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–Unos huevos Juárez abarcaba con las manos la circunferencia del plato– así de grandes. Y oiga. Lo mismo que hay tías que tienen una calculadora entre las piernas, clic, clic, y le sacan partido, ella tenía esa calculadora aquí –se golpeaba con un índice la sien–. En la cabeza. Y es que, en cuestión de mujeres, a veces oyes canto de sirena y te sale loba de mar.

El mismo Saturnino G. Juárez tenía que saberlo mejor que muchos. Recordé en silencio su cuenta bancaria en Gibraltar, aireada en la prensa durante el juicio. Por aquella época, Juárez tenía un poco más de pelo y sólo llevaba bigote; lo lucía en mi foto favorita, donde posaba entre dos colegas de uniforme en la puerta de un juzgado de Madrid. Y allí estaba ahora, al módico precio de cinco meses de cárcel y la expulsión del Cuerpo Nacional de Policía: pidiéndole al camarero un coñac y un habano para hacer la digestión. Pocas pruebas, mala instrucción judicial, abogados eficaces. Me pregunté cuántos le debían favores, incluida Teresa Mendoza.

–En fin –concluyó Juárez–. Que Yasikov hizo el trato. Además, estaban en la Costa del Sol para invertir, y la Mejicana le pareció una inversión interesante. De manera que cumplió como un caballero... Y ése fue el comienzo de una hermosa amistad.

Oleg Yasikov miraba el paquete que tenía sobre la mesa: polvo blanco en un doble envoltorio hermético de plástico transparente y sellado con cinta adhesiva ancha y gruesa, intacto el precinto. Mil gramos justos, envasados al vacío, tal y como fueron envueltos en los laboratorios clandestinos de la jungla amazónica del Yari.

Admito –dijo– que tienen ustedes mucha sangre fría. Sí.

Hablaba bien el español, pensó Teresa. Despacio, con muchas pausas, como si colocara cada palabra cuidadosamente detrás de la otra. El acento era muy suave y en nada se parecía a los rusos malvados, terroristas y traficantes que salían en las películas farfullando yo matiar eniemigo amiericano. Tampoco tenía aspecto de mafioso, ni de gangster: la piel era clara, los ojos grandes, también claros e infantiles, con una curiosa mezcla de azul y amarillo en los iris, y el pelo pajizo lo llevaba bien corto, a la manera de un soldado. Vestía pantalón de algodón caqui y camisa azul marino, vuelta en los puños sobre unos antebrazos fuertes, rubios y velludos, con un Rolex de submarinista en la muñeca izquierda. Las manos que descansaban a cada lado del paquete, sin tocarlo, eran grandes como el resto de su cuerpo, con una alianza matrimonial de oro grueso. Parecía sano, fuerte y limpio. Pati O'Farrellhabía dicho que también, y sobre todo, era peligroso.

A ver si comprendo. Proponen devolver un cargamento que me pertenece. Ustedes. Si vuelvo a pagar de nuevo. ¿Cómo se dice en español? –reflexionó un momento en busca de la palabra, casi divertido–... ¿Extorsión?... ¿Abuso?

–Eso –respondió Pati– es llevar las cosas demasiado lejos.

Lo habían discutido Teresa y ella durante horas, del derecho y del revés, desde las cuevas de los Marrajos hasta sólo una hora antes de acudir a la cita. Cada pro y cada contra fue considerado muchas veces; Teresa no estaba convencida de que los argumentos resultaran tan eficaces como su compañera sostenía; pero ya era tarde para volverse atrás. Pati –maquillaje discreto para la ocasión, vestida caro, desenvuelta, en plan dama segura de lo suyo– empezó a explicarlo por segunda vez, aunque era evidente que Yasikov comprendió a la primera, apenas pusieron el kilo empaquetado sobre la mesa; después de que, con una disculpa que sonó neutra, el ruso ordenara a dos guardaespaldas que las cacheasen por si llevaban micrófonos ocultos. La tecnología, dijo encogiendo los hombros. Luego que los guaruras cerraron la puerta, y tras preguntar si deseaban beber algo –ninguna pidió nada, aunque Teresa sentía la boca seca– se sentó detrás de la mesa, listo para escuchar. Todo estaba ordenado y limpio: ni un papel a la vista, ni una carpeta. Sólo paredes del mismo color crema que la moqueta, con cuadros que parecían caros, 0 que debían serlo, un icono ruso grande y con mucha plata, un fax en un rincón, un teléfono de varias líneas y otro celular sobre la mesa. Un cenicero. Un Dupont enorme, de oro. Todos los sillones eran de cuero blanco. Por los grandes ventanales del despacho, último piso de un lujoso edificio de apartamentos del barrio de Santa Margarita, se veía la curva de la costa y la línea de espuma en la playa hasta los espigones, los mástiles de los yates atracados y las casas blancas de Puerto Banús.

–Díganme una cosa –Yasikov interrumpió de pronto a Pati–. ¿Cómo lo hicieron?... Ir hasta el sitio donde estaba escondido. Traer esto sin llamar la atención. Sí. Han corrido peligro. Creo. Siguen corriéndolo.

–Eso no importa –dijo Pati.

El ganga sonrió. Anímate, decía aquella sonrisa. Cuenta la verdad. No pasa nada. Era la suya una sonrisa de las que hacen confiar, pensaba Teresa mirándolo. O desconfiar de tanto que te confías.

–Claro que importa –opuso Yasikov–. Busqué este producto. Sí. No lo encontré. Cometí un error. Con Jimmy. No sabía que usted sabía... Las cosas serían diferentes, ¿verdad? Cómo pasa el tiempo. Espero que esté repuesta. Del incidente.

–Estoy repuestísima, gracias.

Algo debo agradecerle. Sí. Mis abogados dijeron que en las investigaciones no mencionó mi nombre. No.

Pati torció la boca, sarcástica. En el escote de su vestido se apreciaba la cicatriz de salida sobre la piel bronceada. Munición blindada, había dicho. Por eso sigo viva.

Yo estaba en el hospital –dijo–. Con agujeros. –Quiero decir luego –la mirada del ruso era casi inocente–. Interrogatorios y juicio. Eso.

–Ya ve que tenía mis motivos. Yasikov reflexionó sobre tales motivos.

–Sí. Comprendo –concluyó–. Pero me ahorró molestias con su silencio. La policía creyó que sabía poco. Yo creí que no sabía nada. Ha sido paciente. Sí. Casi cuatro años... Tuvo que ser una motivación, ¿verdad? Dentro. Pati tomó otro cigarrillo, que el ruso, aunque tenía el Dupont de un palmo de largo sobre la mesa, no hizo ademán de encenderle pese a que ella tardó en encontrar su propio mechero en el bolso. Y deja de temblar, pensó Teresa mirando sus manos. Reprime el temblor de los dedos antes de que este cabrón se dé cuenta, y la pose de morras duras empiece a cuartearse, y se vaya todo a la chingada.

–Las bolsas siguen escondidas donde estaban. Sólo trajimos una.

La discusión en la cueva, recordó Teresa. Las dos allí dentro, contando paquetes a la luz de las linternas, entre eufóricas y asustadas. Una de momento, mientras pensamos, y el resto como está, había insistido Teresa. Cargar todo ahora es suicidarnos; de modo que no seas pendeja y no me hagas serlo a mí. Ya sé que te madrearon a tiros y todo el bolero; pero yo no vine a tu tierra por turismo, pinche güera. No me hagas contarte completa la historia que nunca te conté del todo. Una historia que no se parece un carajo a la tuya, que hasta los plomazos debieron dártelos con perfume de Carolina Herrera. Así que no mames. En esta clase de transas, cuando una tiene prisa lo rápido es caminar despacio.

–¿Se les ha ocurrido que puedo hacerlas seguir?...

¿Si.

Pati apoyaba la mano del cigarrillo en el regazo. –Claro que se nos ha ocurrido –aspiró una bocanada de humo y volvió la mano a donde estaba–. Pero no puede. No hasta ese lugar.

–Vaya. Misteriosa. Son señoras misteriosas.

–Nos daríamos cuenta y desapareceríamos en busca de otro comprador. Quinientos kilos son muchos. Yasikov no dijo nada a eso, aunque su silencio indicaba que, en efecto, quinientos kilos eran demasiados en todos los aspectos. Seguía mirando a Pati, y de vez en cuando echaba un vistazo breve en dirección a Teresa, que estaba sentada en la otra butaca, sin hablar, sin fumar, sin moverse: oía y miraba, conteniendo la respiración agitada, las manos sobre las perneras de los tejanos para enjugar el sudor. Polo azul clarito de manga corta, zapatillas deportivas por si había que pelarse entre las patas de alguien, sólo el semanario de plata mejicana en la muñeca derecha. Mucho contraste con la ropa elegante y los tacones de Patí. Estaban allí porque Teresa impuso esa solución. Al principio su compañera se mostraba partidaria de vender la droga en pequeñas cantidades; pero pudo convencerla de que tarde o temprano los propietarios atarían cabos. Mejor que vayamos derecho, aconsejó. Una transa segura aunque perdamos algo. De acuerdo, había dicho Pati. Pero hablo yo, porque sé de qué va ese puto bolchevique. Y allí estaban, mientras Teresa se convencía más y más de que cometían un error. Calaba a esa clase de hombres desde niña. Podían cambiar el idioma, el aspecto físico y las costumbres, pero el fondo siempre era el mismo. Aquello no iba a ninguna parte, o mas bien a una sola. A fin de cuentas –eso lo comprendía demasiado tarde–, Pati era sólo una tipa consentida, la novia de un canalla fresita que no anduvo en aquella chamba por necesidad, sino por pendejo. Uno que se hizo dar lo suyo, como tantos. En cuanto a Pati, toda su vida había estado moviéndose en una realidad aparente que nada tenía que ver con lo real; y aquel tiempo en la cárcel acabó por cegarla más. En ese despacho no era la Teniente O'Farrell ni era nadie: los ojos azules ribeteados de amarillo que las observaban sí eran el poder. Y Pati se estaba equivocando todavía más después de que se columpiaran gacho yendo allí. Era un error plantearlo de aquella manera. Refrescar la memoria de Oleg Yasikov, después de tanto tiempo.