–Lo de la media tonelada es cierto –confirmó Juárez–. Nieve de buena calidad, con muy poco corte. Trajinada por la mafia rusa, que por esa época empezaba a instalarse en la Costa del Sol y a mantener sus primeros contactos con los narcos de Sudamérica. Aquélla había sido la primera operación de importancia, y su fracaso bloqueó la conexión colombiana con Rusia durante algún tiempo... Todos daban por perdida la media tonelada, y los sudacas se carcajeaban de los ruskis por haberse cargado éstos al novio de la O'Farrelly a los dos socios sin hacerlos hablar primero... No monto más negocios con aficionados, cuentan que dijo Pablo Escobar al enterarse de los detalles. Y resulta que, de pronto, la Mejicana y la otra se sacaron los quinientos kilos de la manga.
–¿Cómo se hicieron con la cocaína?
–Eso no lo sé. Nadie lo supo de verdad. Lo cierto es que apareció en el mercado ruso, o más bien empezó a aparecer. Y fue Oleg Yasikov quien la llevó allí.
Yo tenía aquel nombre entre mis notas: Oleg Yasikov, nacido en Solntsevo, un barrio más bien mafiosa de Moscú. Servicio militar con el todavía ejército soviético en Afganistán. Discotecas, hoteles y restaurantes en la Costa del Sol. Y Nino Juárez me completó el cuadro. Yasikov había recalado en la costa malagueña a finales de los ochenta, treintañero, políglota, despierto, recién bajado de un vuelo de Aeroflot y con treinta y cinco millones de dólares para gastar. Empezó comprando una discoteca de Marbella a la que llamó Jadranka y puso pronto de moda, y un par de años más tarde dirigía ya una sólida infraestructura de blanqueo de dinero, basada en la hostelería y los negocios inmobiliarios, terrenos cerca de la costa y apartamentos. Una segunda línea de negocios, creada a partir de la discoteca, consistía en fuertes inversiones en la industria nocturna marbellí, con bares, restaurantes y locales para la prostitución de lujo a base de mujeres eslavas traídas directamente de Europa oriental. Todo limpio, o casi: blanqueo discreto y poco llamar la atención. Pero el DOCS había confirmado sus vínculos con la Babushka: una potente organización de Solntsevo formada por antiguos policías y veteranos de Afganistán, especializados en extorsión, tráfico de vehículos robados, contrabando y trata de blancas, muy interesados también en ampliar sus actividades al narcotráfico. El grupo tenía ya una conexión en el norte de Europa: una ruta marítima que enlazaba Buenaventura con San Petersburgo, vía Goteborg, en Suecia, y Kutka, en Finlandia. Y a Yasikov le encomendaron, entre otras cosas, explorar una ruta alternativa en el Mediterráneo oriental: un enlace independiente de las mafias francesas e italianas que los rusos habían utilizado hasta entonces como intermediarios. Ése era el contexto. Los primeros contactos con los narcos colombianos –cártel de Medellín– consistieron en intercambios simples de cocaína por armas, con poco dinero de por medio: partidas de Kalashnikov y lanzagranadas RPG procedentes de los depósitos militares rusos. Pero la cosa no cuajaba. La droga perdida era uno entre varios tropiezos que tenían incómodo a Yasikov y a sus socios moscovitas. Y de pronto, cuando ya ni siquiera pensaban en ella, aquellos quinientos kilos cayeron del cielo.
–Me contaron que la Mejicana y la otra fueron a negociar con Yasikov –explicó Juárez–. En persona, con una bolsita de muestra... Por lo visto, el ruso se lo tomó primero a cona y luego muy mal. Entonces la O'Farrell le echó cara al asunto, diciéndole que ella había pagado ya, que los tiros que le pegaron cuando lo del novio ponían a cero el contador. Que jugaban limpio y pedían una compensación. –¿Por qué no distribuyeron ellas la droga al por menor?
–Era demasiado para principiantes. Y no le habría gustado nada a Yasikov.
–¿Tan fácil era identificar la procedencia? –Claro –con movimientos expertos de cuchillo y tenedor, el ex policía terminaba de asar sus tajadas de solomillo en el plato de barro–. Era vox populi de quién había sido novia la O'Farrell.
–Hábleme del novio.
El novio, contó Juárez sonriendo despectivo mientras cortaba, masticaba y volvía a cortar, se llamaba Jaime Arenas: Jimmy para los amigos. Sevillano de buena familia. Pura mierda, con perdón de la mesa. Muy metido en Marbella y con negocios familiares en Sudamérica. Era ambicioso y también se creía demasiado listo. Cuando aquella cocaína estuvo a mano, se le ocurrió jugársela al tovarich. Con Pablo Escobar no se habría atrevido; pero los rusos no tenían la fama que tienen ahora. Parecían tontos o algo así. De modo que escondió la nieve para negociar un aumento en su comisión, pese a que Yasikov ya había pagado a tocateja, esta vez con mas dinero que armas, la parte de los colombianos. Jimmy empezó a dar largas, hasta que al tovarich se le acabó la paciencia. Y se le acabó tanto que se lo llevó a él y a un par de socios por delante.
–Nunca fueron muy finos los ruskis Juárez chasqueaba la lengua, crítico–. Y siguen sin serlo.
–¿Cómo se relacionaron esos dos?
Mi interlocutor levantó el tenedor apuntándome con el, como si aprobara que le hiciera esa pregunta. En aquella época, explicó, los gangsters rusos tenían un problema grave. Como ahora, pero más. Y es que cantaban La Traviata. Se les distinguía de lejos: grandes, rudos, rubios, con esas manazas y esos coches y esas putas aparatosas que llevan siempre con ellos. Encima solían andar fatal de idiomas. En cuanto ponían un pie en Miami o en cualquier aeropuerto americano, la DEA y todas las policías se les pegaban como lapas. Por eso necesitaban intermediarios. Jimmy Arenas hizo buen papel al principio; había empezado consiguiéndoles alcohol jerezano de contrabando para el norte de Europa. También tenía buenos contactos sudacas y camelleaba por las discotecas de moda de Marbella, Fuengirola y Torremolinos. Pero los rusos querían sus propias redes: import–export. La Babushka, los amigos de Yasikov en Moscú, ya conseguía nieve al por menor utilizando las líneas de Aeroflot de Montevideo, Lima y Bahía, menos vigiladas que las de Río o La Habana. Al aeropuerto de Cheremetievo llegaban entonces cantidades no superiores al medio kilo en correos individuales; pero el embudo era demasiado estrecho. El muro de Berlín acababa de caer, la Unión Soviética se desmoronaba, y la coca estaba de moda en la nueva Rusia de dinero fácil y pelotazo golfo que asomaba la oreja.
–Ya ve que no se equivocaron en las previsiones –concluyó Juárez–... Para que se haga idea de la demanda, un gramo puesto en una discoteca de San Petersburgo o de Moscú vale ahora un treinta o cuarenta por ciento más que en los Estados Unidos.
El ex policía masticó el último bocado de carne, ayudándose con un largo trago de vino. Imagínese, prosiguió, al camarada Yasikov estrujándose la cabeza en busca de la manera de volver a enhebrar la aguja a lo grande. Y en ésas aparece media tonelada que no exige montar toda una operación desde Colombia, sino que está allí mismo, sin riesgos, a punto de caramelo.
–En cuanto a la Mejicana y la O'Farrell, ya le he dicho que tampoco se las arreglaban solas... No tenían medios para despachar quinientos kilos, y al primer gramo puesto en circulación les habríamos caído todos encima: ruskis, Guardia Civil, mi propia gente... Fueron lo bastante listas para darse cuenta. Cualquier idiota habría empezado a trapichear un poco por aquí, otro poco por allá; y antes de que los picos o los míos les echáramos el guante terminarían en el maletero de un coche. Erreipé.
–¿Y cómo sabían que no iba a ser así?... ¿Que el ruso cumpliría su parte del trato?
No podían saberlo, aclaró el ex policía. Así que decidieron jugársela. Y a Yasikov le cayeron en gracia. Sobre todo Teresa Mendoza, que supo aprovechar el contacto para proponer variantes del negocio. ¿Sabía yo lo de aquel gallego que había sido novio suyo?... ¿Sí?... Pues eso. La Mejicana tenía experiencia. Y resultó que también tenía lo que hay que tener.