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Tommy se puso a la defensiva y en su voz espesa y nasal se apreciaba un sentimiento de miedo.

– Hacer de soplón no es lo mío, gobernador. De esto nada, no me va a sacar nada.

– ¿Y el copista? -dijo Monk, inalterable.

– Eso, bueno, lo llevaré a verlo. ¿Y yo qué saco?

La esperanza nunca muere. Si la espantosa realidad del barrio no había podido con ella, ¿cómo iba a poder Monk?

– Suponiendo que sea el hombre que busco -refunfuñó.

Tommy los llevó a través de otro laberinto de callejones y escaleras, sin que Monk pudiera calcular qué distancia habían recorrido realmente. Sospechó que se trataba más bien de desorientarlos y que, en realidad, sólo se habían desplazado unos centenares de metros. Por fin se detuvieron delante de una puerta grande y, después de dar un fuerte golpe a la misma, Tommy el ciego desapareció y la puerta se abrió de par en par.

La habitación en la que entraron estaba muy iluminada y olía a quemado. Una vez dentro, Monk levantó involuntariamente los ojos al techo y vio unos tragaluces de vidrio. Se fijó también que en la parte baja de las paredes había unas grandes ventanas. Era lógico: la pluma hábil de un falsificador necesitaba luz a raudales.

El hombre que estaba en la habitación se volvió a mirar a los que entraban. Era rechoncho, ancho de hombros y con unas grandes manazas cortas y achatadas. La piel de su cara era muy pálida aunque años de suciedad habían acabado por prestarle color, y su cabello, fino y descolorido, se le pegaba en mechones a la cabeza.

– ¿Y bien? -preguntó, un tanto irritado.

Monk vio, al hablar, que tenía los dientes cortos y renegridos y hasta le pareció que, incluso a la distancia en que se encontraba, notaba el olor a rancio que despedían.

– Falsificaste unas cédulas de identificación para dos que se hicieron pasar por policías de Lye Street. -Lo afirmó, no lo preguntó-. Pero no he venido a verte por esto, sino porque quiero encontrar a los hombres. Es un caso de asesinato, y te conviene quedar al margen.

El hombre lo miró de reojo y distendió los labios, como si se estuviera riendo para sus adentros.

– ¿Usted es Monk?

– ¿Y qué si lo soy? -Le sorprendió que el hombre supiera de él. ¿Tan famoso era? Por lo visto, sí.

– Está muy solicitado su caso, ¿no? -El hombre a duras penas podía contener su satisfacción, y le temblaban las carnes por la risa que reprimía.

– Ahora el caso lo llevo yo -replicó Monk.

No quería que el hombre supiera que el robo y el asesinato eran delitos independientes, porque la amenaza de la horca era sumamente útil.

– ¿Y qué quiere? -preguntó el hombre.

Tenía la voz ronca, como de haber reído o gritado mucho, aunque costaba bastante imaginarlo haciendo cualquiera de las dos cosas.

– ¿Quiénes son? -lo acogotó Monk.

– Pero, señor Monk, ¿cómo quiere que lo sepa?-Sus hombros macizos seguían agitándose-. ¿Usted se figura que pregunto a la gente cómo se llama?

– Probablemente no, pero sabes quiénes son. No te hagas el longuis, no te va.

– Conozco a gente -admitió con una voz que era apenas un susurro-, no se lo niego, pero no porque estén sin un chavo van a ser ladrones.

– ¿Estén sin un chavo? -Monk lo miró con ironía-. ¿Desde cuándo te dedicas a hacer falsificaciones de balde? No te veo haciendo favores a los mendigos. Ésos te pagaron y, si no ellos, alguien te pagó. Si no cobraste de ellos, ¿de quién cobraste? Con esto me basta.

Los ojos del hombre, entrecerrados como rendijas, se abrieron un poco más.

– ¡Vaya, inteligente el señor Monk, muy inteligente! -E hizo como que aplaudía en silencio con sus manos anchotas y fuertes.

– ¿Quién te pagó?

– Mi trabajo es confidencial, señor Monk. Como ponga la soga al cuello de mis clientes, mi negocio se va por los suelos. Era un prestamista, no le diré más.

– Los copistas tienen poca clientela en Australia -dijo Monk mirando los dedos ágiles y diestros del hombre-. Y allí el trabajo es duro… y el clima peor.

– Écheme el lazo, si quiere -dijo el hombre torciendo el gesto-, pero primero tendrá que cazarme y usted sabe tan bien como yo que nunca me echará el guante. -La sonrisa de su rostro no se alteró en absoluto-. Daría usted un paso en falso, a los polis pueden pasarles cosas horribles como los atrapen en las barracas y corra la voz.

– Y a los copistas que informan sobre sus clientes también les pueden pasar cosas horribles… como corra la voz -añadió Monk inmediatamente-. Cosas tan horribles como… dedos rotos. ¡Y ya me dirás qué hace un copista sin dedos!

El hombre lo miró fijamente, de pronto apareció un odio manifiesto en sus ojos cansados.

– ¿Y cómo va a correr la voz, señor Monk, si yo no le he dicho nada?

Evan, que se había quedado en la puerta, se movía inquieto, pero Monk no le prestaba atención.

– Porque yo diré que tú me lo has dicho -replicó Monk.

– Pero si todavía no ha encontrado a los ladrones… -La voz ronca iba recuperando tono, al dar con nuevos temas de burla.

– A alguien encontraré.

– Para esto se necesita tiempo, señor Monk. ¿Cómo va a encontrar a nadie si yo no se lo digo?

– No te precipites, copista -le espetó Monk bruscamente-. No tienen por qué ser los culpables, cualquiera me sirve. Y para cuando se descubra que me confundí de hombres, tú ya tienes los dedos rotos. Tardan en curar, te lo advierto, y según me han dicho los dolores duran años.

El hombre le dirigió una palabra obscena.

– Muy bien -dijo Monk mirándolo con asco-. ¿Quién te pagó?

El hombre lo observó con el odio pintado en la cara.

– ¿Quién te pagó? -Monk se inclinó ligeramente hacia delante.

– Josiah Wigtight, prestamista -le escupió el hombre-. Lo encontrará en Gun Lañe, Whitechapel. ¡Y ahora váyase!

– ¿Prestamista? ¿Y a qué clase de gente presta?

– A los que le pueden devolver el préstamo, ¡no se chupa el dedo!

– Gracias -dijo Monk con una sonrisa e irguiendo mucho el cuerpo-. Gracias, copista, tienes el negocio asegurado. No nos has dicho nada.

El copista le lanzó otro insulto, pero Monk ya había cruzado la puerta y se apresuraba a bajar por las escaleras desvencijadas, con Evan, angustiado y lleno de dudas, pegado a sus talones. Pero Monk no le dio ninguna explicación ni se fijó en su mirada interrogativa.

Se había hecho demasiado tarde para ir a ver al prestamista y lo único que ocupaba los pensamientos de Monk en ese momento era cómo salir de las barracas de una pieza, antes de que alguien les pegara una puñalada sólo para quitarles la ropa, a pesar de lo ajada que estaba, o por la simple razón de que eran intrusos.

Dio las buenas noches a Evan sin entretenerse y éste lo miró con aire vacilante, aunque enseguida le respondió en voz baja antes de perderse en la oscuridad, elegante figura extrañamente joven vista a la luz de gas.

De vuelta a casa de la señora Worley, tomó una comida caliente por la que dio gracias a Dios mientras saboreaba cada bocado al tiempo que se odiaba por ello, pues no podía apartar de sus pensamientos la imagen de aquellos que hubieran cantado victoria por el solo hecho de haber sobrevivido un día más y comido lo suficiente para conservar la vida.

Toda aquella miseria no le había resultado extraña, mientras que a Evan era evidente que sí. Debía de haber frecuentado aquellos lugares en el pasado. Se había dejado guiar por el instinto, había modificado su porte adaptándose al ambiente para no parecer ajeno a él y para no parecer, sobre todo, un representante de la autoridad. Los mendigos, los enfermos, aquellos que habían abandonado toda esperanza lo movían a extrema piedad y le provocaban una profunda e insistente cólera… sorpresa, no.

El trato desconsiderado que le había deparado al copista le había salido natural, sin mediar cálculo alguno. Conocía las barracas y los que las habitaban. Puede que incluso hubiese sobrevivido a ellas.