María retrocedió un paso, se quedó pálida, se podía ver cómo había envenjecido, pese a tener sólo treinta años, Por qué hablas de Belén, preguntó, Porque fue allí donde encontré al pastor, mi patrón, Quién es, y antes de que el hijo tuviera tiempo de responder, dijo a los otros, Seguid, esperadme a la puerta, luego cogió a Jesús de la mano, lo condujo a la orilla del camino, Quién es, preguntó de nuevo, No lo sé, respondió Jesús, tiene nombre, Si lo tiene, no me lo ha dicho, le llamo Pastor, nada más, Cómo es, Muy alto, Dónde estabas cuando lo encontraste, En la cueva donde nací, Quién te llevó hasta allí, Una esclava llamada Zelomi que estuvo en mi nacimiento, Y él, {él, qué, Qué te dijo, Nada que tú no sepas. María se dejó caer al suelo como si una mano poderosa la hubiera empujado, Ese hombre es un demonio, Cómo lo sabes, te lo dijo él, No, la primera vez que lo vi me dijo que era un ángel, pero que no se lo dijera a nadie, Cuándo lo viste, El día en que tu padre supo que estaba embarazada de ti, apareció en nuestra puerta como un mendigo y dijo que era un ángel, Lo volviste a ver, en el camino, cuando tu padre y yo fuimos a Belén a censarnos, en la cueva donde naciste y la noche después del día en que te fuiste de casa, entró en el patio, yo pensé que serías tú, pero era él, lo vi por la rendija de la puerta arrancando el árbol que estaba al lado de la entrada, recuerdas, el árbol que nació en el sitio donde se enterró el cuenco con la tierra que brillaba, Qué cuenco, qué tierra, Nunca lo has sabido, fue el cuenco que el mendigo me dio antes de irse, una tierra que brillaba dentro del cuenco donde comió lo que le di, Si de la tierra hizo luz, sería realmente un ángel, Al principio creí que lo sería, pero también el diablo tiene sus artes. Jesús se había sentado al lado de su madre dejando libre al cordero, Sí, ya he comprendido que, cuando uno y otro están de acuerdo, no se puede distinguir a un ángel del Señor de un ángel de Satán, dijo, quédate con nosotros, no vuelvas con ese hombre, te lo pide tu madre, Le he prometido que volvería, cumpliré mi palabra, Promesas al diablo, sólo para engañarlo, ese hombre, que no es hombre, lo sé, ese ángel o ese demonio, me acompaña desde que nací y quiero saber por qué, Jesús, hijo mío, ven al Templo con tu madre y tus hermanos, lleva ese cordero al altar como es tu obligación y su destino y pídele al Señor que te libre de posesiones y de malos pensamientos, Este cordero morirá en su día, {éste es su día de morir, Madre, los corderos que de ti nacieron tendrán que morir, pero tú no querrás que mueran antes de su tiempo, Los corderos no son hombres, mucho menos si esos hombres son hijos, Cuando el Señor mandó a Abraham que matase a su hijo Isaac, no se notaba la diferencia, Soy una simple mujer, no sé responderte, sólo te pido que abandones esos malos pensamientos, Madre, los pensamientos son lo que son, sombras que pasan, no son ni buenos ni malos en sí, sólo las acciones cuentan, Alabado sea el Señor que me dio un hijo sabio, a mí, que soy una pobre ignorante, pero sigo diciéndote que esa no es ciencia de Dios, también se aprende con el Diablo, Y tú estás en su poder, Si por su poder se salva este cordero, algo se habrá ganado hoy en el mundo. María no respondió.

Volviendo de la puerta de la ciudad, Tiago se acercaba.

Entonces María se levantó, Encontré a mi hijo y volví a perderlo, dijo, y Jesús respondió, Si no lo tenías perdido, no lo has perdido ahora. Metió la mano en la alforja, sacó el dinero que había reunido, de limosnas todo, Es cuanto tengo, tantos meses para tan poco, trabajo por la comida, Mucho debes de querer a ese hokmbre que te gobierna para que con tan poco te contentes, El Señor es mi pastor, No ofendas a Dios, tú, que vives con un demonio, Quién sabe, madre, quién sabe, quizá sea un ángel servidor de otro dios que vive en otro cielo, El Señor dijo Yo soy el Señor, no tendrás a otro más que a mí, Amén, remató Jesús.

Tomó al cordero en brazos y dijo, Ahí viene Tiago, adiós, madre, y María dijo, Hasta parece que quieras más a ese cordero que a tu familia, En este momento, sí, respondió Jesús. Sofocada de dolor y de indignación, María lo dejó y corrió al encuentro del otro hijo. No se volvió nunca hacia atrás.

Por el lado de fuera de las murallas, ahora por otro camino, atravesando los campos, Jesús empezó la larga bajada hacia el valle de Ayalón. Se detuvo en una aldea, compró, con el dinero que la madre no quiso aceptar, algún alimento, pan e higos, leche para él y para el cordero, era leche de oveja, diferencias, si las había, no se notaban, al menos en este caso es posible aceptar que una madre bien valga por otra.

A quien le extrañase verlo por allí a aquellas horas, gastando dinero con un cordero que ya tendría que estar muerto, podríamos responderle que este muchacho, antes, era dueño de dos corderos, que uno de ellos fue sacrificado y está en la gloria del Señor, y que a éste lo rechazó el mismo Señor por sufrir un defecto, una oreja rasgada, Mire, Pero la oreja está entera, dijeron, Pues si lo está, yo mismo la desgarraré, diría Jesús, y, poniéndose el cordero sobre los hombros, seguiría su camino. Avistó el rebaño cuando ya la última luz de la tarde declinaba, más deprisa ahora porque el cielo se había ensombrecido con oscuras nubes bajas. Se respiraba en la atmósfera la tensión que anuncia las tormentas y, para confirmarlo, el primer relámpago desgarró los aires en el momento preciso en que el rebaño apareció ante los ojos de Jesús. No llovió, era una de aquellas tormentas que llamamos secas, que asustan más que las otras porque ante ellas nos sentimos realmente sin defensa, sin la cortina, por decirlo de alguna forma, y que nunca imaginaríamos protectora, de la lluvia y del viento, en verdad esta batalla es un enfrentamiento directo entre un cielo que se rasga y atruena y una tierra que se estremece y se crispa, impotente para responder a los golpes. A cien pasos de Jesús, una luz deslumbrante, insoportable, hendió de arriba abajo un olivo, que se incendió de inmediato, ardiendo con fuerza, como una antorcha de nafta. El choque y el estruendo de la tormenta, como si el cielo se hubiese rasgado de una vez, de horizonte a horizonte, tiraron a Jesús al suelo, sin conocimiento. Cayeron otros dos rayos, uno aquí, otro allá, como dos decisivas palabras, y después, poco a poco, los truenos empezaron a oírse más distantes, hasta perderse en un murmullo amable, una conversación de amigos entre el cielo y la tierra. El cordero, que había salido ileso de la caída, se acercó, pasado el susto, y vino a tocar con la boca la boca de Jesús, no gruñó ni olfateó, fue sólo un roce y fue, quiénes somos nosotros para dudarlo, suficiente.

Jesús abrió los ojos, vio al cordero, luego el cielo oscurísimo, como una mano negra que sofocara lo que quedaba del día. El olivo todavía estaba ardiendo. Al moverse, Jesús sintió dolores, pero se dio cuenta de que era señor de su cuerpo, si tal se puede decir de quien, con tanta facilidad, puede ser destruido y lanzado a tierra.

Con dificultad, consiguió sentarse y, más por el presentimiento del tacto que por la certificación de los ojos, comprobó que no estaba quemado ni tullido, que no tenía roto ningún miembro y que, exceptuando un zumbido fortísimo en la cabeza, que parecía un interminable sonido de chofar, estaba vivo y sano.

Cogió al cordero en brazos y yendo a buscar palabras donde no sabía que las tenía, dijo, No tengas miedo, sólo ha querido mostrarte que podría haberte matado, si quisiera, y a mí vino a decirme que no fui yo quien te salvó la vida, sino él. Un lento y último trueno se arrastró por el espacio como un suspiro, allí abajo la mancha blanquecina del rebaño era un oasis a la espera. Luchando todavía contra sus miembros entorpecidos, Jesús empezó a descender la ladera. El cordero, sólo por cautela sujeto por la cuerda, trotaba a su lado como un perrito.