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– ¡Oh! -Dejó a un lado la aguja y el tambor de bordar; estaba bordando un dibujo de unas rosas que enmarcaban un texto-. Ya comprendo, pero lamento no recordar nada en este sentido. De todos modos, tenga la amabilidad de sentarse e intentaré ayudarle.

Monk aceptó la invitación y comenzó a hacerle preguntas en tono cortés, no porque esperase llegar a obtener alguna información directa hablando con ella, sino por observarla no directamente, y escuchar el sonido de su voz y ver cómo hacía girar los dedos mientras dejaba descansar las manos en su regazo.

Lentamente le fue trazando un retrato de Joscelin Grey.

– Era muy joven cuando me instalé en esta casa después de mi boda -dijo Rosamond con una sonrisa, apartando los ojos de Monk y dejándolos vagar a través de la ventana-. Por supuesto que esto era antes de que Joscelin fuera a Crimea. En aquel entonces era oficial, acababa de obtener la graduación y era muy… -Buscó la palabra apropiada-. Muy agraciado. Recuerdo la primera vez que llegó con su uniforme, su guerrera escarlata, los galones de oro, las botas relucientes… ¡Alegraba la vista verlo! -La voz se le quebró-. Entonces todo era una aventura.

– ¿Y después? -la instó Monk, observando las delicadas sombras de su cara, la búsqueda de algo que se entreveía pero que no llegaba a entenderse más que a través del instinto.

– Recibió una herida, esto usted ya lo sabe. -Ella lo miró con el ceño fruncido.

– Sí-dijo Monk.

– Dos veces… y también estuvo enfermo. -Escudriñó los ojos de Monk como para averiguar si él sabía más cosas que ella, pero él no recordaba nada que pudiera servirle de asidero-. Sufrió muchísimo-prosiguió ella-. Fue derribado del caballo en la carga de Balaclava y recibió una herida de espada en la pierna en Sebastopol. No hablaba mucho del periodo en que estuvo ingresado en el hospital en Shkodér; decía que era demasiado terrible como para hablar de ello y que no quería angustiarnos.

La labor de bordado resbaló sobre la suavidad de su regazo y rodó por tierra. No intentó recogerla.

– ¿Había cambiado? -le preguntó Monk con gran interés.

Ella sonrió apenas. Tenía una bellísima boca, más dulce y expresiva que la de su suegra.

– Sí… pero no había perdido su buen humor, todavía sabía reírse y gozar de las cosas bellas. El día de mi cumpleaños me regaló una caja de música. -Sonrió al recordarlo-. Tenía la tapadera esmaltada con el dibujo de una rosa. La música que sonaba era Für Elise… Beethoven, ¿sabe usted?

– ¡Francamente, cariño! -La voz de Lovel la interrumpió al tiempo que éste se volvía bruscamente de la ventana junto a la cual se encontraba-. Este hombre ha venido por trabajo y ni sabe ni le interesa en absoluto lo referente a Beethoven ni a la caja de música de Joscelin. Procura limitarte a hablar de las cosas que tengan relación con la cuestión que nos ocupa, suponiendo que exista la remota posibilidad de que tal relación exista. Lo que quiere saber es si Joscelin pudo haber ofendido a alguien, si debía dinero ¡yo qué sé!

El rostro de su esposa se alteró tan levemente que se habría atribuido a un cambio de luz, de no haber sido porque el cielo que se podía contemplar al otro lado de las ventanas era de un azul uniforme y sin nubes. De pronto pareció cansada.

– Sé que para Joscelin las cuestiones financieras a veces resultaban difíciles -respondió ella con voz tranquila-. Pero no conozco detalles e ignoro también si debía dinero a alguien.

– Resulta difícil imaginar que tratara de estos asuntos con mi esposa -dijo Lovel volviéndose con viveza-. De haber necesitado un préstamo habría acudido a mí… pero era lo bastante sensato como para no intentarlo. Dicho sea de paso, su asignación era cuantiosa.

Monk observó con gran interés la espléndida estancia, las enguirnaldadas cortinas de terciopelo, por no hablar del jardín y el parque que se extendían hasta la lejanía, y se abstuvo de hacer ninguna observación relativa a la generosidad. Volvió a mirar a Rosamond.

– ¿Usted no lo ayudó nunca, señora?

Rosamond vaciló.

– ¿De qué modo? -preguntó Lovel levantando las cejas.

– ¿Tal vez… con algún regalo? -apuntó Monk procurando hacer la pregunta con el máximo tacto-. ¿Tal vez un pequeño préstamo para cubrir algún apuro momentáneo?

– Me veo en la necesidad de interpretar que usted sólo busca nuestro perjuicio -intervino Lovel con aspereza-, lo que no deja de ser deplorable, y como persista en su actitud haré que lo retiren del caso.

Monk se quedó estupefacto; no había querido ofender a nadie, lo único que pretendía era descubrir la verdad. Pero semejantes muestras de susceptibilidad no dejaban de ser anecdóticas y en aquel preciso momento sólo le inspiraron una ligera indulgencia.

Lovel advirtió su irritación y la tomó por incapacidad de comprensión.

– Señor Monk, una mujer casada no posee nada de lo que pueda deshacerse para ayudar, ni a un cuñado ni a nadie.

Monk se sonrojó por su desliz y por los aires de condescendencia que le demostraba Lovel. Desde luego que conocía las leyes, si se las mentaban. Por ley, ni las alhajas personales de Rosamond eran suyas. Si Lovel le impedía desprenderse de ellas, no tenía más remedio que obedecerle. Pero desde luego que no le cabía ninguna duda, viéndola hablar de aquella manera y observando aquel brillo de sus ojos, de que lo había hecho.

Monk no sentía ningún deseo de traicionarla, la certeza era lo único que quería. Por este motivo se abstuvo de responden como habría querido.

– No quise referirme a nada que la señora pudiera haber hecho sin el permiso de usted, señor, sino simplemente a un gesto de amabilidad por parte de lady Shelburne.

Lovel se disponía a replicar, pero cambió de parecer y volvió a mirar por la ventana con las facciones tensas y la espalda erguida y envarada.

– ¿Afectó mucho la guerra al comandante Grey? -Monk volvió a dirigirse a Rosamond.

– ¡Oh, sí!

Por un momento su rostro reflejó una gran emoción; después, recordando las circunstancias en que se encontraba, luchó por dominarse. De no haber sido educada en los privilegios y deberes que corresponden a una señora, se habría echado a llorar allí mismo.

– Sí -dijo de nuevo-, sí, aunque supo dominarse gracias a su gran coraje. No hacía muchos meses que volvía a ser el de siempre, al menos en la mayoría de las ocasiones. Incluso a veces tocaba el piano y cantaba para deleite nuestro. -Sus ojos abandonaron a Monk para perderse en algún recoveco de sus pensamientos-. Nos contaba historias divertidas y nos hacía reír, aunque en algunas ocasiones se acordaba de los hombres que habían muerto y supongo que también de sus propios sufrimientos.

Monk estaba formándose un cuadro cada vez más preciso de Joscelin Grey: un oficial joven y gallardo, de trato amable, tal vez un tanto bisoño; después, tras las experiencias de la guerra, con todo su dolor y su sangre, y en su caso con una responsabilidad de un tipo completamente nuevo, la vuelta a casa debió de suponer reanudar hasta cierto punto la vida de antes: la del hijo más joven, con poco dinero pero con un gran encanto y una gran dosis de valentía.

No era hombre capaz de hacerse enemigos perjudicando a nadie, pero no hacía falta poseer gran imaginación para deducir que podía haber despertado celos lo suficientemente poderosos como para provocar un asesinato. Todo lo que se necesitaba para que esto sucediera podía muy bien estar encerrado en aquella encantadora estancia con sus tapicerías y su vista al parque.

– Gracias, lady Shelburne -dijo con gran cortesía-, me ha proporcionado un retrato mucho más exacto que el que tenía hasta ahora y le estoy muy reconocido. -Se volvió a Lovel-. Gracias, señor. Si fuera posible, querría hablar ahora con el señor Menard Grey…

– No está en casa -respondió Lovel, tajante-. Ha ido a ver a uno de los arrendatarios de nuestras tierras y como no sé a cuál, es inútil que vaya usted por aquí merodeando. A fin de cuentas, usted busca al asesino de Joscelin, no material para escribir una nota necrológica.