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–Te juro, Teresa, que no tuve nada que ver. –¿Con qué?

–Ya sabes. Con nada.

Teresa inclinó un poco la cabeza –seguía sentada en la escalera–, considerando la cuestión. Ella, en efecto, lo sabía muy bien. Por eso estaba allí, en vez de haber hecho que un amigo de un amigo enviase a otro amigo, como en los casos del guardia civil y del hombre de confianza. Hacía tiempo que Oleg Yasikov y ella se prestaban pequeños favores, hoy por ti, mañana por mí, y el ruso tenía gente especializada en pintorescas habilidades. Drogadictos y chaperos anónimos incluidos.

–Necesito tus servicios, Eddie. Las gafas resbalaron de nuevo. –¿Mis servicios?

–Papeles, bancos, sociedades. Todo eso.

Luego Teresa se lo explicó. Y cuando lo hacía –facilísimo, Eddie, sólo unas cuantas sociedades y cuentas bancarias, y tú dando la cara– pensó que la vida da muchas vueltas, y que el propio Santiago se habría reído mucho con todo aquello. También pensaba en sí misma mientras hablaba, como si fuera capaz de desdoblarse en dos mujeres: una práctica, que estaba contándole a Eddie Álvarez el motivo de su visita –y también el motivo de que siguiera vivo–, y otra que lo consideraba todo con singular ausencia de pasión, desde fuera o desde lejos, a través de la mirada extraña que sorprendía fija en sí misma, y que no sentía rencor, ni deseos de venganza. La misma que encargó pasar factura a Velasco y a Cañabota, no por ajustar cuentas, sino –como habría dicho y en realidad dijo luego Eddie Álvarez– por sentido de la simetría. Las cosas debían ser lo que eran, las cuentas estar cuadradas y los armarios en orden. Y Pati O'Farrell estaba equivocada: a los hombres no siempre se les impresiona con vestidos de Yves Saint–Laurent.

Tendrás que matar, había dicho Oleg Yasikov. Tarde o temprano. Se lo comentó un día que paseaban por la playa de Marbella, bajo el paseo marítimo, delante de un restaurante de su propiedad llamado Zarevich –en el fondo Yasikov era un nostálgico–, cerca del chiringuito donde Teresa había estado trabajando al salir de prisión. No al principio, claro. Eso dijo el ruso. Ni con tus propias manos. Niet de niet. Salvo que seas muy apasionada o muy estúpida. No si te quedas fuera, limitándote a mirar. Pero tendrás que hacerlo si vas a la esencia de las cosas. Si eres consecuente y tienes suerte y duras. Decisiones. Poco a poco. Te adentrarás en un terreno oscuro. Sí. Yasikov decía todo eso con la cabeza baja y las manos en los bolsillos, mirando la arena ante sus zapatos caros –Pací los habría aprobado, supuso Teresa–; y junto a su metro noventa de estatura y los anchos hombros que se marcaban bajo una camisa de seda menos sobria que los zapatos, Teresa parecía más pequeña y frágil de lo que era, el vestido corto sobre las piernas morenas y los pies descalzos, el viento agitándole el pelo en la cara, atenta a las palabras del otro. Tomar tus decisiones, decía Yasikov con sus pausas y sus palabras puestas una detrás de la otra. Aciertos. Errores. El trabajo incluirá tarde o temprano quitar la vida. Si eres lista, hacer que la quiten. En este negocio, Tesa –siempre la llamaba Tesa, incapaz de pronunciar su nombre completo–, no es posible estar bien con todos. No.

Los amigos son buenos hasta que se vuelven malos. Entonces hay que actuar rápido. Pero existe un problema. Descubrir el momento exacto. Cuándo dejan de ser amigos.

–Hay algo necesario. Sí. En este negocio –Yasikov se indicaba los ojos con los dedos índice y corazón–. Mirar a un hombre y saber en seguida dos cosas. Primera, por cuánto se va a vender. Segunda, cuándo lo tienes que matar.

A principios de aquel año Eddie Álvarez se les quedó pequeño. Transer Naga y sus sociedades pantalla –domiciliadas en el despacho que el abogado tenía en Line Wall Road– iban demasiado bien, y las necesidades desbordaban la infraestructura creada por el gibraltareño. Cuatro Phantom con base en Marina Sheppard y dos con la cobertura de embarcación deportiva en Estepona, mantenimiento de material y pago a pilotos y colaboradores –esto último incluía a medía docena de policías y guardias civiles– no eran demasiadas complicaciones; pero la clientela se ampliaba, afluía el dinero, los pagos internacionales eran frecuentes, y Teresa comprendió que era preciso aplicar mecanismos de inversión y lavado más complejos. Necesitaban un especialista para discurrir por lo,; recovecos legales con el máximo beneficio y el mínimo riesgo. Y tengo al hombre, dijo Pati. Tú lo conoces.

Lo conocía de vista. La primera reunión formal tuvo lugar en un discreto apartamento de Sotogrande. Acudieron Teresa, Pati, Eddie Álvarez, y también Teo Aljarafe: treinta y cinco años, español, experto en derecho fiscal e ingeniería financiera. Teresa lo recordó en seguida cuando tres días antes Pati se lo presentó en el bar del hotel Coral Beach. Se había fijado en él durante la fiesta de los O'Farrell en el cortijo de Jerez: delgado, alto, moreno. El cabello negro, abundante, peinado hacia atrás y un poco largo en la nuca, enmarcaba una cara huesuda y una nariz grande y aguileña. Muy clásico de aspecto, decidió Teresa. Como una imaginaba siempre a los españoles antes de conocerlos: flacos y elegantes, con ese aire de hidalgos que luego casi nunca tenían. Ni eran. Ahora conversaban los cuatro en torno a una mesa de madera de secuoya, con cafetera de porcelana antigua y tazas del mismo juego, y bebidas en un carrito junto al ventanal que daba a la terraza y permitía ver una espléndida panorámica que incluía el puerto deportivo, el mar y una buena porción de costa hasta las playas lejanas de La Línea y la mole gris de Gibraltar. Se trataba de un pequeño apartamento sin teléfono ni vecinos al que se llegaba en ascensor desde el garaje, adquirido por Pati a nombre de Transer Naga –se lo había comprado a su propia familia–, y habilitado como lugar de reuniones: buena iluminación, un cuadro moderno y caro en la pared, pizarra de dibujo con rotuladores delebles rojos, negros y azules. Dos veces por semana, y en todo caso la víspera de cada reunión prevista, un técnico en seguridad electrónica recomendado por Oleg Yasikov revisaba el lugar en busca de escuchas clandestinas.

–La parte práctica está resuelta –decía Teo–. Justificar ingresos y nivel de vida: bares, discotecas, restaurantes, lavanderías. Lo que hace Yasikov, lo que hace tanta gente y lo que haremos nosotros. Nadie controla el número de copas o de paellas que sirves. Así que es hora de abrir una línea seria que vaya por ahí. Inversiones y sociedades interconectadas o independientes que justifiquen hasta la gasolina del coche. Muchas facturas. Muchos papeles. La Agencia Tributaria no incordiará si pagamos los impuestos adecuados y todo está en regla en territorio español, salvo que haya actuaciones judiciales en curso.

–El viejo principio –apuntó Pati–: donde vives, ya sabes.

Fumaba y fumaba, elegante, distraída, inclinando la cabeza rubia y rapada, mirándolos a todos con el despego aparente de quien se encuentra sólo de paso. Aquello parecía antojársele una aventura divertida. Una más.

–Exacto –confirmó Teo–. Y si tengo carta blanca, yo me encargo de diseñar la estructura y presentárosla hecha, integrando lo que ya tenéis. Entre Málaga y Gibraltar hay sitio y oportunidades de sobra. Y el resto es fácil: una vez cargado el vehículo con todos los bienes en varias sociedades, crearemos otra sociedad holding para el reparto de dividendos y que vosotras sigáis siendo insolventes. Fácil.

Tenía la chaqueta colgada en el respaldo de la silla, el nudo de la corbata ajustado e impecable, y las mangas de la camisa blanca desabrochadas y vueltas sobre las muñecas. Hablaba despacio, claro, con una voz grave que a Teresa le agradaba escuchar. Competente y listo, había resumido Pati: una buena familia jerezana, un matrimonio con una niña de dinero, dos hijas pequeñas. Viaja mucho a Londres y a Nueva York y a Panamá y sitios así. Asesor fiscal de empresas de alto nivel. Mi difunto ex imbécil tenía algún asunto con él, pero Teo siempre fue mucho más inteligente. Asesora, cobra y se queda atrás, en discreto tercer plano. Un mercenario de lujo, para que me entiendas. Y no se pringa nunca, que yo sepa. Lo conozco desde niña. También me lo follé una vez, cuando jovencitos. No fue gran cosa en la cama. Rápido. Egoísta. Pero en aquella época tampoco yo era gran cosa.