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La Gorda puso sus obesos brazos alrededor de mi cuello. Don Juan tuvo que dejar de hablar. Reía de tal manera que no podía proseguir. Todos ellos rugían de risa.

Me sentí avergonzado e irritado con la Gorda. Traté de desprenderme de ella, pero sus brazos se hallaban fuertemente enlazados en torno a mi cuello. Con un gesto de manos, don Juan me detuvo. Dijo que el mínimo embarazo que entonces experimentaba no era nada en comparación a lo que me esperaba.

El sonido de las risas era ensordecedor. Me sentí muy feliz, aunque me preocupaba tener que ayudar a la Gorda, ya que ignoraba lo que esto implicaría.

En un momento de mi ensoñar cambié el punto de vista…, o más bien, algo me sacó de la escena y empecé a mirar todo como espectador. Nos hallábamos en una casa del norte de México; podía darme cuenta de esto por el panorama que la rodeaba, el cual me era parcialmente visible. Podía ver montañas a lo lejos. También recordé los atavíos de la casa. Nos hallábamos en un porche tejado, abierto. Parte de la gente estaba sentada en grandes sillones; sin embargo, la mayoría se hallaba de pie o sentada en el suelo. Había dieciséis personas. La Gorda se hallaba a mi lado, frente a don Juan.

Me di cuenta que podía tener dos diferentes percepciones al mismo tiempo. Igualmente podía entrar en la escena del ensoñar y recuperar un sentimiento perdido hacía mucho, o podía presenciar la escena con las emociones y sentimientos de mi vida actual. Gozando me hundía en la escena del ensoñar me sentía seguro y protegido, pero cuando la contemplaba del otro modo me sentía perdido, inseguro, angustiado. No me gustó esa reacción mía, por lo tanto me sumergí en la escena del ensoñar.

Una Gorda obesa preguntó a don Juan, con una voz que podía oírse por encima de la risa de todos, si yo iba a ser su esposo. Hubo un momento de silencio. Don Juan parecía calcular lo que iría a decir. Palmeó la cabeza de la Gorda y dijo que de seguro yo estaría encantado de ser su esposo. La gente reía estrepitosamente. Yo reí con ellos. Mi cuerpo se convulsionó con un disfrute genuino, y sin embargo no creí estar riéndome de la Gorda. No la consideraba una aberrada o una estúpida. Era una niña. Don Juan se volvió hacia mí y dijo que yo tenía que honrar a la Gorda a pesar de cualquier cosa que ella me hiciera, y que debía entrenar mi cuerpo, a través de mi interacción con ella, a sentirse a gusto ante las situaciones más exigentes. Don Juan se dirigió a todo el grupo y dijo que era mucho más fácil comportarse bien bajo condiciones de máxima tensión que ser impecable en circunstancias normales, tales como la interrelación con alguien como la Gorda. Don Juan añadió que bajo ninguna circunstancia yo debía enojarme con la Gorda, porque en realidad ella era mi benefactora: sólo a través de ella podría ser yo capaz de controlar mi egoísmo.

Me hallaba tan completamente inmerso en la escena del ensoñar, que me había olvidado de que estaba ensoñando. Una repentina presión en el brazo me lo recordó. Sentí la presencia de la Gorda junto a mí, pero sin verla. Se hallaba allí sólo como un contacto, una sensación táctil en mi antebrazo. En esto concentré mi atención, alguien me tenía fuertemente agarrado; después la Gorda me materializó como una persona completa, como si estuviera hecha de cuadros sobreimpuestos de una película cinematográfica. La escena de ensoñar se disolvió. En vez de eso, la Gorda y yo nos mirábamos el uno al otro con los antebrazos entrecruzados.

Al unísono, de nuevo concentramos nuestra atención en la escena que habíamos estado presenciando. En ese momento supe, sin duda alguna, que habíamos observado la misma escena. Ahora don Juan decía algo a la Gorda, pero yo no podía oírlo. Mi atención era llevada de un lado a otro entre el tercer estado de ensoñar, contemplación pasiva, y la segunda, vigilia dinámica. En un momento yo estaba con don Juan, con una Gorda obesa y las dieciséis personas, y el siguiente instante me hallaba con la Gorda de siempre contemplando una escena congelada.

Entonces una drástica sacudida en mi cuerpo me condujo a otro nivel más de atención: sentí algo como el chasquido de un trozo seco de madera al romperse, y me encontré en el primer estado de ensoñar, vigilia en reposo. Me hallaba dormido y, no obstante, enteramente consciente. Yo quería permanecer lo más posible en ese estado apacible, pero otra sacudida me hizo despertar al instante. Era el impacto intelectual de haberme dado cuenta de que la Gorda y yo habíamos ensoñado juntos.

Me hallaba más que ansioso por hablar con ella. La Gorda sentía lo mismo. Cuando nos calmamos, le pedí que me describiera todo lo que le había ocurrido en nuestro ensoñar juntos.

– Te estuve esperando un largo rato -dijo-. Una parte de mi creía que te había perdido, pero otra parte pensaba que estabas nervioso y que tenías problemas, así es que esperé.

– ¿Dónde me esperaste, Gorda? -pregunté.

– No sé -respondió-. Sé que ya había salido de la luz rojiza, pero no podía ver nada. Pensándolo bien, no tenía vista, sólo sentía. A lo mejor todavía estaba en la luz rojiza, aunque no era roja. El lugar donde me encontraba tenía un tinte color durazno. Entonces abrí los ojos y allí estabas. Parecía que ya estabas a punto de irte, así es que te agarré del brazo. Entonces miré y vi al nagual Juan Matus, a ti, a mí, y a la otra gente en la casa de Vicente. Tú eras más joven y yo estaba gorda.

La mención de la casa de Vicente me trajo una repentina comprensión. Le dije a la Gorda que una vez, manejando por Zacatecas, en el norte de México, tuve un extraño impulso y fui a visitar a Vicente, uno de los amigos de don Juan. No comprendí entonces que al hacerlo, involuntariamente había cruzado a un dominio excluido. Vicente, como la mujer nagual, pertenecía a otra área, a otro mundo. Entendí en ese momento la razón por la que la Gorda quedara tan atónita cuando le referí esa visita. Conocíamos muy bien a Vicente, quien era tan allegado a nosotros como don Genaro, o quizás más aún. Y sin embargo, los habíamos olvidado, tal como había olvidado a la mujer nagual.

En ese momento la Gorda y yo hicimos una inmensa disgresión. Juntos recordamos que Vicente, Genaro y Silvio Manuel eran amigos de don Juan, sus cohortes. Todos ellos se hallaban unidos por una especie de juramento. La Gorda y yo no podíamos recordar qué era lo que los había unido. Vicente no era indio. Había sido farmacéutico cuando joven. Era el erudito del grupo, el verdadero curandero que mantenía a todos en perfecto estado de salud. Le apasionaba la botánica. Yo no tenía duda alguna de que él sabía de plantas más que cualquier ser humano viviente. La Gorda y yo recordamos que fue Vicente el que daba instrucción a todos, incluyendo a don Juan, acerca, de las plantas medicinales. Tomó un interés especial en Néstor, y todos nosotros pensábamos que Néstor llegaría a ser como él.

– Recordar a Vicente me hace pensar en mí -dijo la Gorda-. Me hace pensar en lo insoportable que he sido. Lo peor que le puede pasar a una mujer es tener hijos, tener agujeros en su cuerpo, y a pesar de eso seguir actuando como una adolescente. Ese era mi problema. Yo quería ser un encanto y estaba vacía. Y ellos me dejaban hacer el ridículo y hasta me ayudaban a hacerlo.

– ¿Quiénes son ellos, Gorda? -le pregunté.

– El nagual y Vicente y toda esa gente que estaba en casa de Vicente cuando me porté como una burra contigo.

La Gorda y yo comprendimos lo mismo al unísono. A la Gorda le era permitido ser insoportable sólo conmigo. Nadie más aguantaba sus necedades, aunque ella las intentaba con todos.

– Vicente sí me aguantaba -dijo la Gorda-. Me llevaba la cuerda. Figúrate que hasta tío le decía. Cuando quise decir tío a Silvio Manuel, casi me despelleja los sobacos con sus manos que parecían garras.