Gorda no me sirvió de ayuda. Lloraba sin inhibiciones. La conmoción emocional de recordar a la mujer nagual había sido traumática para ella.

– ¿Cómo pude olvidarla? -suspiró la Gorda.

Percibí un destello de suspicacia en sus ojos cuando la Gorda me encaró.

– Tú no tenías idea de que existía, ¿verdad? -me preguntó.

Bajo cualquier otra circunstancia habría creído que su pregunta era impertinente, insultante, pero yo también me preguntaba lo mismo. Se me había ocurrido que la Gorda podía saber más de lo que me había revelado.

– No tenía ni la menor idea -dije-. Pero, ¿y tú? ¿Sabías que existía, Gorda?

Su rostro tenía tal expresión de inocencia y perplejidad que mis dudas se desvanecieron.

– No -respondió-. No hasta hoy día. Ahora sé por cierto que yo me sentaba con ella y con el nagual Juan Matus en esa banca de la plaza de Oaxaca. Siempre recordé que hacíamos eso, y también recordaba sus facciones, pero pensaba que lo había soñado. Ya lo sabía todo, y sin embargo no sabía nada. Pero ¿por qué creí que era un sueño?

Tuve un momento de pánico, después, la perfecta certeza física de que cuando la Gorda hablaba, en alguna parte de mi cuerpo se abría un canal. Repentinamente supe que yo también solía sentarme en esa banca con don Juan y la mujer nagual. Recordé entonces una sensación que había experimentado en cada una de esas ocasiones. Era una sensación de satisfacción física, de felicidad, plenitud, que resultarían imposibles de imaginar. Para mí don Juan y la mujer nagual eran seres perfectos: hallarme en compañía de ellos en verdad era mi gran fortuna. Una y otra vez, sentado en la banca, flanqueado por los seres más exquisitos de la tierra, experimenté quizás el pináculo de mis sentimientos humanos. En una ocasión le dije a don Juan, y en verdad lo creía, que en ese momento querría morir, para así poder conservar ese sentimiento de plenitud puro, intacto, libre de desorden.

Le conté a la Gorda lo que había recordado. Quedamos silenciosos unos momentos y después el impulso de nuestros recuerdos nos arrastró peligrosamente hacia la tristeza, hacia la desesperación incluso. Tuve que ejercer el control más extraordinario para sujetar mis emociones y no llorar. La Gorda sollozaba, cubriendo su rostro con el antebrazo.

Después nos calmamos. La Gorda me miró fijamente. Supe lo que pensaba. Era como si leyera las preguntas en sus ojos. Eran las mismas interrogantes que me habían obsesionado por días. ¿Quién era la mujer nagual? ¿Dónde la habíamos conocido? ¿En dónde encajaba? ¿La conocían los otros aprendices también?

Me hallaba a punto de formular mis preguntas cuando la Gorda me lo impidió.

– Realmente no lo sé -dijo con rapidez, adelantándose a la pregunta-. Creía que tú me lo dirías. No sé por qué, pero creo que tú puedes decirme cuál es cuál.

Ella contaba conmigo y yo con ella. Reímos ante la ironía de la situación. Le pedí que me refiriera todo lo que sabía de la mujer nagual. La Gorda se esforzó por decir algo dos o tres veces pero no pudo organizar sus pensamientos.

– Realmente no sé por dónde empezar -dijo-. Lo único que sé es que yo la quería.

Le dije que yo tenía la misma sensación. Una tristeza sobrenatural me atrapaba cada vez que pensaba en la mujer nagual. Conforme hablaba, mi cuerpo se empezó a sacudir.