Está cerca. La zanja por donde sigue es apenas un accidente, lleva a cualquier sitio, es obra de hombres y camino para llegar a los hombres. Sin embargo, apunta en dirección al sur y es eso lo que cuenta. Avanzará por allí hasta donde le sea posible, incluso siendo de día, incluso con el sol cubriendo toda la planicie y denunciando todo, hombre y caballo. Una vez más había vencido a Heracles en el sueño, delante de todos los dioses inmortales, pero, acabado el combate, Zeus se había retirado hacia el sur y fue después cuando desfilaron las montañas y desde el punto más alto de ellas, donde había unas columnas blancas, se veían las islas y la espuma a su alrededor. Está cerca la frontera y Zeus se alejó hacia el sur.

Caminando a lo largo de la zanja estrecha y honda, el hombre puede ver el campo a un lado y a otro. Las tierras parecen ahora abandonadas. Ya no sabe dónde quedó la población que había visto a la hora del amanecer. El gran espinazo rocoso ha crecido de altura o está tal vez más próximo. Las patas del caballo se hunden en el suelo blando que poco a poco va subiendo. Todo el tronco del hombre está ya fuera de la zanja, los árboles se vuelven más espaciados y, de súbito, cuando el campo ha quedado todo abierto, la zanja acaba. El caballo vence con un simple movimiento el último declive y el centauro aparece entero en la claridad del día. El sol está a mano derecha y golpea con fuerza en la cicatriz, que, herida, escuece. El hombre mira hacia atrás, según su costumbre. La atmósfera es sofocante y húmeda. No es por demás que el mar esté tan cerca. Esta humedad promete lluvia y este brusco soplo de viento también. Al norte se juntan nubes.

El hombre duda. Hace muchos años que no osa caminar al descubierto, sin la protección de la noche. Pero hoy se siente tan excitado como el caballo. Avanza por el terreno cubierto de matorrales del que se desprenden olores fuertes de flores silvestres. La planicie ha terminado y ahora el suelo se levanta en corcovas y limita el horizonte o lo ensancha cada vez más, porque las elevaciones ya son colinas y más allá se levanta una cortina de montañas. Empiezan a surgir arbustos y el centauro se siente más protegido. Tiene sed, mucha sed, pero allí no hay señal de agua. El hombre mira hacia atrás y ve que la mitad del cielo está ya cubierto de nubes. El sol ilumina el borde nítido de un gran nimbo ceniciento que avanza.

En ese momento es cuando se oye ladrar a un perro. El caballo se estremece de nerviosismo. El centauro se lanza a galope entre dos colinas, pero el hombre no pierde el sentido: seguir en dirección al sur. El ladrar está más cerca y se oye también un tintinear de campanillas y después una voz hablando al ganado. El centauro se detuvo para orientarse, sin embargo los ecos le engañaron y, de súbito, en un terreno bajo y húmedo inesperado, se le apareció un rebaño de cabras y al frente de éste un gran perro. El centauro se quedó inmóvil. Algunas de las cicatrices que le rayaban el cuerpo las debía a los perros. El pastor dio un grito despavorido y huyó como un loco. Llamaba a grandes gritos: debía de haber una población allí cerca. El hombre dominó al caballo y avanzó. Arrancó una rama fuerte de un arbusto para apartar al perro que se estrangulaba ladrando de furia y miedo. Pero fue la furia la que prevaleció: el perro contorneó rápidamente unas piedras e intentó coger al centauro de lado, por el vientre. El hombre quiso mirar hacia atrás, ver de dónde venía el peligro, pero el caballo se anticipó y, girando veloz sobre las patas delanteras, soltó una violenta coz que alcanzó al perro en el aire. El animal fue a golpearse contra las piedras, muerto. No era la primera vez que el centauro se defendía de esa manera, pero todas las veces el hombre se sentía humillado. En su propio cuerpo latía la resaca de la vibración general de los músculos, la ola de energía que lo inflamaba, oía el golpear sordo de los cascos, pero estaba de espaldas a la batalla, no era parte de ella, espectador cuando mucho.

El sol se había escondido. El calor desapareció súbitamente del aire y la humedad se volvió palpable. El centauro corrió entre las colinas, siempre hacia el sur. Al atravesar un pequeño regato vio terrenos cultivados y cuando procuraba orientarse tropezó con un muro. Hacia un lado había algunas casas. Fue entonces cuando se oyó un tiro. Sintió el cuerpo del caballo crisparse como bajo las picaduras de un enjambre. Había gente que gritaba y después dispararon otro tiro. A la izquierda estallaron ramas desgajadas, pero ningún trozo de plomo le alcanzó esta vez. Reculó para ganar impulso y de un envite saltó el muro. Pasó sobre él, volando, hombre y caballo, centauro, cuatro patas extendidas o dobladas, dos brazos abiertos hacia el cielo todavía azul en la lejanía. Sonaron más tiros y después fue el tropel de los hombres que lo perseguían por los campos, dando gritos, y el ladrar de los perros.

Tenía el cuerpo cubierto de espuma y de sudor. Hubo un momento en el que se detuvo para buscar el camino. El campo alrededor se volvió también expectante, como si estuviese con el oído a la escucha. Y entonces cayeron las primeras y pesadas gotas de lluvia. Pero la persecución continuaba. Los perros seguían un rastro para ellos extraño, pero de mortal enemigo: una mezcla de hombre y de caballo, unas patas asesinas. El centauro corrió, corrió más, corrió mucho, hasta que notó que los gritos se habían vuelto diferentes y el ladrar de los perros era ya de frustración. Miró hacia atrás. A una buena distancia vio a los hombres detenidos, oyó sus amenazas. Y los perros que habían avanzado volvían hacia sus amos. Pero nadie se adelantaba. El centauro había vivido tiempo suficiente como para saber que esto era una frontera, un límite. Los hombres, sujetando a los perros, no osaban dispararle: apenas hubo una detonación, pero tan lejos que no oyó siquiera caer el plomo. Estaba a salvo, bajo la lluvia que se abatía torrencialmente y abría regueros rápidos entre las piedras, sobre esa tierra en la que había nacido. Continuó caminando hacia el sur. El agua le empapaba el pelo blanco, lavaba la espuma, la sangre y el sudor y toda la suciedad acumulada. Regresaba muy viejo, cubierto de cicatrices, pero inmaculado.

De repente la lluvia cesó. Al momento siguiente el cielo quedó entero barrido de nubes y el sol cayó de lleno sobre la tierra mojada, donde, ardiendo, hizo levantar nubes de vapor. El centauro caminaba al paso, como si viajase sobre una nieve imponderable y tibia. No sabía dónde estaba el mar, pero allí era la montaña. Se sentía fuerte. Había matado la sed con agua de lluvia, levantando el rostro hacia el cielo, con la boca abierta, bebiendo a largos tragos, con el torrente deslizándole por el cuello, por el tronco abajo, lustralmente. Y ahora bajaba hacia el lado sur de la montaña, despacio, rodeando los enormes pedruscos que se amontonaban y apuntalaban unos a los otros. El hombre apoyaba las manos en las peñas más altas, sintiendo debajo de los dedos los musgos suaves, los líquenes ásperos, o la rugosidad extremada de la piedra. Abajo había, de punta a punta, un valle que a aquella distancia parecía estrecho, engañadoramente. A lo largo de él, a grandes intervalos, veía tres poblaciones, en medio la mayor, y el sur más allá de ella. Cortando el valle en línea recta tendría que pasar cerca de la población. ¿Pasaría? Se acordaba de la persecución, de los gritos, de los tiros, de los otros hombres del lado de allá de la frontera. Del incomprensible odio. Esta tierra era la suya, pero ¿quiénes eran los hombres que en ella vivían? El centauro continuaba descendiendo. El día aún estaba lejos de acabar. El caballo, exhausto, apoyaba los cascos con cuidado y el hombre pensó que le convendría descansar antes de aventurarse a la travesía del valle. Y, siempre pensando, decidió que esperaría a la noche, que antes dormiría en cualquier refugio que encontrase para ganar las fuerzas necesarias para la larga caminata que le restaba hacer hasta el mar.