Tras ellos, el olivo seguía ardiendo. Y a la luz que él proyectaba más que a la del crepúsculo que se extinguía, Jesús vio alzarse a su frente, como una aparición, la alta figura de Pastor, envuelto en aquel manto que parecía no tener fin, sosteniendo el cayado con el que podría, si lo levantase, tocar las nubes.

Dijo Pastor, Sabía que la tormenta estaba esperándote, Y yo debía saberlo, dijo Jesús, Qué cordero es ese, El dinero que tenía no bastaba para comprar el cordero de Pascua, por eso me puse a pedir a orillas del camino y vino un viejo que me dio éste que aquí ves, Y por qué no lo has sacrificado, No pude, no fui capaz. Pastor sonrió, Ahora lo entiendo mejor, te esperó, te dejó venir en paz hasta el rebaño para mostrar, ante mi vista, su fuerza. Jesús no respondió, le había dicho más o menos lo mismo al cordero, pero no quería, recién llegado, sostener una discusión más sobre las razones de Dios y de sus actos. Y ahora, este cordero, qué vas a hacer con él, Nada, lo he traído para que se quede con el rebaño, Los corderos blancos son todos iguales, mañana ya no lo reconocerás en medio de los otros, {él me conoce, Llegará el día en que empezará a olvidarte, además llegará a cansarse de ser él quien siempre te busque, el remedio sería marcarlo, darle un tajo en una oreja, por ejemplo, Pobre animalillo, No sé por qué, también tú estás marcado, te han cortado el prepucio para se sepa a quién perteneces, No es lo mismo, No debería serlo, pero lo es.

Mientras hablaban, Pastor había juntado alguna leña y se ocupaba ahora de encender una hoguera, sacando chispas con el eslabón. Dijo Jesús, Sería más fácil ir a buscar una rama de aquel olivo que está ardiendo, y Pastor respondió, Al fuego del cielo hay que dejarlo consumirse por sí mismo. El tronco del olivo era ahora una sola brasa que refulgía en la oscuridad, el viento arrancaba de él chispas, pedazos incandescentes de corteza, ramillas que volaban ardiendo y luego se apagaban. El cielo se mantenía pesado, insólitamente presente. Con lo que era en ellos habitual, hicieron Pastor y Jesús su cena, lo que llevó a Pastor a comentar, irónico, Este año no comes cordero pascual. Jesús oyó y calló, pero en el fondo no estaba contento, su problema, a partir de ahora, sería la insoluble contradicción entre comer cordero y no matar a los corderos. Bueno, qué hacemos, preguntó Pastor, y continuó, Marcamos o no marcamos al cordero, No soy capaz, dijo Jesús, Dámelo, yo me encargo de eso. Con un movimiento rápido y firme del cuchillo, Pastor seccionó la punta de una de las orejas, luego, sosteniendo el trocito cortado, preguntó, Qué quieres que haga con esto, lo entierro, lo tiro, y Jesús, sin pensarlo, respondió, Dámelo, y lo dejó caer en el fuego. Como hicieron con tu prepucio, dijo Pastor. De la oreja del cordero goteaba una sangre lenta, pálida, que en poco tiempo se estancaría. De las llamas, con el humo, se expandía el olor embriagador de tierna carne quemada. Así, al cabo del largo día, después de pasadas tantas horas en demostraciones pueriles y presuntuosas de un querer contrario, el Señor recibía, al fin, lo que le era debido, quién sabe si gracias a aquel majestuoso y atronador aviso de truenos y centellas que, por la vía irresistible de las casualidades profundas, habría encontrado camino para hacerse obedecer por los renitentes pastores. Cayó la última gota de sangre del cordero y la tierra la embebió, porque no estaría bien, de tan disputado sacrificio, perder lo más precioso.

Ahora bien, fue éste, precisamente, el animal, transformado ya por el tiempo en una oveja vulgarísima, sólo diferente de las otras en que le faltaba la punta de una oreja, el que, pasados unos tres años, vino a perderse en unos agrestes parajes al sur de Jericó, lindando con el desierto. En un tan grande rebaño, una oveja más o menos parece que da igual, pero este ganado, si todavía es necesario que lo recordemos, no es como los otros, tampoco los pastores se parecen a los que conocemos de vista o de oídas, por lo que no es de extrañar que Pastor, mirando desde una elevación del terreno, descubriera la falta de una cabeza de ganado sin que, para ello, hubiera tenido que contarlas todas. Llamó a Jesús y le dijo, Tu oveja no está en el rebaño, búscala, y como Jesús, en respuesta, no preguntó, Y cómo sabes tú que es la mía, tampoco lo preguntaremos nosotros. Lo que sí importa es ver cómo va a orientarse Jesús, entregado ahora a su poca ciencia de los lugares y a la falible intuición de los caminos por donde antes nadie había pasado en esta completa redondez del horizonte. Procedentes ellos de la parte fértil de Jericó, donde no quisieron entretenerse por estimar más la tranquilidad de un vagabundeo continuo que el fácil trato de las gentes, lo más probable sería que se perdiera la persona, o la oveja, sobre todo si adrede lo habían hecho, en sitios donde la fatiga de buscar alimento, por excesivo, no fuese agravante de la buscada soledad. Según esta lógica, estaba claro que la oveja de Jesús, disimulando, como quien no quiere la cosa, se había quedado atrás y debía de estar ahora retozando en los verdes de las márgenes frescas del Jordán, a la vista de Jericó, para mayor seguridad. No obstante, la lógica no lo es todo en la vida, y no es raro que justamente lo previsible, que lo es por ser el remate más plausible de una secuencia, o porque simplemente había sido anunciado antes, no es raro, decíamos, que lo previsible, guiado por razones que sólo son suyas, acabe escogiendo, para revelarse, una conclusión que podríamos llamar aberrante, tanto al lugar, como a la circunstancia. Si es éste el caso, entonces deberá nuestro Jesús buscar su extraviada oveja, no en aquellos lozanos prados de la retaguardia, sino en la árida y requemada sequedad del desierto que tiene ante él, de nada sirve aquí la fácil objeción de que la oveja no habría decidido perderse para ir a morirse de hambre y de sed, primero, porque nadie sabe lo que pasa realmente en el cerebro de una oveja, segundo, considerando la ya referida imprevisibilidad a que lo previsible recurre algunas veces. Al desierto irá Jesús, hacia allí se encamina ya, sin que a Pastor le haya sorprendido la resolución, antes bien, callado, la aprobó, con un lento y solemne movimiento de cabeza que, extraña idea, podía ser tomado también como un gesto de despedida.

Este desierto no es una de aquellas amplias, largas y conocidas extensiones de arena que el mismo nombre usan. Este desierto es más bien un mar de secas y duras colinas arenosas, encabalgadas unas en las otras, formando un laberinto inextricable de valles, en el fondo de los cuales apenas sobreviven unas raras plantas que parecen hechas sólo de espinos y cerdas, con las que tal vez pudieran atreverse las sólidas encías de una cabra, pero que, al primer contacto, desgarrarían los labios sensibles de una oveja. Este desierto es más amedrentador que los formados sólo de lisas arenas y de aquellas dunas inestables que mudan constantemente de forma y de hechura, en este desierto cada colina oculta y anuncia la amenaza que nos espera en la colina siguiente, y, cuando a ésta llegamos, temblando, sentimos de inmediato que la amenaza, la misma, pasó para detrás de nuestras espaldas.

Aquí, el grito que demos no responderá, por el eco, a la voz que lo gritó, lo que oiremos, sí, en respuesta, son las propias colinas gritando, o lo desconocido, lo no sabido, que en ellas se obstina en esconderse. He aquí, pues, que provisto sólo de su cayado y de su alforja, Jesús entró en el desierto.

Pocos pasos más allá, apenas acababa de cruzar los límites del mundo, notó, de súbito, que las viejas sandalias que fueron de su padre se deshacían bajo sus pies. Mucho habían durado, pese a todo, por la virtud remendera de las piezas asiduamente recosidas, a veces in extremis, pero ahora las artes de zapatero remendón de Jesús ya no podían auxiliar a sandalias que tantos y tantos caminos habían andado y tanto sudor amasado en polvo. Como si obedecieran a una orden, se desengarzaban los últimos hilos, se soltaban, flojas, las tiras, se partían sin remedio los atadijos, en menos tiempo del que lleva contarlo, quedaron descalzos los pies de Jesús sobre los restos de las sandalias. Recordó el muchacho, le llamamos así por hábito adquirido, que a los dieciocho años, siendo judío, más es hombre hecho y derecho que mocito adolescente, recordó Jesús sus antiguas sandalias guardadas durante todo este tiempo en la alforja como reliquia sentimental del pasado y, movido por una vana esperanza, intentó ponérselas.