Изменить стиль страницы

Especulé con la Gorda que el concepto de perder la forma humana se refería a una reacción corporal que el aprendiz tiene cuando alcanza cierto nivel en el curso de su entrenamiento. Sea como fuese, extrañamente, el resultado final de perder la forma humana, para la Gorda y para mí, consistió no sólo en llegar a la buscada y ansiada condición de desapego, sino también la ejecución completa de nuestra elusiva tarea de recordar. Y, nuevamente en este caso, el intelecto desempeñó una parte mínima.

Una noche, la Gorda y yo discutíamos una película. Había ido a un cine pornográfico y yo estaba ansioso por oír su descripción. No le gustó nada la película. Sostuvo que se trataba de una experiencia debilitante, porque ser un guerrero implicaba llevar una austera vida de celibato total, como el nagual Juan Matus.

Le dije que estaba completamente seguro de que a don Juan le gustaban las mujeres y que no era célibe, y que eso me parecía encantador.

– ¡Estás loco! -exclamó con un timbre de diversión en su voz-. El nagual era un guerrero perfecto. No estaba apretado en ninguna red de sensualidad.

Quería saber por qué pensaba yo que don Juan no era célibe. Le referí un incidente que tuvo lugar en Arizona al principio de mi aprendizaje. Un día me hallaba descansando en casa de don Juan, después de una caminata agotadora. Don Juan parecía hallarse extrañamente nervioso. A cada rato se ponía en pie para mirar por la puerta. Parecía esperar a alguien. De pronto, bastante abruptamente, me dijo que un auto acababa de llegar al recodo del camino y que se dirigía a la casa. Dijo que se trataba de una muchacha, una amiga suya, que le traía unas cobijas. Yo nunca había visto a don Juan tan penoso. Me dio una inmensa tristeza verlo indispuesto al punto que no sabía qué hacer. Pensé que quizá no quería que yo conociera a la chica. Le sugerí que yo podía esconderme, pero no había dónde ocultarme en el cuarto, así es que él me hizo acostar en el suelo y me cubrió con un petate. Oí el sonido del motor de un auto que era apagado y después, por las rendijas del petate, vi a una muchacha parada junto a la puerta. Era alta, delgada, y muy joven. Pensé que era hermosa. Don Juan le decía algo con voz baja e íntima. Después se dio la vuelta y me señaló.

– Carlos está escondido bajo el petate -le dijo a la muchacha con voz clara y fuerte-. Salúdalo.

La muchacha me agitó la mano y me saludó con la sonrisa más amistosa del mundo. Me sentí estúpido y molesto porque don Juan me colocaba en esa situación tan avergonzante. Me pareció terriblemente obvio que don Juan trataba de aliviar su nerviosidad, o peor aún, que estaba luciéndose frente a mí.

Cuando la muchacha se fue, irritado le pedí una explicación a don Juan. El, cándidamente, admitió que había perdido el control porque mis pies estaban al descubierto y no supo qué otra cosa hacer. Cuando escuché esto, toda la maniobra se me volvió clara; don Juan me había estado presumiendo con su amiguita. Era imposible que yo hubiese tenido descubiertos los pies porque éstos se hallaban comprimidos bajo mis muslos. Reí con aire de conocedor, y don Juan se sintió obligado a explicar que le gustaban las mujeres: esa muchacha en especial.

Nunca olvidé ese incidente. Don Juan jamás lo discutió. Cada vez que yo lo traía a colación, él me obligaba a callar. Me pregunté siempre, de una manera casi obsesiva, quién sería esa chica. Tenía esperanzas de que algún día ésta pudiese buscarme después de haber leído mis libros.

La Gorda se puso muy agitada. Caminaba de un lado al otro de la habitación mientras yo hablaba. Estaba a punto de llorar. Imaginé todo tipo de intrincadas relaciones que pudieran ser pertinentes. Pensé que la Gorda era posesiva y reaccionaba como una mujer que es amenazada por otra mujer.

– ¿Estás celosa, Gorda? -le pregunté.

– No seas idiota -dijo, irritada-. Soy una guerrera sin forro. Los celos o la envidia ya no existen en mí.

Le pregunté entonces algo que me habían dicho los Genaros: que la Gorda era la mujer del nagual. Su, voz bajó tanto que apenas podía oírla.

– Yo creo que sí -dijo, y con una mirada vaga tomó asiento en la cama-. Tengo la sensación de que lo era. Pero no sé cómo podía haberlo sido. En esta vida, el nagual Juan Matus era para mí lo que era para ti. No era un hombre. Era el nagual. No tenía interés en el sexo.

Le aseguré haber escuchado a don Juan expresar su cariño por esa muchacha.

– ¿Dijo que tenía relaciones sexuales con ella? -preguntó la Gorda.

– No, nunca, pero eso era obvio por la manera como hablaba -le dije.

– A ti te gustaría que el nagual fuera como tú, ¿verdad? -afirmó, con una mueca-. El nagual era un guerrero impecable.

Yo creía tener la razón y no necesitaba reexaminar mi opinión. Sólo para darle por su lado a la Gorda dije que posiblemente la muchacha era una aprendiz de don Juan y no su amante.

Hubo una larga pausa. Lo que yo mismo dije tuvo un efecto perturbador en mí. Hasta ese momento nunca había pensado en esa posibilidad. Me había encerrado en un prejuicio, sin permitirme la posibilidad de revisarlo.

La Gorda me pidió que describiera a esa joven. No pude hacerlo. En realidad no me había fijado en sus rasgos. Había estado tan molesto, tan avergonzado, que no pude examinarla en detalle. Pareció que ella también fue afectada por lo anómalo de la situación y salió apresuradamente de la casa.

La Gorda dijo que, sin ninguna razón lógica, creía que esa joven era una figura clave en la vida del nagual. Su aseveración nos llevó a hablar de los amigos de don Juan que conocíamos. Durante horas luchamos por recuperar toda la información que teníamos de sus relaciones. Le conté las distintas veces que don Juan me había llevado a participar en ceremonias de peyote. Le describí a todos los que habían. No reconoció a ninguno de ellos. Me di cuenta que posiblemente yo conocía más gente asociada con don Juan que ella. Pero algo en mi relato desenlazó en ella el recuerdo que una vez había visto a una joven llevar al nagual y a Genaro en un pequeño auto blanco. La muchacha dejó a los dos a la puerta de la casa y fijó a la Gorda con una mirada penetrante antes de irse. La Gorda pensó que esa joven era alguien que había recogido al nagual y a Genaro en la carretera. Recordé entonces que aquel día en casa de don Juan, yo también pude ver un pequeño Volkswagen blanco que se alejaba.

Mencioné otro incidente que tenía que ver con uno de los amigos de don Juan, un hombre que una vez me dio unas plantas de peyote en el mercado de una ciudad del norte de México. El también me había obsesionado durante años. Se llamaba Vicente. Al escuchar el nombre, la Gorda reaccionó como si le hubieran tocado un nervio. Su voz se volvió chillante. Me pidió que le repitiera el nombre y que describiera al individuo. De nuevo, no pude ofrecer ninguna descripción. Sólo lo había visto una vez por unos cuantos minutos, hacía más de diez años.

La Gorda y yo pasamos un periodo en el que casi estábamos enojados, no el uno con el otro, sino con aquello que nos tenía aprisionados.

El incidente final que precipitó el despliegue de nuestros recuerdos llegó un día en que yo tenía un resfrío y una fiebre muy alta. Me había quedado en cama, dormitando intermitentemente, mientras los pensamientos vagabundeaban sin rumbo por mi mente. Todo el día había estado, en mi cabeza la melodía de una vieja canción mexicana. En un momento me descubrí soñando que alguien la tocaba en una guitarra. Me quejé de la monotonía y la persona ante la que yo protestaba, fuese quien fuese, me dio con la guitarra en el estómago. Salté hacia atrás, para evitar el golpe, y me pegué en la cabeza contra la pared. Desperté. No había sido un sueño muy vívido, sólo la melodía había sido hechizante. No podía desvanecer el sonido de la guitarra: continuaba recorriendo mi mente. Me quedé medio despierto, escuchando la tonada. Parecía como si estuviese entrando en un estado de ensoñar: una escena completa y detallada de ensueño apareció ante mis ojos. En la escena había una joven sentada junto a mí. Podía distinguir cada uno de los rasgos de sus facciones. No sabía quién era, pero verla me conmocionó. Desperté en cuestión de segundos. La ansiedad que esa cara creaba en mí era tan intensa que me puse en pie y de una manera absolutamente automática empecé a caminar de un lado al otro. Me hallaba perspirando profundamente y tenía miedo de salir de la habitación. Tampoco podía contar con la ayuda de la Gorda. Ella se había ido de vuelta a México para ver a Josefina. Até una sábana en torno a mi cintura para sujetar mi parte media. Eso me ayudó a atenuar las ondas de energía nerviosa que estremecían todo mi cuerpo.