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– ¿Venía aquí a menudo? -Monk trataba de explotar un filón más prometedor.

– Más o menos cada dos meses. ¿Por qué? -Levantó los ojos-. ¿No irá a suponer que alguien lo siguió desde aquí?

– Conviene ponderar todas las posibilidades, señor. -Monk desplazó ligeramente el peso de su cuerpo sobre el aparador-. ¿Había estado aquí poco antes de su muerte?

– Sí, un par de semanas antes, o menos quizá. Pero creo que se equivoca siguiendo este camino. Todos los de aquí lo conocían desde hacía años y todo el mundo le tenía simpatía. -Su rostro se ensombreció un momento-. Dicho sea de paso, me parece que era el favorito de todos los criados. Siempre tenía una palabra amable para todo el mundo, se acordaba de los nombres de todos, pese a que hacía años que ya no vivía aquí.

Monk imaginó la situación: el hermano mayor, un hombre de una pieza, trabajador y capacitado pero aburrido; el mediano, todavía en fase de formación; y el más joven, esforzándose por conseguir -haciendo sonreír a la gente, saltándose las formalidades, afectando interesarse por las vidas y las familias de los criados- el encanto que le permitiría obtener lo que su nacimiento no le había deparado, ganando para sí ciertas consideraciones escatimadas a sus hermanos, incluido el amor de su madre.

– La gente sabe disimular el odio, señor -dijo Monk en voz alta-, especialmente si tienen el propósito de cometer un asesinato.

– Supongo que sí -admitió Lovel, irguiendo su persona y dando la espalda a la chimenea vacía-, pero continúo pensando que sigue un camino equivocado. ¡Ande, busque un loco en Londres, o un ladrón violento si quiere! Debe de haberlos a montones. ¿No tiene contactos, informadores? ¿Por qué no prueba con ellos?

– Ya lo hemos hecho, señor… y de forma exhaustiva. El señor Lamb, mi predecesor, dedicó semanas enteras a sondear todas las posibilidades en este sentido. Fue lo primero que hizo. -De pronto cambió de tema, con la esperanza de sorprenderlo desprevenido-. ¿De qué vivía el comandante Grey? Todavía no hemos descubierto ningún móvil financiero.

– ¿Y qué demonios espera usted descubrir por ahí? -Lovel parecía sobresaltado-. No irá a figurarse que sus actividades podían procurarle rivales capaces de abatirlo a bastonazos. ¡Sería absurdo!

– Pues alguien lo hizo.

Lovel hizo una mueca de desagrado.

– Lo sé. La verdad es que ignoro cuáles eran sus actividades en materia de negocios. Por supuesto que contaba con unos pequeños ingresos procedentes de nuestro patrimonio.

– ¿A cuánto ascendían, señor?

– No creo que sea cosa de su incumbencia. -La irritación había vuelto a hacer presa en él; un policía osaba entrometerse en sus asuntos. Sin darse cuenta, volvió a golpear con la bota el guardafuegos que tenía detrás.

– Por supuesto que lo es, señor. -Monk sostenía ahora las riendas de su estado de ánimo, tenía la conversación en sus manos y sabía qué dirección quería imprimirle-. Su hermano ha sido asesinado y probablemente su asesino era una persona conocida de su hermano. El dinero muy bien pudiera tener algo que ver; es uno de los motivos más habituales en el asesinato.

Lovel lo miró sin responder; Monk seguía esperando.

– Sí, supongo que es así -dijo Lovel finalmente-. Cuatrocientas libras al año… y por supuesto, su pensión del ejército.

La cantidad sonó importante a oídos de Monk. Se podía llevar un excelente tren de vida, mantener a una esposa, a una familia y a dos criadas por menos de mil libras. Era posible, sin embargo, que Joscelin Grey tuviera unos gustos más mundanos: trajes, clubs, caballos, juego, tal vez mujeres o, en todo caso, regalos destinados a mujeres. Hasta el momento no habían indagado en su círculo social, suponiendo que el asesino era un intruso anónimo y Grey una víctima del infortunio, sin que se les hubiera ocurrido que pudiera ser un conocido suyo.

– Gracias -respondió a lord Shelburne-. ¿No le consta que tuviera más ingresos?

– Mi hermano no me hablaba de sus asuntos financieros.

– ¿Me ha dicho que su esposa le tenía una gran simpatía? ¿No podría hablar con lady Shelbourne? Quizás él le hiciera alguna confidencia en su última visita que podría sernos de ayuda.

– Me extrañaría mucho, porque ella me lo habría comentado y, como es natural, yo se lo habría comentado a usted o a alguien con autoridad suficiente.

– Puede haber algo que a ojos de lady Shelburne no tenga ninguna importancia y en cambio la tenga a los míos -señaló Monk-. De todos modos, nada se pierde con intentarlo.

Lovel se desplazó hasta el centro de la habitación como si con aquel movimiento quisiera indicar la puerta a Monk.

– No creo. Ya ha sufrido una impresión bastante fuerte para que, encima, la perturbemos todavía más con detalles sórdidos.

– Yo sólo tenía intención de interrogarla acerca de la personalidad del comandante Grey, señor-dijo Monk no sin un rastro de ironía en la voz-, hablar de sus amigos y de sus intereses. Nada más. ¿O quizás estaba tan unida al comandante Grey que incluso esto podría perturbarla?

– Su impertinencia no me afecta en absoluto-dijo Lovel con viveza-. Por supuesto no es el caso. Sencillamente, no quiero hurgar más en este asunto. ¡No es muy agradable que apaleen a un miembro de tu familia hasta matarlo!

Monk se enfrentó abiertamente con él. Sólo los separaba un metro de distancia.

– Ya me lo imagino, pero es una razón más para empeñarse en encontrar al asesino.

– Si insiste…

De mala gana ordenó a Monk que lo siguiera y ambos salieron de aquella salita tan femenina y, a través de un corto pasillo, accedieron al vestíbulo principal. Monk echó una mirada a su alrededor en el breve espacio de tiempo en que Shelburne, precediéndole, se dirigía hacia una de las numerosas y elegantes puertas. Las paredes estaban recubiertas de paneles de madera hasta la altura del hombro y el pavimento de parquet. En él estaban distribuidas varias alfombras chinas de pelo corto y de bellísimos tonos pastel. Todo el conjunto estaba dominado por una magnífica escalinata que se bifurcaba hacia la mitad a uno y otro lado al llegar a un rellano rodeado por una barandilla. De las paredes de ambos lados colgaban cuadros con marcos dorados, pero Monk no pudo detenerse a observarlos.

Shelburne abrió la puerta de la antealcoba y esperó, impaciente, a que Monk lo alcanzase y después la cerró. La sala era larga y estaba orientada hacia el sur, rodeada de puertas ventanas que daban a un prado rematado por macizos de flores silvestres de vivos colores. Rosamond Shelburne estaba sentada en un diván tapizado de brocado y tenía en las manos un tambor de bordar. Levantó la vista de la labor al oírlos entrar. A primera vista no se diferenciaba demasiado de su suegra en su porte: los mismos cabellos rubios y la amplia frente, la misma forma de ojos, aunque los suyos eran de color castaño oscuro; en los rasgos de su rostro había un equilibrio diferente y el conjunto no reflejaba dureza, sino afabilidad y una amplia imaginación que no esperaba otra cosa que una ocasión para emprender el vuelo. Iba sobriamente vestida, como correspondía a una persona que acababa de perder a un cuñado, pero la amplia falda que llevaba era del color del vino y lo único negro en ella eran las cuentas de su collar.

– Lo siento, cariño. -Shelburne dirigió una mirada a Monk-. Mira, este hombre es policía y cree que tú podrías facilitarle alguna información acerca de Joscelin que podría serle de utilidad.

Pasó frente a ella y se detuvo ante la primera ventana, desde la cual contempló el sol más allá del prado.

La tez clara de Rosamond se coloreó ligeramente y ella evitó los ojos de Monk.

– ¿Ah, sí? -respondió cortésmente-. El hecho es que sé muy poco acerca de la vida que Joscelin llevaba en Londres, señor…

– Monk, señora -respondió él-, pero tengo entendido que el comandante Grey sentía gran afecto por usted y he pensado que quizá le hablara en alguna ocasión de algún amigo o conocido suyo que, ¿quién sabe?, a lo mejor nos conduce a otro y así sucesivamente.