Continuó descendiendo, cada vez más lentamente. Y cuando por fin se disponía a quedarse entre dos piedras, vio la entrada negra de una caverna, lo bastante alta como para que todo él pudiese entrar, hombre y caballo. Ayudándose con los brazos, asentando levemente los cascos heridos por las piedras durísimas, se introdujo en la gruta. No era muy honda, ninguna caverna se prolongaba por la montaña adentro, pero había espacio suficiente para moverse en ella a voluntad. El hombre apoyó los antebrazos en la pared rocosa y dejó caer la cabeza sobre ellos. Respiraba hondo, procurando resistir, no acompañar el jadeo ansioso del caballo. El sudor le escurría por la cara. Después el caballo dobló las patas de delante y se dejó caer en el suelo cubierto de arena. Echado, o semierguido como era costumbre, el hombre no podía ver nada del valle. La boca de la gruta se abría apenas hacia el cielo azul. En cualquier punto, allá en el fondo, goteaba agua, a largos intervalos regulares, produciendo un eco de cisterna. Una paz profunda llenaba la gruta. Extendiendo un brazo hacia atrás, el hombre pasó la mano sobre el pelo del caballo, su propia piel transformada o piel que en sí mismo se había transformado. El caballo se estremeció de satisfacción, todos sus músculos se distendieron y el sueño ocupó el gran cuerpo. El hombre dejó caer la mano, que se escurrió y fue a reposar en la arena seca.

El sol, bajando por el cielo, empezó a iluminar la gruta. El centauro no soñó con Heracles ni con los dioses sentados en círculo. Tampoco se repitió la gran visión de las montañas vueltas hacia el mar, las islas espumeantes, la infinita extensión líquida y sonora. Apenas una pared oscura, o apenas sin color, opaca, que no se puede traspasar. Mientras tanto el sol entró hasta el fondo de la caverna, hizo cintilar todos los cristales de la piedra, transformó cada gota de agua en una perla roja que se desprendía del techo, pero antes se hinchaba hasta lo inverosímil, y después caía tres metros de fuego vivo para hundirse en un pequeño pozo ya oscuro. El centauro dormía. El azul del cielo fue desmayando, se inundó el espacio de mil colores de forja, y el atardecer arrastró despacio la noche como un cuerpo cansado que a su vez iba a dormirse. La gruta, las tinieblas, se habían vuelto inmensas, y las gotas de agua caían como piedras redondas en el borde de una campana. Era ya noche oscura y la luna nació.

El hombre se despertó. Sentía la angustia de no haber soñado. Por primera vez en millares de años no había soñado. ¿Le había abandonado el sueño en la hora en que había regresado a la tierra donde había nacido? ¿Por qué? ¿Qué presagio? ¿Qué oráculo sería? El caballo, más lejos, dormía aún, pero ya inquietamente. De vez en cuando agitaba las patas traseras, como si galopase en sueños, no suyos, que no tenía cerebro, o solamente prestado, sino de la voluntad que los músculos eran. Echando mano de una piedra saliente, ayudándose con ella, el hombre levantó el tronco y, como si estuviese en estado de sonambulismo, el caballo le siguió, sin esfuerzo, con un movimiento fluido en el que parecía no haber peso. Y el centauro salió a la noche.

Toda la luz de luna del espacio se extendía sobre el valle. Tanta era que no podía ser sólo el de la simple, pequeña luna de la tierra, Selene silenciosa y fantasmal, sino la de todas las lunas levantadas en la infinita sucesión de las noches en las cuales otros soles y tierras sin esos ni otro nombre alguno ruedan y brillan. El centauro respiró hondo por las narices del hombre: el aire era suave, como si pasase por el filtro de una piel humana, y había en él el perfume de la tierra que había sido mojada y ahora se estaba secando despacio, entre el laberíntico abrazo de las raíces que sujetan al mundo. Bajó hacia el valle por un camino fácil, casi remansado, jugando armoniosamente con sus cuatro miembros de caballo, oscilando sus dos brazos de hombre, paso a paso, sin que ninguna piedra rodase, sin que una arista viva abriese otro rasguño en la piel. Y fue así como llegó al valle, como si el viaje formase parte del sueño que no había tenido mientras dormía. Delante había un río largo. Del otro lado, un poco hacia la izquierda, estaba la población mayor, aquella que estaba en el camino del sur. El centauro avanzó a descubierto, seguido por la sombra singular que no tenía par en el mundo. Trotó ligeramente por los campos cultivados, pero escogiendo los atajos para no pisar las plantas. Entre la franja de cultivo y el río había árboles dispersos y señales de ganado. El caballo, sintiendo el olor, se agitó, pero el centauro siguió hacia delante, hacia el río. Entró cautelosamente en el agua, tanteando con los cascos. La profundidad fue aumentando hasta llegar al pecho de hombre. En medio del río, bajo la luz de la luna que era otro río corriendo, quien mirase vería a un hombre atravesando el vado, con los brazos erguidos, brazos, hombros y cabeza de hombre, cabellos en vez de crines. Por el interior del agua caminaba un caballo. Los peces, despertados por la luz de la luna, nadaban en torno de él y le mordisqueaban las patas.

Todo el tronco del hombre salió del agua, después apareció el caballo y el centauro subió a la orilla. Pasó por debajo de unos árboles y en el umbral de la planicie se detuvo para orientarse. Se acordó de cómo lo habían perseguido del otro lado de la montaña, se acordó de los perros y de los tiros, de los hombres gritando, y tuvo miedo. Habría preferido ahora que la noche fuese oscura, habría preferido caminar bajo una tempestad, como la del día anterior, que hiciese recogerse a los perros y apartase a las personas hacia sus casas. El hombre pensó que toda la gente por aquellos alrededores ya debía saber de la existencia del centauro, que sin duda la noticia había pasado por encima de la frontera. Comprendió que no podía atravesar el campo en línea recta, a plena luz. Al paso, empezó a seguir la orilla del río, bajo la protección de la sombra de los árboles. Tal vez más adelante el terreno le fuese más favorable, donde el valle se estrechaba y acababa encajado entre dos altas colinas. Continuaba pensando en el mar, en las columnas blancas, cerraba los ojos y volvía a ver el rastro que Zeus había dejado al alejarse hacia el sur.

Súbitamente oyó un murmullo de agua. Se detuvo, escuchando. El rumor se repetía, disminuía, volvía. Sobre el suelo cubierto de hierba rastrera los pasos del caballo sonaban tan apagados que no se distinguían entre la múltiple y templada crepitación de la noche y de la luz de la luna. El hombre apartó las ramas y miró hacia el río. En la orilla había ropas. Alguien tomaba un baño. Empujó más las ramas. Y vio a una mujer. Salía del agua, completamente desvestida, brillaba bajo la luz de la luna, blanca. Muchas otras veces el centauro había visto mujeres, pero nunca así, en este río, con esta luna. Otras veces había visto senos oscilando, temblor de muslos al andar, el punto de oscuridad en el centro del cuerpo. Otras veces había visto cabellos cayendo sobre la espalda, y manos que los lanzaban hacia atrás, gesto tan antiguo. Pero la parte que le tocaba del mundo en el que las mujeres vivían era sólo la que satisfaría el caballo, tal vez el centauro, no el hombre. Y fue el hombre quien miró, quien vio a la mujer aproximarse a la ropa, fue él quien irrumpió entre las ramas, corrió hacia ella con su trote de caballo y después, al mismo tiempo que ella gritaba, la levantó en brazos.

También había hecho eso algunas veces, tan pocas, en millares de años. Acto inútil, apenas asustador, acto que podría haber dejado detrás de sí la locura, si eso mismo no llegó a suceder. Pero ésta era su tierra y la primera mujer que en ella veía. El centauro corrió a lo largo de los árboles y el hombre sabía que más adelante depositaría a la mujer en el suelo, frustrado él, empavorecida ella, mujer entera, hombre por la mitad. Ahora un camino largo casi tocaba los árboles y delante el río formaba una curva. La mujer ya no gritaba, apenas sollozaba y temblaba. Y fue entonces cuando se oyeron otros gritos. Al tomar la curva, el centauro fue a dar con una pequeña aglomeración de casas bajas que los árboles escondían. Había gente en el pequeño espacio de delante. El hombre apretó a la mujer contra el pecho. Sentía sus senos duros, el pubis en el lugar en el que su cuerpo de hombre se recogía y se tornaba pectoral de caballo. Algunas personas huyeron, otras se tiraron al suelo y otras entraron en las casas y salieron con escopetas. El caballo se levantó sobre las patas traseras, se encabritó hacia las alturas. La mujer, asustada, gritó una vez más. Alguien disparó un tiro al aire. El hombre comprendió que la mujer lo protegía. Entonces el centauro viró hacia campo abierto, huyendo de los árboles que podrían entorpecerle los movimientos, y, siempre con la mujer sujeta, contorneó las casas y se lanzó a galope a campo traviesa, en dirección a las dos colinas. Detrás de sí oía gritos. Quizá pensasen en perseguirlo a caballo, pero ningún caballo podía competir con un centauro, como había sido demostrado durante miles de años de fuga constante. El hombre miró hacia atrás: los perseguidores venían lejos, muy lejos. Entonces, sujetando a la mujer por debajo de los brazos, mirándola todo el cuerpo, con toda la luz de la luna desnudándola, dijo en su vieja lengua, en la lengua de los bosques, de los panales de miel, de las columnas blancas, del mar sonoro, de la risa sobre las montañas: