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¿Sólo era esto? ¿Que él era más joven y más inteligente que Runcorn? ¿O acaso también más duro, más implacable en la persecución de sus ambiciones, un hombre que se atribuía los méritos del trabajo ajeno, que buscaba más el reconocimiento que la justicia, que prefería los casos más rodeados de publicidad, los más llamativos, los mejor planteados, un hombre que se las arreglaba incluso para descargar sus fallos en los demás, un ladrón de esfuerzos ajenos?

Si él era así, se tenía bien merecido el odio de Runcorn, y el deseo de venganza de éste estaba justificado.

Monk levantó la vista hacia el techo viejo, pero esmeradamente enyesado. Al otro lado del mismo estaba la habitación donde Grey había sido asesinado a golpes. En aquel instante no se sentía implacable, sino confundido, oprimido por aquel vacío al que lo había abocado la ausencia de memoria, temeroso de aquello que pudiera descubrir acerca de su naturaleza, angustiado por el posible fracaso en su trabajo. El golpe que había recibido en la cabeza, pese a ser fuerte, no podía haberlo cambiado hasta tal punto. Lo que no había hecho la herida quizá lo había hecho el miedo. Se había despertado perdido y solo, sin saber nada, teniendo que irse descubriendo paso a paso a partir de lo que los demás pudieran revelarle de sí mismo, de la opinión que tenían de él, aunque no llegara a saber el porqué de lo que pensaran. No sabía nada acerca de las motivaciones de sus actos, de los razonamientos y las excusas que él mismo había urdido a su entera satisfacción. Todas las emociones que lo habían guiado y que habían bloqueado su entendimiento estaban en aquella región vacía que se había tragado todo lo anterior a la cama del hospital y el rostro de Runcorn.

Llegado a aquel punto, tuvo que interrumpir sus reflexiones. Evan había vuelto, y traía el rostro contraído por la ansiedad.

– ¡Fue Runcorn! -Monk se precipitó hacia aquella conclusión, aterrado de pronto como un hombre que se viera enfrentado a un atacante.

Evan negó con la cabeza.

– No, eran dos hombres que no he podido identificar a partir de la descripción de Grimwade. Según él eran policías y le enseñaron los papeles antes de entrar.

– ¿Los papeles? -repitió Monk.

Habría sido una estupidez preguntar qué aspecto tenían; si no recordaba a los hombres de su propio departamento, ¿cómo iba a reconocer los de los demás?

– Sí. -Era evidente que Evan seguía ansioso-. Dice que llevaban papeles de identificación iguales que los nuestros.

– ¿Sabe si eran de nuestra comisaría?

– Sí, señor -le dijo Evan con el rostro contraído-, pero no se me ocurre quiénes pudieran ser. De todos modos, ¿por qué habría de enviar Runcorn a otros agentes? ¿Por qué motivo?

– Supongo que es pedir demasiado imaginar que dieron sus nombres.

– Me temo que Grimwade no les prestó mucha atención.

Monk dio media vuelta y siguió escaleras arriba, disimulando para que Evan no advirtiera que estaba preocupado. Ya en el rellano, metió en la cerradura la llave que le había dado Grimwade y abrió la puerta del piso de Grey. El pequeño vestíbulo estaba exactamente igual que la última vez y notó que le producía una desagradable sensación de familiaridad, el presentimiento de lo que habría más allá.

Notó inmediatamente la presencia de Evan detrás de él. Estaba pálido y sus ojos eran sombríos, pero Monk sabía que la causa de su angustia era Runcorn y los dos hombres que habían estado en la casa, no su sensibilidad ante la violencia que todavía flotaba en el aire.

No había razón para andarse ahora con vacilaciones. Abrió la segunda puerta.

Sintió una especie de suspiro prolongado detrás de él, junto a su hombro casi. Era Evan, que dejaba escapar su aliento ruidosamente por la sorpresa.

En la habitación reinaba el más absoluto desorden; el escritorio estaba volcado y todo su contenido amontonado en un rincón. Era evidente por la colocación de los papeles que habían sido revisados uno por uno. Las sillas también estaban por el suelo, una patas arriba, y tenían los asientos arrancados. El sofá había sido destripado con un cuchillo y se había extraído de él todo el relleno. Los cuadros también estaban por el suelo y tenían levantado el dorso.

– ¡Dios mío! -exclamó Evan, estupefacto.

– Esto no es obra de la policía, diría yo -dijo Monk con voz tranquila.

– Pero Grimwade me ha dicho que llevaban papeles -protestó Evan- y que él los leyó.

– ¿No ha oído hablar nunca de copistas?

– ¿Falsificadores? -preguntó Evan con voz cansina-. Claro, Grimwade habría sido incapaz de detectar la superchería.

– Si el copista es muy bueno, tampoco la detectaría usted. -Monk puso cara de vinagre.

Había falsificaciones tan buenas de declaraciones juradas, de cartas o de recibos, que engañaban incluso a los que supuestamente las habían emitido. En su forma más sofisticada, alimentaba un comercio complejo y lucrativo; en la más baja, era una forma precaria de ganarse la vida o de engañar a los analfabetos o a los poco avisados.

– ¿Quién habrá sido? -Evan pasó por delante de Monk y contempló todo aquel estropicio-. ¿Y qué diablos andarían buscando?

Los ojos de Monk vagaron por los estantes donde antes había objetos decorativos.

– Aquí encima antes había un azucarero de plata. -Señaló el sitio con el dedo-. Mire si está en el suelo, debajo de los papeles. -Se volvió lentamente-. Y sobre aquella mesa había un par de objetos de jade. En aquel nicho había dos cajas de rapé, una tenía la tapadera con incrustaciones taraceadas. Y mire en el aparador, en el segundo cajón había plata.

– ¡Qué memoria increíble la suya! Yo no me había fijado en nada de lo que dice. -Evan estaba impresionado, sus ojos brillantes reflejaron su admiración, después se arrodilló y comenzó a revisar con la máxima atención todo lo que se ocultaba debajo de aquel desbarajuste, sin mover nada de su sitio, sólo levantándolo lo suficiente para explorar lo de debajo. Hasta el propio Monk estaba sorprendido de lo que había dicho. No recordaba haber observado con tanto detalle todas aquellas nimiedades. Era evidente que se había fijado en las señales de la lucha, las manchas de sangre, el desorden de los muebles, los desconchados de la pintura y los cuadros que colgaban torcidos de las paredes, pero en este preciso momento no recordaba haberse fijado en el cajón del aparador y, en cambio, en su imaginación veía la plata, cuidadosamente ordenada en los compartimentos forrados de gamuza verde del interior.

¿No lo habría visto en algún otro sitio? ¿No estaría confundiendo esta habitación con otra, este elegante aparador con alguno que había visto en otro momento de su pasado, perteneciente a otra persona? ¿Tal vez a Imogen Latterly?

Tenía que desterrar de sus pensamientos a Imogen de una vez por todas, por más fácilmente, por más agradablemente que irrumpiera en ellos. Imogen era un sueño, la plasmación de sus recuerdos y de sus anhelos. No podía haberla conocido tan bien como para conocer de ella otra cosa que su encanto, su abatimiento, el valor que demostraba sobreponiéndose a él, la solidez de su lealtad.

Se obligó a pensar en el presente. Evan estaba registrando el aparador que había desencadenado sus recuerdos.

– No es más que el resultado de la práctica -replicó lacónicamente, pese a que ni él se lo explicaba-. También usted adquirirá ese don. Quizá no sea el segundo cajón, mejor que mire en todos.

Evan le obedeció mientras Monk volvía a revolver el montón que estaba en el suelo y comenzaba a abrirse camino en medio de todo aquel batiburrillo buscando algo que le revelara el porqué o arrojara alguna luz al respecto.

– Aquí no hay nada -dijo Evan cerrando el cajón con una mueca de desagrado en los labios-, pero es el lugar que le corresponde, con todas los huecos y forrado de paño. ¿Tanto alboroto por una docena de cubiertos de plata? Quizás esperaban encontrar más cosas. ¿Dónde ha dicho que estaba el jade?