Cierto es que, lo que se dice ver, no vio, pero si se nos presenta una nube en el desierto, en forma de columna de humo, y dice, Yo soy el Señor, y mantiene después una conversación, no sólo lógica y sensata, sino con una expresión de autoridad sin réplica que sólo divina podía ser, cualquier duda, por pequeña que fuese, sería una ofensa. Que el Señor era el Señor, quedó demostrado con la respuesta dada cuando le preguntó acerca de Pastor, aquellas palabras despreocupadas, en las que era patente un poco de desprecio, pero también de intimidad, y luego reforzado por la negativa a responder si era ángel o diablo. Pero lo más interesante era que las palabras de Pastor, duras y aparentemente ajenas a la cuestión central, no hacían más que confirmar la verdad sobrenatural del encuentro, No te he preguntado si has encontrado a Dios, como si estuviera diciendo, Hasta ahí ya lo sé, como si el anuncio no lo hubiera sorprendido, como si lo supiera de antemano. Lo cierto era que no le había perdonado la muerte de la oveja, otro sentido no podían tener sus palabras finales, No has aprendido nada, vete, y después se retiró ostensiblemente hacia el otro lado del rebaño, y se mantuvo allí, de espaldas, hasta que él se hubo ido.

Ahora bien, en una de estas ocasiones en que Jesús dejaba su imaginación explayarse en previsiones de lo que podría querer el Señor cuando volvieran a encontrarse, las palabras de Pastor le sonaron repentinamente en sus oídos, tan claras y distintas como si estuviese a su lado, No has aprendido nada, y en ese instante el sentimiento de ausencia, de falta, de soledad, fue tan fuerte que su corazón gimió, allí estaba él, solo, sentado a la orilla del Jordán, mirando sus pies en la transparencia del río y viendo manar de uno de sus calcañares un leve hilo de sangre, y lentamente moverse entre dos aguas, de pronto no le pertenecían la sangre ni los pies, era su padre que llegaba, cojeando con sus calcañares agujereados, a gozar del fresco del Jordán, y le decía igual que Pastor, Tienes que volver al principio, no has aprendido nada. Jesús, como si alzase del suelo una pesada y larga cadena de hierro, recordaba su vida, eslabón por eslabón, el anuncio misterioso de su concepción, la tierra iluminada, el nacimiento en la cueva, los niños muertos de Belén, la crucifixión del padre, la herencia de las pesadillas, la huída de casa, el debate en el templo, la revelación de Zelomi, la aparición del pastor, la vida con el rebaño, el cordero salvado, el desierto, la oveja muerta, Dios. Y como esta última palabra era excesiva para que su espíritu pudiera ocuparse de ella, se fijó obsesivamente en un pensamiento, por qué un cordero que había sido salvado de la muerte acabó muriendo oveja, cuestión tan estúpida como cualquiera puede ver, pero que se comprenderá mejor si la traducimos así, Ninguna salvación es suficiente, cualquier condena es definitiva. El último eslabón de la cadena es éste, estar a la orilla del río Jordán, oyendo el doliente canto de una mujer que desde allí no se puede ver, oculta entre los juncos, tal vez lavando la ropa, tal vez bañándose, y Jesús quiere entender cómo esto es todo lo mismo, el cordero vivo que se transforma en oveja muerta, sus pies sangrando de la sangre de su padre y la mujer que canta, desnuda, tumbada boca arriba en el agua, los pechos duros sobresaliendo, el pubis negro soalzado en la ondulación de la brisa, no es verdad que Jesús hubiese visto, hasta hoy, una mujer desnuda, pero si un hombre, partiendo sólo de una columna de humo, puede ponerse a vaticinar lo que será estar con Dios cuando les llegue el día al uno y al otro, se comprenderá que las minucias de una mujer desnuda, suponiendo que sea apropiada la palabra, puedan ser imaginadas y creadas desde una música que se la oye cantar, incluso sin saber si las palabras nos son dirigidas.

José ya no está aquí, ha regresado a la fosa común de Séforis, de Pastor no asoma ni la punta del cayado, y Dios, que está en todas partes, como se dice, no eligió una columna de humo para mostrarse, tal vez esté en aquella agua que corre, la misma donde se baña la mujer. El cuerpo de Jesús dio una señal, se hinchó lo que tenía entre las piernas, como les sucede a todos los hombres y a todos los animales, la sangre corrió veloz a un mismo sitio hasta el punto de que se le secaron súbitamente las heridas, Señor, qué fuerte es este cuerpo, pero Jesús no fue en busca de la mujer, y sus manos rechazaron las manos de la tentación violenta de la carne, No eres nadie si no te quieres a ti mismo, no llegas a Dios si no llegas primero a tu cuerpo. No se sabe quién dijo estas palabras, pero Dios no las diría, no son cuentas de su rosario, de Pastor, sí, podrían ser, si no estuviese tan lejos de aquí, quizá, a fin de cuentas, fuesen las palabras de la canción que la mujer cantaba, en ese momento pensó qué agradable podría ser ir allí y pedirle que se las explicase, pero la voz ya no se oía, tal vez se la había llevado la corriente, o la mujer, simplemente, salió del agua patra secarse y vestirse, acallando así su cuerpo. Jesús se calzó las zapatillas empapadas y se puso en pie, haciendo que el agua saliera de entre los lados, como si apretara una esponja. Mucho se reiría la mujer, si aquí viniera, al encontrarse con estas grotescas zapatillas, pero bien podría ser que esta risa de burla no durase mucho, cuando los ojos de ella subieran por el cuerpo de Jesús, adivinando las formas que la túnica esconde, y se detuvieran a mirar los ojos de él, doloridos por causas antiguas y ahora, por una razón nueva, ansiosos. Con pocas o ninguna palabra, el cuerpo de ella volverá a desnudarse y cuando haya sucedido lo que de estos casos siempre hay que esperar, ella le quitará las sandalias con gran cuidado, curará las heridas poniendo en cada pie un beso y envolviéndolos después, como un capullo de seda, en sus propios cabellos húmedos. No viene nadie por el camino, Jesús mira alrededor, suspira, busca un rincón escondido y hacia allí se encamina, pero se detiene de súbito, ha recordado a tiempo que el Señor le quitó la vida a Onán por derramar su semen en el suelo. Es verdad que si hubiera dado Jesús otra vuelta más analítica al episodio clásico, cosa que concordaba con sus procesos mentales, tal vez no lo detuviera la implacable severidad del Señor, y esto por dos razones, siendo la primera porque no había allí cuñada con quien debiera, por ley, dar posteridad a un hermano muerto, y la segunda, acaso más fuerte que la otra, porque el Señor tiene, tal como le hizo saber en el desierto, algunas firmes aunque no reveladas ideas en cuanto a su futuro, luego no es creíble ni lógico que se olvidara de las promesas hechas, estropeándolo todo porque una mano sin gobierno hubiese osado llegar a donde no debía, sabiendo el Señor lo que son las necesidades del cuerpo, no es sólo lo trivial de comer y de beber, trivial, decimos, habiendo otros ayunos no menos costosos de soportar. Estas y otras semejantes reflexiones, que deberían ayudar a Jesús a llevar adelante el humanísimo movimiento de buscar, para cierto fin, un refugio lejos de vistas ajenas, acabaron por tener efecto contraproducente, que el pensamiento se distrajo de lo que tenía en mente, se encontró envuelto en los meandros de su propio pensar, y el resultado fue írsele la voluntad de lo que quería, de deseo ni hablemos, que, siendo pecaminoso, un simple nada le hace vacilar y retraerse.

Resignado con su propia virtud, se echó Jesús la alforja al hombro, empuñó el cayado y se lanzó al camino.

En el primer día de este viaje a lo largo de la orilla del río Jordán, el hábito de cuatro años de aislamiento llevó a Jesús a apartarse de los lugares poblados que por allía había. Pero, a medida que se aproximaba al lago de Genesaret, se fue haciendo cada vez más difícil, para él, bordear las aldeas, rodeadas como estaban de campos cultivados, no siempre cómodos de atravesar, tanto por los desvíos que se veía obligado a hacer como por la desconfianza que su aire vagabundo despertaba en los labradores.