Sobre la tierra había unos bultos blancos, cuerpos completamente desnudos. Se acordó de lo que había oído por la mañana en el quiosco: «Ni los anillos tenían.» Se aproximó. Tal como esperaba, conocía a todos los muertos: eran algunos vecinos de su mismo edificio. Habían preferido no salir de casa y ahora estaban muertos. Desnudos. El funcionario puso la mano sobre el pecho de una mujer: aún estaba tibio. La desaparición se había producido, probablemente, cuando él había llegado a la calle. En silencio, o tan sólo entre crujidos y estallidos, como los había oído por todas partes mientras había estado en casa. Si no se hubiese detenido a oír al sargento, si no se hubiese quedado después conversando, quizá allí hubiese un cuerpo más, el suyo. Miró de frente, hacia el espacio que el edificio había dejado, y vio moverse otro edificio más allá, disminuir de altura rápidamente, como una hoja de papel oscuro recortado, que un fuego invisible desde el cielo fuese royendo o carcomiendo. En menos de un minuto el edificio desapareció. Y como más allá había un espacio mayor, se formó una especie de corredor todo derecho en dirección este. «Incluso sin prismáticos», murmuró el funcionario, temblando de miedo y odio, «lo he de ver».

La ciudad era muy grande. Durante el resto de la noche el funcionario caminó hacia el este. No había peligro de perderse. Hacia aquel lado el cielo clareaba muy despacio. Y a las siete, ya amanecido, empezaría el bombardeo. El funcionario se sentía abrumado por la fatiga, pero feliz. Cerraba con fuerza el puño izquierdo, gozaba de antemano el castigo terrible que iba a caer sobre la cuarta parte de la estructura material de la ciudad. Sobre las cosas que allí había, sobre los oumis. Reparó en que centenas, millares de personas caminaban en la misma dirección. Todos habían tenido la misma buena idea. A las cinco ya había llegado a campo abierto. Mirando hacia atrás veía la ciudad, con su recorte irregular, algunos edificios que parecían más altos sólo porque habían desaparecido los que los flanqueaban, exactamente como un perfil de ruinas, aunque en rigor no hubiese ruinas, pero sí ausencias. Vueltas hacia la ciudad, decenas de piezas de artillería formaban un semicírculo. Aún no había aviones en el aire. Llegarían exactamente a las siete, no necesitaban llegar antes. A trescientos metros de las piezas de artillería, una fila de soldados impedía que las personas se aproximasen. El funcionario se vio metido entre la multitud. Le inundó el despecho. Se había cansado para llegar hasta allí, no tenía casa a la cual pudiese regresar cuando el bombardeo acabase y no conseguiría ver el espectáculo, tener el desquite, la venganza, el gozo. Miró en torno. Había personas encima de cajones. Una buena idea que él no había tenido. Pero, por detrás, tal vez a un kilómetro, había una línea de colinas con árboles. Lo que perdería en distancia lo ganaría en altura. Le pareció una idea a seguir.

Atravesó la multitud, cada vez más rala en aquella dirección, y todo el espacio abierto que lo separaba de las colinas. Apenas unas pocas personas se dirigían también hacia allí. Y hacia la colina que estaba frente a él, nadie. El cielo tenía un color gris, casi blanco, pero el sol aún no había nacido. El terreno subía poco a poco. Abajo la multitud era cada vez mayor. Entre la artillería y el límite de la ciudad se instalaba ahora una fila de ametralladoras pesadas. Ay de los oumis que fuesen hacia ese lado. El funcionario sonrió: el castigo sería ejemplar. Lamentó no estar en el ejército. Le gustaría sentir en el pulso, incluso en su mano herida, qué importaba eso, el vibrar del arma causado por los disparos, el temblor de todo el cuerpo, que no sería entonces de miedo, sino de furor y alegría justiciera. La sensación física de todo eso fue tan intensa que tuvo que detenerse. Pensó en volver atrás, para estar más cerca. Pero comprendió que nunca podría estar tan cerca como desearía, que en medio de la multitud poco acabaría por ver, y continuó su camino. Se aproximaba ya a los árboles. Por allí no había nadie. Se sentó en el suelo, con la espalda vuelta hacia unos arbustos cuyas flores le rozaban los hombros. De los sectores laterales de la ciudad continuaban afluyendo ríos de gente. Nadie había querido perderse el espectáculo. ¿Cuántos ciudadanos habría allí? Centenas de millares. Tal vez la ciudad entera. El campo era sólo una mancha negra que se extendía rápidamente, que empezaba ahora a transbordar en dirección a las colinas. El funcionario temblaba de nerviosismo. Iría a ser, por fin, una gran victoria. Debía de faltar ya poco para las siete. ¿Dónde estaría su reloj? Se encogió de hombros: tendría un reloj todavía mejor, más perfecto, construido con materiales más cualificados. Vista desde allí, la ciudad era irreconocible. Pero todo sería rehecho a su tiempo. Primero el castigo.

Fue en ese instante cuando oyó voces detrás de sí. Una voz de hombre y una voz de mujer. No conseguía entender lo que decían. Quizá una pareja de enamorados a los que la proximidad del bombardeo había excitado sexualmente. Pero las voces eran tranquilas. Y, de súbito, nítidamente, el hombre dijo:

– Esperamos un poco más.

Y la mujer:

– Hasta el último momento.

El funcionario sintió que los cabellos se le erizaban. Los oumis. Miró ansioso hacia la planicie. Vio que las personas continuaban aproximándose como hormigueros negros y quiso conquistar aquella gloria, la precedencia C. Rodeó silenciosamente el macizo de arbustos, después se agachó, casi a rastras por detrás de un grupo de árboles muy juntos. Esperó un poco y finalmente se levantó, despacio, y observó. El hombre y la mujer estaban desnudos. Había visto esa noche otros cuerpos así, pero éstos estaban vivos. Rehusaba aceptar lo que tenía ante los ojos, deseaba que fuesen ya las siete, que el bombardeo empezase. Por entre las ramas veía gente de la ciudad que se aproximaba rápidamente. Tal vez estuviesen ya al alcance de la voz. Gritó:

– ¡Venid! ¡Aquí hay oumis!

El hombre y la mujer se volvieron de un salto y corrieron hacia él. Nadie más le había oído y no hubo tiempo para una segunda llamada. Sintió las manos del hombre en torno al cuello, y las manos de la mujer sobre la boca, apretando. Y antes todavía tuvo tiempo de ver (como ya sabía) que las manos que lo iban a matar no tenían ninguna letra, eran lisas, sin nada más que la pureza natural de la piel.

El hombre y la mujer desnudos arrastraron el cuerpo hacia el interior del bosque. Otros hombres y otras mujeres, también desnudos, aparecieron y rodearon el cadáver. Cuando se apartaron, el cuerpo continuaba extendido en el suelo, también completamente desnudo. Ni siquiera los anillos, si los había tenido. Ni siquiera la venda. De la herida en el dorso de la mano corrió un poco de sangre, que en seguida se estancó y empezó a secarse.

Entre el bosque y la ciudad no había ya espacio libre, toda la población había ido a asistir a la gran acción militar de represalia. A lo lejos se oía un zumbido: los aviones se aproximaban. Los relojes que aún funcionaban iban a dar las siete, o a marcarlas silenciosamente en la esfera. El oficial que comandaba la artillería sostenía el micrófono para dar la orden de fuego. Centenas de millares de personas, un millón, casi no respiraban de ansiedad. Pero ningún tiro llegó a ser disparado. En el preciso instante en el que el oficial iba a gritar: «¡Fuego!», el micrófono le huyó de las manos. Inexplicablemente los aviones hicieron una curva cerrada y volvieron atrás. Esta fue apenas la primera señal. Un silencio absoluto se extendió sobre la planicie. Y de repente la ciudad desapareció. En su lugar, hasta perderse de vista, surgió otra multitud de mujeres y hombres, desnudos, salidos de lo que había sido la ciudad. Desaparecieron las piezas de artillería y todas las demás armas, y los militares se quedaron desnudos, rodeados por los hombres y por las mujeres que antes habían sido ropas y armas. En el centro, la inmensa mancha oscura de la población de la ciudad. Pero también ésta, en el instante sucesivo, se metamorfoseó y multiplicó. La planicie se volvió súbitamente clara cuando el sol nació.