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–Ése es justo el problema –decía Pati–. Que quinientos kilos son demasiados. Por eso hemos venido a verlo a usted primero.

–¿De quién fue la idea? –Yasikov no parecía halagado–. A mí la primera opción. Sí.

Pati miró a Teresa.

–De ella. Le da más vueltas a todo –apuntó una sonrisa nerviosa entre dos nuevas chupadas al cigarrillo–... Es mejor que yo calculando riesgos y probabilidades.

Teresa sentía los ojos del ruso estudiarla con mucho detenimiento. Se está preguntando qué nos une, decidió. La cárcel, la amistad, el negocio. Si me van los hombres o si ella me come algo.

–Todavía no sé qué hace –dijo Yasikov, preguntándole a Pati sin apartar los ojos de Teresa–. En esto. Su amiga.

–Es mi socia.

Ah. Es bueno tener socios –Yasikov prestaba de nuevo atención a Pati–. También sería bueno conversar. Sí. Riesgos y probabilidades. Ustedes podrían no tener tiempo de desaparecer en busca de otro comprador –hizo la pausa oportuna– ...Tiempo de desaparecer voluntariamente. Creo.

Teresa observó que las manos de Pati volvían a temblar. Y ojalá pudiera, pensó, levantarme en este momento y decir quihubo, don Oleg, ahí nos vemos. Nos pasó el tercer straik. Quédese la carga y olvide esta chingadera.

–Quizá deberíamos...– empezó a decir.

Yasikov la observó, casi sorprendido. Pero Pati ya estaba insistiéndole al ganga: usted no ganaría nada. Eso decía. Nada, sólo la vida de dos mujeres. Perdería mucho a cambio. Y lo cierto era, decidió Teresa, que, aparte el temblor de las manos que se transmitía a las espirales de humo del cigarrillo, la Teniente lo estaba encarando con mucho cuajo. Pese a todo, al error de estar allí y lo demás, Pati no se rajaba fácilmente. Pero las dos andaban muertas. Casi estuvo a punto de decirlo en voz alta. Estamos muertas, Teniente. Apaga y vámonos.

–La vida tarda en perderse –filosofó el ruso; aunque, al seguir hablando, Teresa comprendió que no filosofaba en absoluto–. Creo que en el proceso intermedio se terminan contando cosas... No me gusta pagar dos veces. No. Puedo gratis. Sí. Recuperarlo.

Miraba el paquete de cocaína que tenía sobre la mesa, entre las manazas inmóviles. Pati aplastó, torpe, el cigarrillo en el cenicero que estaba a un palmo de esas manos. Hasta ahí llegaste, pensó Teresa desolada, pudiendo oler su pánico. Hasta el pinche cenicero. Entonces, sin pensarlo, escuchó otra vez su propia voz:

–Puede que lo recuperase gratis –dijo–. Pero nunca se sabe. Es un riesgo, y una molestia... Usted se privaría de un beneficio seguro.

Los ojos ribeteados de amarillo se clavaron en ella con interés.

–¿Su nombre? –Teresa Mendoza. –¿Colombiana? –De México.

Estuvo a punto de añadir Culiacán, Sinaloa, que en aquellas transas, supuso, era aval como para saltarse la barda; pero no lo hizo. Por bocón moría el pez. Yasikov seguía observándola fijamente.

–Privarme. Dice. Convénzame de eso. Convénceme de la utilidad de que sigáis vivas, decían los subtítulos. Pati se había echado contra el respaldo de su butaca, igual que un gallo exhausto reculando en un palenque. Tienes razón, Mejicana. Me sangra la pechuga y a ti te toca. Sácanos de aquí. A Teresa se le pegaba la lengua al paladar. Un vaso de agua. Daría cualquier cosa por haber pedido un vaso de agua.

–Con el kilo a doce mil dólares –planteó–, la media tonelada debe de costar, en origen, unos seis millones de dólares... ¿Correcto?

–Correcto Yasikov la miraba inexpresivo. Cauto. –No sé cuánto les llevan los intermediarios, pero en la Unión Americana el kilo saldría a veinte mil. –Treinta mil para nosotros. Este año. Aquí Yasikov seguía sin mover un músculo de la cara–. Más que a sus vecinos. Sí. Yankis.

Teresa hizo un cálculo rápido. Mascaba ese nopalito. A ella –para su propia e íntima sorpresa– no le temblaban las manos. No en ese momento. En tal caso, expuso, y a los precios actuales, media tonelada puesta en Europa salía por quince millones de dólares. Eso era mucho más de lo que, según le había dicho Pati, pagaron Yasikov y sus socios cuatro años atrás por la carga original. Que fueron, y corríjame, cinco millones al contado y uno en... Bueno. ¿Cómo prefería llamarlo el señor?

–Material técnico –respondió Yasikov, divertido–. De segunda mano.

Seis millones en total, concluyó Teresa, entre una cosa y otra. Material técnico incluido. Pero lo que importaba, siguió explicando, era que la media tonelada de ahora, la que ofrecían ellas, le iba a costar sólo otros seis. Un pago de tres contra la entrega del primer tercio, otros tres como pago del segundo tercio, y el resto una vez confirmado el segundo desembolso. En realidad se limitaban a vendérsela a precio de coste.

Vio que el ruso reflexionaba sobre aquello. Pero ni modo, pensó. Todavía estás crudo, cabrón. No ves el beneficio, y para ti seguimos siendo dos muertas de hambre.

–Ustedes quieren –Yasikov negaba con la cabeza, lentamente– hacernos pagar dos veces. Sí. Esa media tonelada. Seis y seis.

Teresa se inclinó hacia adelante, apoyando los dedos en la mesa. Y a mí por qué no me tiemblan, se preguntó. Por qué no me tintinean las siete pulseritas como a una serpiente de cascabel, si estoy a punto de ponerme de pie y echar a correr.

A pesar de eso –también le sorprendía lo serena que sonaba su voz–, seguiría quedándole un margen de tres millones de dólares sobre una carga que daba por perdida, y que me late amortizó ya de alguna otra forma... Pero además esos quinientos kilos de cocaína valen, si echamos cuentas, sesenta y cinco millones de dólares una vez cortados y listos para distribuir al por menor en su país, o en donde quiera... Deduciendo los gastos viejos y los nuevos, a su gente le quedarán cincuenta y tres millones de dólares de beneficio. Cincuenta, si usted deduce los tres de margen para amortizar transporte, retrasos y otras molestias. Y tendrán abastecido su mercado para una temporada.

Calló, atenta a los ojos de Yasikov, tensos los músculos de la espalda y contraído el estómago hasta el dolor, a causa del miedo. Pero había sido capaz de plantearlo en el tono más seco y neto posible, como si en vez de poner su vida y la de Pati sobre la mesa estuviera proponiendo una rutinaria operación comercial sin consecuencias. El ganga estudiaba a Teresa, y ésta sentía también fijos en ella los ojos de Pati; mas por nada del mundo habría devuelto esa segunda mirada. No me mires, rogaba mentalmente a su compañera. Ni parpadees siquiera, carnalita, o la regamos. Sigue existiendo la posibilidad de que este bato quiera ganar seis millones de dólares más. Porque él sabe, como yo lo sé, que siempre se habla. Cuando te sacan la sopa siempre se habla. Y éstos vaya si la sacan.

–Me temo... –empezó a decir Yasikov.

Hasta aquí llegamos, adelantó Teresa para sí. Bastaba mirarle la cara al ruso y entender que ni madres. La conciencia de eso le llegó como un rayo. Hemos sido chavitas ingenuas: Pati es una irresponsable, y yo otra. El miedo se le enroscaba en las tripas. Lo veo requetecabrón. –Hay algo más –improvisó–. Hachís. –¿Qué pasa con el hachís?

–Conozco esa chamba. Y ustedes no tienen hachís. Yasikov parecía un poco desconcertado. –Claro que tenemos.

Teresa movió la cabeza, negando con aplomo. Mientras Pati no abra la boca y nos reviente, rogó. En su interior el camino se ordenaba con extraña claridad. Una puerta abierta de pronto, y aquella mujer silenciosa, la otra que a veces se parecía a ella, observándola desde el umbral.

–Hace año y medio –opuso– poquiteaban aquí y allá, y dudo que ahora sea diferente. Estoy segura de que siguen en manos de proveedores marroquíes, transportistas gibraltareños e intermediarios españoles... Como todo el mundo.

El ganga levantó la mano izquierda, la de la alianza, para tocarse la cara. Dispongo de treinta segundos para convencerlo, pensó Teresa, antes de ponernos en pie, salir de aquí y echar a correr para que nos atrapen dentro de un par de días. Y no mames. Tendría muy poca gracia pelarse de los de Sinaloa y llegar así de lejos para que termine dándome picarrón un pinche ruso.