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Runcorn estaba tenso y una mancha roja apareció en su piel. Monk no pudo resistirse a añadir:

– Esto arroja una luz diferente sobre todo el caso, ¿no cree? -continuó hablando con aire risueño, haciendo corno que a los dos les complacía el giro que habían tomado los acontecimientos-. No me imagino a lord Shelburne contratando a un cómplice y haciéndose pasar por policía para registrar el piso de su hermano.

A Runcorn le habían bastado unos pocos segundos para reflexionar.

– ¡Lo que quiere decir que ha contratado a dos! Así de sencillo.

Pero Monk estaba preparado.

– Si buscaban algo que merecía correr un riesgo tan grande -replicó-, ¿por qué no fueron al piso antes? La cosa ya llevaba dos meses allí dentro.

– ¿Dónde está ese riesgo tan grande? -le dijo Runcorn bajando un poco la voz, como quien no se toma en serio la idea-. Lo cogieron sin ninguna dificultad. Debió de resultarles bastante fácil: vigilar un poco el edificio para asegurarse de que los policías de verdad no merodeaban por los alrededores, entrar en el piso con documentación falsa, coger lo que hubieran ido a buscar y salir tranquilamente. Seguro que tenían a alguien apostado en la calle.

– No me refería al riesgo de que pudieran atraparlos con las manos en la masa -dijo Monk, desdeñoso-, sino a otro riesgo mucho mayor: caer en manos de posibles extorsionadores.

Sintió una enorme satisfacción al ver que la expresión de Runcorn traicionaba que no había pensado en aquella posibilidad.

– Podía hacerlo de una manera anónima -dijo Runcorn barriendo de ese modo aquella eventualidad.

Monk le dedicó una sonrisa.

– Si valía la pena pagar a unos ladrones y a un copista de primera clase para recuperar lo que fuese, el ladrón no tenía que ser muy despierto para comprender que valía la pena elevar un poco el precio antes de entregar la mercancía. No hay nadie en Londres que no sepa que en aquel piso se ha cometido un crimen. Si lo que buscaba valía el precio de ladrones y falsificadores para recuperarlo, tenía que ser una prueba condenatoria.

Runcorn lanzó una mirada furibunda a la mesa y Monk se quedó esperando.

– ¿Qué sugiere usted, pues? -dijo Runcorn finalmente-. Alguien buscaba algo. ¿O cree que se trataba de un ladrón corriente que quiso probar suerte? -La idea le repugnaba según delató su voz, incluso le obligó a torcer el gesto.

Monk eludió la pregunta.

– Lo que yo intento es averiguar qué buscaban en el piso -replicó haciendo retroceder la silla y levantándose-. A lo mejor es algo que a nosotros ni se nos había ocurrido.

– ¡Pues tendrá que ser un detective de primera para averiguar de qué se trata! -En los ojos de Runcorn relumbró el triunfo.

Pero Monk se irguió y lo miró abiertamente.

– Lo soy -dijo sin el más mínimo titubeo-. ¿O se figuraba que he cambiado?

Cuando Monk salió del despacho de Runcorn no tenía ni la más mínima idea acerca de cómo empezar. Había olvidado todos sus contactos, podía cruzarse por la calle con un perista o con un soplón y no reconocerlos. Tampoco podía preguntar a sus colegas. Si Runcorn le tenía manía, lo más probable es que también se la tuvieran otros, aunque Monk no podía imaginar quiénes. Dar a entender semejante flaqueza propiciaría un golpe de gracia. Runcorn sabía que Monk había perdido la memoria, ahora estaba completamente seguro de ello, a pesar de que sólo le había dicho ambigüedades. Ahora tenía una posibilidad, una buena oportunidad de defenderse de un hombre hasta haber recuperado una dosis suficiente de memoria y pericia profesional como para desafiarlos a todos. Si resolvía el caso Grey, no habría quién le pudiese, por mucho que dijera Runcorn.

De todos modos, le desagradaba sentirse odiado de aquella manera tan enconada y persistente y más sabiendo cada día con mayor certeza que las razones que tenía para odiarlo estaban justificadas.

¿Estaba luchando únicamente por su supervivencia? ¿O acaso el instinto de atacar a Runcorn era más fuerte que él, no sólo el deseo de encontrar la verdad y hacer justicia, sino también de llegar antes que Runcorn y asegurarse de que Runcorn quedaba enterado? Quizá de haber sido un simple espectador que observase a otros dos hombres, por lo menos una parte de su simpatía se habría inclinado hacia Runcorn. En su interior albergaba una crueldad que descubría por vez primera, un placer de salir vencedor que no despertaba precisamente su admiración.

¿Siempre había sido de aquella manera? ¿O era una reacción nacida de sus miedos?

¿Cómo empezaría a buscar a los ladrones? Pese a lo mucho que le gustaba Evan -y la verdad es que le gustaba cada día más, porque era un hombre entusiasta, amable, tenía sentido del humor y, por encima de todo, poseía una pureza de intenciones que Monk envidiaba-, no se atrevía a ponerse en manos de Evan diciéndole la verdad. Y para ser sincero (y algo de vanidad había también en esto), Evan era la única persona, aparte de Beth, que tenía de él una buena opinión sin paliativos, que le tenía simpatía. Monk no soportaba verse privado de ello.

En consecuencia, no podía pedir a Evan que le diera los nombres de soplones y peristas, sino que tenía que averiguarlos por su cuenta. De todos modos, si había sido tan buen detective como todo parecía indicar, tenía que conocer a muchos. Seguro que ellos lo reconocerían.

Llegó tarde y encontró a Evan esperándolo. Se disculpó, para sorpresa de Evan, y sólo más tarde cayó en la cuenta de que si Evan no esperaba que lo hiciera era simplemente porque él era su superior. Tenía que andarse con mucho cuidado, sobre todo si pretendía ocultar a Evan sus intenciones, y también sus mermas. Deseaba ir a comer a cualquier figón de los barrios bajos y esperaba que, si avisaba al tabernero, seguramente se le acercaría alguien. Tendría que adoptar la misma táctica en varios sitios diferentes pero, en cuestión de tres o cuatro días como mucho, tendría desde donde empezar a trabajar.

No conseguía recordar nombres ni caras, pero el olor de las tabernas le resultó francamente familiar. Sabía cómo debía comportarse sin necesidad de pararse a pensar en ello: tenía que cambiar de color como hacen los camaleones, dejar los hombros caídos, caminar con aire desenfadado, mantener los ojos bajos pero estar alerta. No es el hábito lo que hace el monje: un tahúr, un cochero, un carterista de categoría o un ladrón del Swell Mob pueden vestir tan bien como el primero… de hecho, el enfermero del hospital lo había tomado por uno de Swell Mob.

Pero Evan, con su rostro franco y angelical, sus ojos cargados de bondad, tenía un aspecto demasiado limpio para dar el pego. No había en él ni rastro de la astucia propia de los granujas y, sin embargo, algunos entre los granujas más eximios eran precisamente los mejor dotados para la simulación y los que tenían más cara de inocencia. Los bajos fondos son lo bastante grandes como para dar cabida a las infinitas variedades de la mentira y del fraude y no hay debilidad que quede sin explotar.

Empezaron un poco más al oeste de Mecklenburg Square en dirección a King's Cross Road. Viendo que la primera taberna no les proporcionaba un resultado inmediato se trasladaron más al norte, a Pentonville Road, después más al sur y finalmente de nuevo al este, a Clerkenwell.

A pesar de que la lógica parecía respaldar su método, al día siguiente Monk empezó a sentirse como si se hubiera lanzado a una empresa descabellada y a temer que Runcorn fuera el último en reírse. Así de aprensivo estaba cuando, por fin, en una taberna llena hasta los topes llamada The Grinning Rat, un hombrecito zarrapastroso que al sonreír descubría unos dientes amarillentos se deslizó hasta un asiento cercano a ellos, mirando a Evan con desconfianza. El local rebosaba ruido, olía fuertemente a cerveza, a sudor, a la suciedad de ropa y personas que llevaban mucho tiempo sin lavarse, a comida grasienta. El suelo estaba cubierto de serrín y el tintineo de los vasos era constante.