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Monk se mostró no sólo educado, sino también amable. Nadie se sintió cohibido -aunque, siendo como era un policía, mantenían, ciertamente, las distancias-, ni despertó aversiones personales, pues todos deseaban tanto como él mismo encontrar a la persona que había asesinado a su héroe.

Almorzó en la taberna local con algunos próceres locales, con quienes se las arregló para entablar conversación. Sentados junto a la puerta del establecimiento, con el sol entrando a raudales y la sidra, la tarta de manzana y el queso, las opiniones empezaron a fluir con rapidez y sin reservas. Monk tomó parte activa y su lengua no tardó en poner al descubierto lo mejor de su personalidad, su franqueza, su sarcasmo, su sorna. Sólo más tarde, cuando ya se ale jaba del lugar, cayó en la cuenta de que aquella lengua suya podía a veces ser también ruda.

A primera hora de la tarde se encaminó a la pequeña y silenciosa estación, desde donde emprendió regreso a Londres en un tren estruendoso y asfixiante de vapor.

Llegó poco después de las cuatro y, tras tomar un cabriolé, se dirigió inmediatamente a la comisaría de policía.

– ¿Y bien? -inquirió Runcorn levantando las cejas al verlo-. ¿Ha conseguido tranquilizar a Su Señoría? Espero que haya sabido conducirse como todo un caballero.

Monk volvió a percibir en la voz de Runcorn aquellos resabios de impaciencia y aquella sombra de resentimiento que le había detectado anteriormente. ¿Cuál era la causa? Se desesperó tratando de recordar un detalle por mínimo que fuera, cualquier conjetura que le permitiera adivinar qué podía haber hecho él para provocar aquel tono. ¿No sería únicamente una cuestión de malas maneras por su parte? Pero encontraba extraño que hubiera cometido la estupidez de mostrarse grosero con un superior. Con todo, ningún recuerdo acudía a su memoria. Era algo que importaba, importaba y mucho, ya que Runcorn tenía en sus manos la llave de su trabajo, la única cosa segura de su vida, en realidad su medio de vida. De no tener trabajo, no sólo se convertiría en una persona completamente anónima, sino que pasaría a ser un indigente en el término de muy pocas semanas. Entonces se encontraría como cualquier otro pobre: abocado a la mendicidad y a la amenaza implícita del hambre o de la cárcel por vagabundeo. O del asilo. Y bien sabía Dios que eran muchos los que consideraban el asilo como el peor de los males.

– Creo que Su Señoría ha comprendido que lo estamos haciendo lo mejor que podemos -respondió Monk-. Y que primero teníamos que descartar todas aquellas opciones que parecían más probables, entre ellas la de que se tratara de un ladrón callejero. Ha entendido que ahora contemplemos la posibilidad de que el asesino sea una persona que lo conociera personalmente.

Runcorn refunfuñó.

– Supongo que le habrá hecho preguntas sobre el difunto, ¿verdad? ¿Le habrá preguntado qué clase de hombre era?

– Sí, pero como es natural las opiniones de ella son sesgadas…

– Por supuesto -admitió Runcorn con acritud, levantando las cejas-, aunque usted habrá sido lo bastante perspicaz para ver más allá de sus palabras.

Monk ignoró la pulla.

– Parece que era su hijo favorito -replicó-, el que ella tenía en mayor estima. En esto coincide la opinión de todos, incluso de la gente del pueblo. Aun descartando aquellos que no hablarían contra el difunto, ni contra el hijo mayor de la casa, aun así, parece que era un hombre con un encanto fuera de lo común, que poseía un excelente historial como militar y no tenía especiales vicios ni debilidades, salvo el de no ser muy diestro en el manejo de sus haberes. Tenía algún acceso de cólera de cuando en cuando y poseía un gran sentido del humor si le daba por demostrarlo. De todos modos, era generoso, recordaba los cumpleaños y los nombres de los criados y sabía divertirse. Empieza a dar la impresión de que uno de los motivos del asesinato podrían ser los celos.

Runcorn soltó un suspiro.

– Está todo muy liado -dictaminó al tiempo que empequeñecía el ojo izquierdo hasta dejarlo convertido en una rendija-. No me ha gustado nunca tener que escarbar en las relaciones familiares, y cuanto más alto subes, peor parado sales. -Se ajustó instintivamente la chaqueta pero ni así consiguió que le sentara mejor-. Así se porta la sociedad con uno; cuando se empeña, disimula las pistas mejor que cualquier criminal. Esta clase de gente no suele cometer errores pero por Dios bendito que el día que se equivoca la hace gorda. -Agitó el dedo en el aire en dirección a Monk-. Escuche bien lo que le digo, como aquí haya alguna cosa fea, será peor de lo que nos figuramos. No sé si usted tiene debilidad por las clases altas, amigo, pero le aseguro que cuando se trata de proteger a los suyos juegan sucio como el primero, se lo digo yo.

Monk no supo qué contestar. No recordaba haber dicho ni hecho nada que pudiera provocar en Runcorn tales resabios, semejantes notas de reconvención. ¿Sería él un descarado arribista? La sola idea le resultaba repulsiva, patética incluso si bien se miraba: ¡querer impresionar a los demás aparentando lo que no se es, aunque a los demás les tenga completamente sin cuidado, es más, cuando es casi seguro que pueden detectar sus orígenes antes de que abras la boca!

Con todo, ¿acaso la mayoría no aspira a promocionarse así que se le presenta ocasión? ¿Se había mostrado quizás excesivamente ambicioso cometiendo además la necedad de demostrarlo?

Lo que más le turbaba era aquella idea insistente que persistía en el fondo de sus pensamientos: ¿por qué había estado ocho años sin ir a ver a Beth? Por lo visto, era el único familiar que le quedaba, pese a lo cual prácticamente había ignorado su existencia. ¿Por qué?

Runcorn lo miraba fijamente.

– ¿Y bien? ¿Qué me dice? -preguntó.

– Sí, señor -dijo volviendo a la realidad-. Estoy perfectamente de acuerdo con usted, señor. Soy de la opinión de que puede tratarse de algo muy desagradable. Hay que odiar mucho a una persona para matarla de la manera que mataron a Grey. Imagino que, si el asunto tiene algo que ver con la familia, harán lo posible para taparlo. De hecho, el hijo mayor, el actual lord Shelburne, no parecía demasiado interesado en que indagara en esa dirección. Hizo lo posible para convencerme de que reconsiderara la idea de que el autor era un ladrón circunstancial o un loco.

– ¿Y Su Señoría?

– Ella está empeñada en que prosiga las pesquisas.

– Pues en ese caso está de suerte, ¿verdad? -dijo Runcorn asintiendo con la cabeza y plegando sus labios en una mueca-, porque esto es ni más ni menos lo que va usted a hacer.

Monk advirtió el punto final a la entrevista.

– Sí, señor, empezaré con Yeats.

Se excusó y se dirigió a su despacho.

Evan estaba sentado a la mesa, ocupado escribiendo. Levantó la cabeza con una sonrisa furtiva cuando entró Monk. Éste experimentó una alegría inusitada al verlo; se daba cuenta de que ya veía en Evan más a un amigo que un colega.

– ¿Qué tal Shelburne? -preguntó Evan.

– ¡De lo más delicioso! -replicó Monk-. Y de lo más formal. ¿Qué me dice del señor Yeats?

– De lo más respetable -la boca de Evan se torció en un gesto de momentánea y contenida satisfacción- y de lo más ordinario. Nadie tiene nada contra él. De hecho, nadie dice mucho de él, incluso hay a quien le cuesta recordar de quién se trata.

Monk desterró a Yeats de sus pensamientos y habló de lo que más le importaba en aquel momento.

– Runcorn es de la opinión de que las cosas se complicarán bastante y espera mucho de nosotros…

– Naturalmente. -Evan lo miró de manera absolutamente franca-. Por eso se dio tanta prisa en meterlo a usted en el caso, pese a que apenas se ha repuesto del accidente. Siempre que uno tiene que habérselas con la aristocracia las cosas se ponen feas. Y reconozcámoslo, por lo general a los policías se nos trata como si estuviéramos al mismo nivel social que los criados. Somos como las alcantarillas: cuanto más lejos, mejor. Somos necesarios en una sociedad imperfecta, pero no resultamos lo bastante dignos como para hacernos pasar al salón.