Fue en algún lugar, si se consiente esta tautología. Fue en algún lugar donde el coleóptero, perteneciese al género Hilotrupes o Anobium u otro (ningún entomólogo realizó peritaje ni identificación), se introdujo en aquella o en cualquier otra parte de la silla, desde la cual viajó después, royendo, comiendo y evacuando, abriendo galerías a lo largo de las venas más suaves, hasta el lugar ideal de fractura, cuántos años después, no se sabe, habiendo sido sin embargo discreto, considerada la brevedad de la vida de los coleópteros, pues muchas habrán sido las generaciones que se alimentaron de esta caoba hasta el glorioso día, noble pueblo, nación valiente. Meditemos un poco en esta obra pacientísima, esta nueva pirámide de Queops, si éstas son formas de escribir egipcio en español, que los coleópteros edificaron sin que de ella se pudiera ver nada desde fuera, pero abriendo túneles que de cualquier manera irían a parar a una cámara mortuoria. No es forzoso que los faraones sean depositados en el interior de montañas de piedra, en un lugar misterioso y negro, con ramales que primero se abren sobre pozos y perdiciones, allá donde dejarán los huesos, y la carne mientras no haya sido comida, los arqueólogos imprudentes y escépticos que se ríen de las maldiciones, en aquel caso se suele decir egiptólogos, en este caso se deberá decir lusólogos o portugalólogos, cuando les llega su hora. Todavía sobre estas diferencias de lugar en el que se hace la pirámide y ese otro donde va a instalarse o es instalado el faraón, apliquemos el cuento y digamos, de acuerdo con las sabias y prudentes voces de nuestros antepasados, que en un sitio se pone el ramo y en otro se vende el vino. No nos extrañemos, por lo tanto, de que esta pirámide, llamada silla, rehúse una y otra vez su destino funerario y, por el contrario, todo el tiempo de su caída venga a ser una forma de despedida, constantemente vuelta al principio, no por pesarle en modo alguno la ausencia, que más tarde será hacia lejanas tierras, sino para la cabal demostración y compenetración de lo que sea despedida, pues es bien sabido que las despedidas son siempre demasiado rápidas para merecer realmente ese nombre. No hay en ellas ni tiempo ni lugar para el disgusto diez veces destilado hasta la pura esencia, todo es algarabía y precipitación, lágrima que venía y no tuvo tiempo de mostrarse, expresión que bien querría ser de profunda tristeza o melancolía, como otrora se usó, y finalmente queda en gesto o en mueca, que es evidentemente peor. Cayendo así la silla, sin duda cae, pero el tiempo de caer es todo el que queramos y, mientras miramos este inclinarse que nada detendrá y que ninguno de nosotros irá a detener, ahora ya sabido irremediable, podemos volverlo atrás como el Guadiana, no por medroso, sino por gozoso, que es el modo celestial de gozar, también sin la menor duda merecido. Aprendamos, si es posible, con Santa Teresa de Ávila y el diccionario, que este gozo es aquella sobrenatural alegría que en el alma de los justos produce la gracia. Mientras vemos la silla caer sería imposible que no estuviéramos nosotros recibiendo esa gracia, pues, espectadores de la caída, no hacemos nada ni lo vamos a hacer para detenerla y asistimos juntos. Con lo cual queda probada la existencia del alma, por la demostrativa vía de un efecto que, está dicho, precisamente no podríamos experimentar sin ella. Vuelva pues la silla a su vertical y empiece otra vez a caer mientras volvemos al asunto.

He aquí al Anobium, que éste es el nombre elegido, por algo de noble que hay en él, un vengador semejante que viene del horizonte de la pradera, montado en su caballo Malacara, y se toma todo el tiempo necesario para llegar, hasta que pasen los créditos por entero y se sepa, si es que ninguno de nosotros ha visto las carteleras en el vestíbulo de la entrada, que es quien a fin de cuentas realiza esto. He aquí al Anobium, ahora en primer plano, con su cara de coleóptero a la vez carcomida por el viento de lejos y por los grandes soles que todos nosotros sabemos asolan las galerías abiertas en la pata de la silla que acaba ahora mismo de partirse, gracias a lo cual dicha silla empieza por tercera vez a caerse. Este Anobium, ya ha sido dicho de manera más ligada a las banalidades de la genética y la reproducción, tuvo predecesores en la obra de venganza: se llamaron Fred, Tom Mix, Buck Jones, pero éstos son los nombres que quedaron para siempre jamás registrados en la historia épica del FarWest y que no deben hacernos olvidar a los coleópteros anónimos, aquellos que tuvieron una tarea menos gloriosa, ridícula incluso, como la de haber empezado a atravesar el desierto y muerto en él, o ir pasito a paso por el camino del pantano y ahí resbalar y quedar sucio y maloliente, que es una vejación, castigado con las carcajadas del patio de butacas y los palcos. Ninguno de éstos pudo llegar al ajuste de cuentas final, cuando el tren pitó tres veces y las pistoleras fueron engrasadas por dentro para salir las armas sin tardanza, ya con los índices enganchados en el gatillo y los pulgares dispuestos a tirar del percutor.

Ninguno de ellos tuvo el premio esperándole en los labios de Mary, ni la complicidad del caballo Rayo que viene por detrás y empuja al cowboy tímido por la espalda entre los brazos de la chica, que no espera otra cosa. Todas las pirámides tienen piedras por debajo, los monumentos también. El Anobium vencedor es el último eslabón de la cadena de anónimos que le precedió, en cualquier caso no menos felices, pues vivieron, trabajaron y murieron, cada cosa en su momento, y este Anobium, que sabemos que cierra el ciclo, morirá en el acto de fecundar, como el zángano. El principio de la muerte.

Maravillosa música que nadie oyó durante meses y años, sin descanso, ninguna pausa, de día y de noche, a la hora espléndida y asustadora del nacer del sol y en esa otra ocasión de maravilla que es el adiós luz, hasta mañana, este roer constante, continuo, como un infinito organillo de una sola nota, moliendo, triturando fibra a fibra, y todo el mundo distraído entrando y saliendo, ocupado en sus cosas, sin saber que de ahí saldrá, repetimos, en una hora señalada, con las pistolas en ristre, el Anobium, apuntando al enemigo, a la diana, y acertando o acentrando, que es precisamente acertar en el centro, o pasa a serlo desde ahora, porque alguien tenía que ser el primero. Maravillosa música finalmente compuesta y tocada por generaciones de coleópteros, para su gozo y nuestro beneficio, como fue el sino de la familia Bach, tanto antes como después de Juan Sebastián. Música no escuchada, y si la hubiese escuchado qué habría hecho, por aquél que sentado en la silla con ella cae y forma en la garganta, por susto o sorpresa, este sonido articulado que tal vez no venga a ser grito, aullido, mucho menos palabra. Música que va a callarse, que se ha callado ahora mismo: Buck Jones ve al enemigo cayendo inexorablemente al suelo, bajo la gran y ofuscante luz del sol tejano, guarda en las pistoleras los revólveres y se quita el gran sombrero de alas anchas para enjugar la frente y porque Mary se aproxima corriendo, vestida de blanco, ahora que el peligro ya ha pasado.

Supondría, sin embargo, alguna exageración afirmar que todo el destino de los hombres se encuentra inscrito en el aparato bucal roedor de los coleópteros. Si fuese así, nos habríamos ido todos a vivir a casas de cristal y hierro, por lo tanto al abrigo del Anobium, pero no al abrigo de todo porque, al final, por alguna razón existe, y para otra también, ese misterioso mal al que damos nosotros, cancerosos en potencia, el nombre de cáncer del cristal, y esa tan vulgar herrumbre que, vaya cualquiera a descubrir estos otros misterios, no ataca al ébano pero deshace literalmente lo que sea sólo hierro. Nosotros, hombres, somos frágiles, pero, en verdad, tenemos que ayudar a nuestra propia muerte. Es quizá una cuestión de honor nuestro: no quedarnos así, inermes, entregados; dar de nosotros cualquier cosa, o, si no, ¿para qué serviría estar en el mundo? La cuchilla de la guillotina corta, pero ¿quién pone el cuello? El condenado. Las balas de los fusiles perforan, pero ¿quién da el pecho? El fusilado. La muerte tiene esta peculiar belleza de ser tan clara como una demostración matemática, tan simple como unir con una línea dos puntos, siempre que ésta no exceda el largo de la regla. Tom Mix dispara sus dos revólveres, pero aun así es necesario que la pólvora comprimida en los cartuchos tenga poder suficiente y sea en cantidad suficiente para que el plomo venza la distancia en su trayectoria ligeramente curva (nada tiene que hacer aquí la regla) y, habiendo cumplido las exigencias de la balística, perfore primero a buena altura el chaleco de paño, después la camisa quizá de franela, a continuación la camiseta de lana que en invierno calienta y en verano absorbe el sudor, y finalmente la piel, suave y elástica, que primero se recoge suponiendo, si la piel supone, si no supura apenas, que la fuerza de los proyectiles se quebrará allí, y caerán por lo tanto las balas por tierra, en el polvo del camino, a salvo el criminal hasta el próximo episodio. No fue sin embargo así. Buck Jones ya tiene a Mary en los brazos y la palabra Fin le nace de la boca y llena la pantalla. Sería el momento para que se levantaran los espectadores, despacio, salieran por el pasillo hasta la luz cruda que llega desde la puerta, porque habían ido a la matinée, esforzándose para regresar a esta realidad sin aventura, un poco tristes, un poco animosos, y tan mal apuntados a la vida que en la carrera del tiro espera, que hay incluso quien se queda sentado para la segunda sesión: érase una vez.