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– El jade no lo he podido encontrar, no estoy seguro, vamos.

– ¿Has encontrado al copista?

– ¿Conoce a Tommy, el que pasa dinero marcado?

Monk sintió un momentáneo acceso de pánico. Evan estaba observándolo, fascinado por el chalaneo. ¿Habría tenido que conocer al tal Tommy? Sabía lo que era dinero marcado, de la misma manera que sabía qué era un falsificador.

– ¿Tommy? -dijo parpadeando.

– ¡Sí! -respondió el hombre con impaciencia-. Tommy el ciego, bueno el que hace que es ciego. Y me parece que medio lo es.

– ¿Y dónde lo encontraré? -Haciendo como que no se tragaba algo, tal vez podría encontrar a qué aferrarse.

No podía descubrir que ignoraba algo que habría debido saber ni tampoco conformarse con datos que resultaran inútiles de puro vagos.

– ¿Encontrarlo usted? -El hombre sonrió con aire condescendiente ante semejante ocurrencia-. Usted no lo encontraría en su vida y no le conviene buscarlo porque es peligroso. Vive en las barracas y tan seguro como que en el infierno hay fuego que, como no vaya acompañado, le agujerean la barriga, vamos. Yo lo acompañaré.

– ¿Ahora hace de copista? -Monk disimuló su alivio con una observación indefinida y (así lo esperaba) intrascendente.

El hombrecillo lo miró lleno de sorpresa.

– ¡Ni hablar, hombre! Ése no sabe ni escribir su nombre, ¿cómo va a falsificar nada? Pero él conoce a uno que falsifica, y a mí me da en la nariz que es éste el que anda buscando, porque sabe que hace trabajos de este estilo.

– Está bien. ¿Y del jade qué? ¿Te has enterado de algo?

El hombre contrajo el rostro en una mueca tal que parecía una rata acorralada.

– Esto está un poco difícil, gobernador. Sé de uno que tiene una pieza., pero jura y perjura que se lo vendió un ganzúa… y usted no me dijo nada de ningún ganzúa.

– No, no era un ganzúa -admitió Monk-. ¿No sabes nada más?

– Sólo esto.

Monk sabía que mentía, aunque no habría podido decir por qué. Era suma, no era más que un cúmulo de impresiones demasiado vagas como para ser analizadas.

– No te creo una palabra, Jake, pero lo del copista lo has hecho bien. -Se hurgó en el bolsillo y sacó la prometida moneda de oro-. Y si nos llevas hasta el hombre que busco, te ganarás otra igual. Y ahora llévame a Tommy el ciego, el que pasa dinero marcado.

Se levantaron los tres y, abriéndose paso a través de los parroquianos, salieron en hilera a la calle. Habían recorrido unos doscientos metros cuando Monk se dio cuenta, con una excitación que casi no podía dominar, que había llamado al hombre por su nombre. Por fin volvían a él, no sólo los recuerdos, sino también su pericia. Apresuró el paso y no pudo por menos de sonreír a Evan.

El barrio que llamaban «las barracas» era una monstruosidad: un conjunto astroso de habitáculos amontonados, que se apuntalaban precariamente unos a otros, tablones que la humedad había empapado y pandeado, pavimentos y paredes cubiertos de remiendos y sobrerremiendos. Resultaba oscuro incluso en aquella tarde de finales de verano, y la humedad del aire se pegaba a la piel. Olía a excrementos humanos y los albañales que bajaban por los callejones en cuesta rebosaban inmundicias. El correteo y los chillidos de las ratas eran incesantes. Había gente por todas partes, echadas sobre piedras o amontonadas frente a las puertas, a veces en grupos de hasta seis u ocho unos vivos y otros muertos por hambre o enfermedad. En estos lugares el tifus y la neumonía eran enfermedades endémicas, y las enfermedades venéreas pasaban de unos a otros como las pulgas y los piojos.

Pasando junto a un albañal, Monk vio a un niño caído dentro. Debía de tener cinco o seis años y su rostro grisáceo en aquella media luz de la tarde sobrecogía el ánimo. Imposible decir si era niño o niña. Monk pensó con furiosa rabia que, aun siendo un acto de bestialidad golpear un hombre hasta matarlo, como a Grey, morir de manera tan abyecta como aquel crío era todavía más brutal.

Se fijó en la expresión de Evan, pálido el rostro en aquella semioscuridad y los ojos como agujeros abiertos en su cabeza. No se le ocurría nada que decir; allí las palabras no servían de nada. En lugar de hablarle, apretó su brazo fugazmente, en un gesto de intimidad que brotaba espontáneo en aquel horrible lugar.

Siguieron a Jake a lo largo de otra calleja y de otra más, subieron un tramo de escaleras que amenazaban con ceder bajo su peso a cada paso que daban y, al llegar arriba, Jake se detuvo por fin y les habló en un hilo de voz, como afectado por tanta miseria. Hablaba como se habla en presencia de un muerto.

– Unos cuantos escalones más, señor Monk, y estamos en casa de Tommy el ciego, que vive detrás de la puerta de la derecha.

– Gracias, te daré tu moneda cuando le haya hablado, y eso si nos sirve.

A Jake se le distendió la cara en una sonrisa.

– Ya me la he cobrado, señor Monk -dijo sosteniendo una moneda reluciente-. ¿Se figuraba que se me había olvidado cómo hacerlo? Menudo estaba yo hecho, de joven… -Se echó a reír y la soltó en su bolsillo-. A mí me enseñaron los mejores. Ya volveremos a vernos, señor Monk, todavía me debe otra si les echa el guante a los ladrones.

Monk sonrió a su pesar. Sería un ratero, pero había aprendido su arte de uno que se ganaba la vida enseñando a niños que robaban para él mientras él se quedaba con las ganancias a cambio de mantenerlos. El aprendizaje de la supervivencia. Tal vez su única alternativa habría sido morir de hambre, como el niño que habían visto. Solamente llegaban a adultos los que tenían dedos ágiles, los fuertes o los afortunados. Monk no podía permitirse el demorarse en juicios, y se sentía excesivamente presa de la piedad y de la ira como para intentarlo siquiera.

– Si los cazo, tuya es, Jack -le prometió antes de emprender el último tramo de escaleras, seguido de Evan.

Al llegar arriba, abrió la puerta sin llamar.

Al parecer, Tommy el ciego lo estaba esperando. Era un hombrecillo aseado de poco más de metro y medio de altura, de rostro desagradable y facciones acusadas, vestido de una manera que hasta él mismo habría calificado de chillona. No debía de padecer más que miopía, porque vio inmediatamente a Monk y supo quién era.

– ¡Buenas, señor Monk! Me han dicho que anda buscando a un copista… uno en especial, ¿no es eso?

– Exactamente, Tommy. Busco a uno que hizo unos papeles falsos para dos maleantes que robaron en una casa de Mecklenburg Square. Entraron haciendo ver que eran policías.

A Tommy se le iluminó la cara de satisfacción.

– Esto me gusta -admitió-, tiene su gracia, ¿verdad?

– Siempre que a uno no lo atrapen, claro.

– ¿Qué le va en ello? -dijo Tommy frunciendo los párpados.

– Asesinato, Tommy. Al que lo hizo le caerá la más larga, y al que lo ayudó lo mismo lo embarcan.

– ¡Dios mío! -Tommy se quedó visiblemente pálido-. Se puede imaginar si me gusta Australia. Y la grima que me dan los barcos. No entiendo por qué mandan a los hombres de aquí para allá de esta manera. No es natural. He oído contar cosas terribles. -Se estremeció-. Me han dicho que aquello está lleno de salvajes y de criaturas que no están hechas por un Dios cristiano. Y hay unas cosas con docenas de patas y otras cosas sin ninguna pata… ¡Uf! -Hizo girar los ojos en redondo-. ¡Valiente sitio, la Australia!

– Entonces no te arriesgues a que te manden a él-le aconsejó Monk sin asomo de simpatía- y encuéntrame al copista.

– ¿Seguro que es asesinato? -Tommy no parecía muy convencido.

Monk se preguntó si sería por una cuestión de fidelidades o simplemente de contrastar una ventaja con otra.

– ¡Claro que es seguro! -dijo en voz baja y monocorde, consciente de la amenaza que llevaba implícita la afirmación-. Asesinato y robo. Robaron plata y jade. ¿Sabes algo de la figura de jade de una bailarina, jade rosa, un palmo de alta, más o menos?