Razón tuvo Pastor cuando le dijo, Pies que crecieron no vuelven a encoger, a Jesús le costaba trabajo entender que alguna vez sus pies hubieran podido caber en estas sandalias minúsculas. Estaba descalzo ante el desierto, como Adán cuando lo expulsaron del paraíso y, como él, vaciló antes de dar el primero y doloroso paso sobre el torturado suelo que lo llamaba. Pero luego, sin haberse preguntado por qué lo hacía, quizá sólo porque se acordó de Adán, dejó caer la alforja y el cayado y, levantándose la túnica por el orillo, se la quitó por la cabeza en un solo gesto, quedando, como Adán, desnudo.

Aquí, donde está, ya no lo ve Pastor, ningún borrego curioso lo siguió, desde el aire lo ven los pocos pájaros que por estas fronteras se atreven, y los bichos de la tierra, que son hormigas, alguna escolopendra, un escorpión que, de susto, alza el aguijón venenoso, estos no tienen memoria de hombre desnudo por estos sitios, ni saben para qué sirve. Si se lo preguntasen a Jesús, Por qué te has desnudado, tal vez respondería de una manera incomprensible para el entendimaiento de los himenópteros, miriápodos y arácnidos, Al desierto sólo es posible ir desnudo. Desnudo, decimos nosotros, pese a los espinos que desgarran la piel y erizan los pelos del pubis, desnudos pese a las aristas que cortan y las arenas que desuellan, desnudo pese al sol que quema, reverbera y deslumbra, desnudo, en fin, para buscar la oveja perdida, aquella que nos pertenece porque con nuestra marca la marcamos. El desierto se abre a los pasos de Jesús para luego cerrarse, como cortándole el camino de retirada. El silencio resuena en los oídos como un sonido de caracola, de esas caracolas que llegan muertas y vacías a la playa y se quedan allí, llenándose del vasto rumor de las olas, hasta que alguien pasa y las encuentra y, acercándolas lentamente al oído, se pone a escuchar y dice, El desierto. Los pies de Jesús están sangrando, el sol aparta a las nubes para herirlo como una espada en los hombros, los espinos le cortan la piel de las piernas como uñas ávidas, las cerdas lo azotan, Oveja, dónde estás, grita él, y las colinas se pasan la consigna, Dónde estás, dónde estás, si se dijeran sólo esto sabríamos, por fin, qué es el eco perfecto, pero el largo y remoto son de la caracola se sobrepone, murmurando, Diiiiiiooos, Diiiiiiooos, Diiiiiiooos. Entonces, como si de pronto las colinas se hubiesen detenido en su camino, Jesús salió del laberinto de los valles hasta un espacio circular liso y arenoso donde, en el centro exacto, vio a la oveja. Corrió hacia ella todo lo que le permitían sus pies heridos, pero una voz lo detuvo, Espera. Una nube de la altura de dos hombres, que era como una columna de humo girando lentamente sobre sí misma, estaba ante él, y la voz llegó de la nube. Quién me habla, preguntó Jesús estremecido, pero adivinando ya la respuesta. La voz dijo, Yo soy el Señor, y Jesús supo entonces por qué tuvo que desnudarse en el umbral del desierto. Me has traído aquí, qué quieres de mí, preguntó, Por ahora, nada, pero un día lo querré todo, qué es todo, La vida, tú eres el Señor, siempre estás llevándote de nosotros las vidas que nos das, No tengo otro remedio, no puedo dejar que el mundo se detenga, Y mi vida, para qué la quieres, Todavía no es tiempo de que lo sepas, aún tendrás que vivir mucho, pero vengo a anunciártelo, para que vayas disponiendo el espíritu y el cuerpo, porque es de ventura suprema el destino que estoy preparando para ti, Señor, Señor, no comprendo ni lo que me dices ni lo que quieres de mí, Tendrás el poder y la gloria, qué poder, qué gloria, Lo sabrás cuando llegue la hora de que te llame otra vez, Cuándo será, No tengas prisa, vive tu vida como puedas, Señor, aquí estoy, si desnudo me has traído ante ti, no tardes, dame hoy lo que tienes guardado para darme mañana, quién te ha dicho que intento darte algo, Lo prometiste, Es un cambio, nada más que un cambio, Mi vida por no sé qué pago, El poder, Y la gloria, no se me olvida, pero si no me dices qué poder y sobre qué, qué gloria, y ante quién, será como una promesa hecha demasiado pronto, Volverás a encontrarme cuando estés preparado, pero mis señales te acompañarán desde ahora, Señor, dime, Calla, no preguntes más, la hora llegará, ni antes ni después, y entonces sabrás qué quiero de ti, Oírte, Señor, es obedecer, pero tengo que hacerte una pregunta más, No me aburras, Señor, es preciso, Habla, Puedo llevarme mi oveja, Ah, era eso, Sí, era sólo eso, puedo, No, Por qué, Porque la vas a sacrificar como prenda de la alianza que acabo de establecer contigo, Esta oveja, Sí, Te sacrificaré otra, voy hasta donde está el rebaño y vuelvo en seguida, No me contraríes, quiero ésta, Pero, Señor, ésta tiene un defecto, tiene la oreja cortada, Te equivocas, la oreja está intacta, fíjate bien, Cómo es posible, Yo soy el Señor y al Señor nada es imposible, Pero ésta es mi oveja, Te engañas de nuevo, el cordero era mío y tú me lo quitaste, ahora paga la oveja aquella deuda, Sea como quieres, el mundo todo te pertenece y yo soy tu siervo, Sacrifícala o no habrá alianza, Pero, mira Señor, que estoy desnudo, no tengo cuchillo ni puñal, estas palabras las dijo Jesús lleno de esperanza de poder salvar aún la vida de la oveja, y Dios le respondió, No sería yo el Señor si no pudiera resolverte esa dificultad, ahí tienes. Apenas dichas estas palabras, apareció a los pies de Jesús un cuchillo nuevo, Rápido, empieza, tengo otras cosas que hacer, dijo Dios, no puedo quedarme aquí eternamente. Jesús empuñó el cuchillo, avanzó hacia la oveja, que había alzado la cabeza, vacilante, como si no lo reconociera, pues nunca lo había visto desnudo, y, como se sabe, el olfato de estos animales no vale gran cosa.

Estás llorando, preguntó Dios, Siempre tengo los ojos así, dijo Jesús. El cuchillo se alzó, buscó el ángulo del golpe, y cayó velozmente como el hacha de las ejecuciones o la guillotina que todavía no se ha inventado. La oveja no soltó ni un balido, sólo se oyó, Aaaah, era Dios, suspirando de satisfacción.

Jesús preguntó, Y ahora, puedo irme ya, Puedes irte, y no olvides que a partir de hoy me perteneces por la sangre, Cómo debo alejarme de ti, En principio, da igual, para mí no hay delante y detrás, pero la costumbre es retroceder haciendo reverencias, Señor, Qué pesado eres, hombre, a ver, qué te pasa ahora, El pastor del rebaño, Qué pastor, El que anda conmigo; Qué, Es un ángel o un demonio, Es alguien a quien yo conozco, Pero dime, es ángel o demonio, Ya te lo he dicho, para Dios no hay delante ni detrás, que te diviertas. La columna de humo estaba y dejó de estar, la oveja había desaparecido, sólo la sangre se percibía aún, pero procuraba esconderse en la tierra.

Cuando Jesús llegó al campamento, Pastor lo miró fijamente y preguntó, La oveja, y él respondió, He encontrado a Dios, No te he preguntado si has encontrado a Dios, te he preguntado si encontraste la oveja, La he sacrificado, Por qué, Dios estaba allí, tuve que hacerlo.

Con la punta del cayado, Pastor hizo una raya en el suelo, profunda como el surco del arado, imposible de cruzar como una cerca de fuego, luego dijo, No has aprendido nada, vete.

Cómo voy a irme, con los pies así, pensó Jesús viendo alejarse a Pastor hacia el otro lado del rebaño. Dios, que tan limpiamente había hecho desaparecer a la oveja, no lo había beneficiado, desde dentro de la nube, con la gracia de su divina saliva, para que el mortificado Jesús pudiera, con ella, untar y sanar las heridas por las que seguía manando la sangre que brillaba sobre las piedras.

Pastor no lo ayudará, lanzó aquellas palabras conminatorias y se retiró como quien espera que la sentencia se cumpla y no intenta estar presente en los preparativos de la partida, y mucho menos despedirse. Trabajosamente, arrastrándose sobre las rodillas y las manos, Jesús llegó hasta la tienda, donde, en cada parada, se ordenaban los utensilios de gobierno del rebaño, los cántaros para la leche, las tablas para la prensadura, y también las pieles de oveja y de cabra que se iban curtiendo y con las que, por trueque, adquirían las cosas que necesitaban, una túnica, un manto, alimentos más variados. Pensó Jesús que no podrían culparlo si se cobrase el salario por su mano, cortando de las pieles de oveja una especie de sandalias o coturnos para envolver los pies, empleando después para atarlas unas tiras de piel de cabra, más manejable porque tienen menos pelo. Al ajustárselas dudó si la lana debería quedar por la parte de dentro o de fuera, y decidió al fin usarla como forro, por dentro, visto el mísero estado en que tenía los pies. Lo malo será que se le pegarán las heridas a los pelos, pero, como ya ha decidido que su camino va a ser la orilla del Jordán, bastará que meta los pies calzados en el agua y poco a poco se disolverá la sangre seca. El propio peso de las botazas, que eso es lo que parecen, metidas en el agua y empapadas, ayudará a despegar suavemente los pies del lanoso guateado, sin llevarse consigo las costras benevolentes y protectoras que se están formando. Algo de sangre que arrastra la corriente es señal, por su buen color, de que las heridas aún no se habían infectado, por mucho que cueste creerlo. Jesús, en su divagante caminata hacia el norte, se tomaba largos descansos, se quedaba sentado a la orilla del río, con los pies metidos en el agua, gozando del frescor y de la medicina. Le dolía haber sido expulsado de aquella manera, después de haberse encontrado con Dios, acontecimiento inaudito en el pleno sentido de la palabra, pues, que él supiera, no había hoy un solo hombre en toda Israel que pudiera envanecerse de haber visto a Dios y sobrevivir.