Como un soplo helado, una transida frialdad, la muerte de Lázaro apagó de golpe el ardor combatiente que Juan hizo nacer en el ánimo de Jesús y en el que, durante una larga semana de reflexión y algunos breves instantes de acción, se confundieron, en un sentimiento único, el servicio de Dios y el servicio al pueblo. Pasados los primeros días de luto, cuando, poco a poco, las obligaciones y los hábitos de lo cotidiano empezaban a recobrar el espacio perdido, pagándolo con momentáneos adormecimientos de un dolor que no cedía, fueron Pedro y Andrés a hablar con Jesús, a preguntarle qué proyectos tenía, si irían otra vez a predicar a las ciudades o si volvían a Jerusalén para un nuevo asalto, pues ya los discípulos andaban quejándose de la prolongada inactividad, que así no puede ser, no hemos dejado nuestra hacienda, trabajo y familia para esto.

Jesús los miró como si no los distinguiera entre sus propios pensamientos, los oyó como si tuviera que identificar sus voces en medio de un coro de gritos desconcertados, y al cabo de un largo silencio les dijo que esperaran un poco más, que aún tenía que pensar, que sentía que estaba a punto de ocurrir algo que, definitivamente, decidiría sus vidas y sus muertes. También dijo que no tardaría en unirse a ellos en el campamento, y esto no lo pudieron entender ni Pedro ni Andrés, quedarse las hermanas solas cuando todavía tenía que resolverse lo que harían los hombres, No necesitas volver junto a nosotros, mejor es que te quedes donde estás, dijo Pedro, que no podía saber que Jesús estaba viviendo entre dos tormentos, el de sus deberes para con los hombres y mujeres que lo habían dejado todo para seguirle, y aquí, en esta casa, con estas dos hermanas, iguales y enemigas como el rostro y el espejo, una continua, minuciosa, horrible dilaceración moral.

Lázaro estaba presente y no se retiraba. Estaba presente en las duras palabras de Marta, que no perdonaba a María que hubiera impedido la resurrección del propio hermano, que no podía perdonar a Jesús su renuncia a usar de un poder que había recibido de Dios. Estaba presente en las lágrimas inconsolables de María que, por no someter al hermano a una segunda muerte, iba a tener que vivir, para siempre, con el remordimiento de no haberlo liberado de ésta. Estaba presente, en fin, cuerpo inmenso que llenaba todos los espacios y rincones, en la perturbada mente de Jesús, la cuádruple contradicción en que se encontraba, concordar con lo que María dijo y reprocharle el haberlo dicho, comprender la petición de Marta y censurarla por habérsela hecho. Jesús miraba a su pobre alma y la veía como si cuatro caballos furiosos la estuvieran descuartizando, tirando de ella en cuatro direcciones opuestas, como si cuatro cuerdas enrolladas en cabrestantes le rompieran lentamente todas las fibras del espíritu, como si las manos de Dios y las manos del Diablo, divina y diabólicamente, se entretuviesen jugando al juego de las cuatro esquinas con lo que de él aún quedaba. A la puerta de la casa que fue de Lázaro venían los míseros y los llagados a implorar la cura de sus ofendidos cuerpos, y a veces aparecía Marta para expulsarlos, como si protestara, No hubo salvación para mi hermano, no habrá cura para vosotros, pero ellos volvían de nuevo, volvían siempre, hasta que conseguían llegar a donde Jesús estaba, y éste los sanaba y los mandaba irse, pero no les decía, Arrepentíos, quedar curado era como nacer de nuevo sin haber muerto, quien nace no tiene pecados suyos, no tiene que arrepentirse de lo que no hizo. Pero estas obras de regeneración física, si no está mal decirlo, aun siendo de misericordia máxima, dejaban en el corazón de Jesús un sabor ácido, una especie de resabio amargo, porque en verdad no eran más que adelantos de las decadencias inevitables, aquel que hoy se ha marchado de aquí sano y contento, volverá mañana llorando nuevos dolores que no tendrán remedio. Llegó la tristeza de Jesús a un punto tal que un día Marta le dijo, No te mueras tú ahora, que entonces sabría lo que era morírseme Lázaro de nuevo, y María de Magdala, en el secreto de la oscura noche, murmurando bajo el cobertor común, queja y gemido de animal que se esconde para sufrir, Hoy me necesitas como nunca antes me habías necesitado, soy yo quien no puede alcanzarte donde estás, porque te has cerrado tras una puerta que no está hecha para fuerzas humanas, y Jesús que a Marta respondió, En mi muerte estarán presentes todas las muertes de Lázaro, él es quien siempre estará muriendo y no puede ser resucitado, le pidió y rogó a María, Aunque no puedas entrar, no te alejes de mí, tiéndeme siempre tu mano, aunque no puedas verme, si no lo haces me olvidaré de la vida, o ella me olvidará.

Pasados unos días, Jesús se unió con los discípulos, y María de Magdala fue con él, Miraré tu sombra si no quieres que te mire a ti, le dijo, y él respondió, Quiero estar donde mi sombra esté, si es allí donde están tus ojos. Se amaban y decían palabras como éstas, no sólo porque eran bellas o verdaderas, si es posible que sean lo mismo al mismo tiempo, sino porque presentían que el tiempo de las sombras estaba llegando a su hora, y era preciso que empezaran a acostumbrarse, todavía juntos, a la oscuridad de la ausencia definitiva.

Llegó entonces al campamento la noticia de la prisión de Juan el Bautista. No se sabía más que esto, que había sido preso, y también que lo mandó encarcelar el propio Herodes, motivo por el que, no imaginando otras razones, Jesús y su gente pensaron que la causa de lo sucedido sólo podía estar en los incesantes anuncios de la llegada del Mesías, que era la sustancia final de lo que Juan proclamaba en todos los lugares, entre bautismo y bautismo, Otro vendrá que os bautizará por el fuego, entre imprecación e imprecación, Raza de víboras, quién os ha enseñado a huir de la cólera que está por venir. Dijo entonces Jesús a los discípulos que estuvieran preparados para todo tipo de vejámenes y persecuciones, pues era de creer que, corriendo por el país, y desde no poco tiempo, noticia de lo que ellos mismos andaban haciendo y diciendo en el mismo sentido, concluyese Herodes que dos y dos son cuatro y buscase en un hijo de carpintero que decía ser hijo de Dios, y en sus seguidores, la segunda y más poderosa cabeza del dragón que amenazaba con derribarlo del trono. Sin duda, no es mejor una mala noticia que ausencia de noticia, pero se justifica que la reciban con serenidad de alma aquellos que, habiendo esperado y ansiado por un todo, se vieron, en los últimos tiempos, colocados ante la nada. Se preguntaban unos a otros, y todos a Jesús, qué era lo que debían hacer, si mantenerse juntos, y juntos enfrentarse a la maldad de Herodes, o dispersarse por las ciudades, o, incluso, refugiarse en el desierto, manteniéndose de miel silvestre y saltamontes, como hizo Juan antes de salir de allí, para mayor gloria de Dios y, por lo visto, para su propia desgracia. Pero, como no había señal de que estuvieran ya en marcha los soldados de Herodes camino de Betania para matar a estos otros inocentes, pudieron Jesús y los suyos pensar y ponderar con calma las diferentes alternativas, en esto estaban cuando llegaron la segunda y la tercera noticia, que Juan había sido degollado, y que el motivo del encarcelamiento y ejecución nada tenía que ver con anuncios de Mesías o reinos de Dios, sino con el hecho de clamar y vociferar contra el adulterio que el mismo Herodes cometía, casándose con Herodías, su sobrina y cuñada, en vida del marido de ésta.

Que Juan estuviese muerto fue causa de numerosas lágrimas y lamentaciones en todo el campamento, sin que se notara, entre hombres y mujeres, diferencia en las expresiones de pesar, pero que él hubiera sido muerto por el motivo que se decía, era algo que escapaba a la comprensión de cuantos allí estaban, porque otra razón, esa sí suprema, debería de haber prevalecido en la sentencia de Herodes, y, finalmente, era como si ella no tuviera existencia hoy ni debiera tener ninguna importancia mañana, decía encolerizado Judas de Iscariote, a quien, como recordamos sin duda, había bautizado Juan, Qué es esto, preguntaba a toda la compañía, mujeres incluidas, anuncia Juan que viene el Mesías a redimir al pueblo y lo matan por denuncias de concubinato y adulterio, historias de cama de tío y cuñada, como si nosotros no supiéramos que ese fue siempre el vivir corriente y común de la familia, desde el primer Herodes hasta los días que vivimos, Qué es esto, repetía, si fue Dios quien mandó a Juan a anunciar al Mesías, y yo no dudo, por la simple razón de que nada puede ocurrir sin que lo haya querido Dios, si fue Dios, explíquenme entonces los que de él saben más que yo por qué quiere él que sus propios designios sean así rebajados en la tierra, y, por favor, no argumentéis que Dios sabe y nosotros no podemos saber, porque yo os respondería que lo que quiero saber es precisamente lo que Dios sabe.