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Se calló porque, de haber seguido, se habría echado a llorar. Se mantuvo muy quieta, tragando saliva con dificultad.

– Lo siento mucho -dijo Monk en un susurro.

Habría querido tocarla, pero sentía agudamente la distancia que los separaba. Habría sido una familiaridad excesiva y habría estropeado la confianza del momento, la ilusión de intimidad.

Ella esperó un momento más, como si aguardara algo que no llegó a producirse, hasta que por fin abandonó tal espera.

– Gracias. Estoy segura de que ha hecho lo que ha podido. Tal vez vi lo que quise ver.

Hubo movimiento en el extremo opuesto del pasillo, cerca de la puerta de la iglesia, y entonces apareció el vicario con su aire distraído y detrás de él aquella otra mujer de rostro tan peculiar que Monk viera la primera vez en la iglesia. También en esta ocasión iba vestida de oscuro, pero sus ropas eran sencillas y llevaba su espesa cabellera, peinada en una ligera onda, echada para atrás, más por comodidad que por obediencia a la moda.

– Señora Latterly, ¿es usted, verdad? -preguntó el vicario escudriñando en la oscuridad-. ¿Qué hace aquí sola? No debe obsesionarse tanto, ¿sabe usted?-de pronto vio a Monk-. ¡Oh, perdone, no había notado que estaba acompañada!

– Es el señor Monk -dijo ella a manera de explicación-. Pertenece al cuerpo de policía. Tuvo la amabilidad de ayudarnos cuando papá… murió.

El vicario observó a Monk con aire crítico.

– ¡Mi querida hija, le aseguro que sería mejor para todos que olvidara este asunto! Está bien observar el luto, pero dejemos que su pobre suegro descanse en paz. -Hizo la señal de la cruz en el aire con gesto ausente-. Sí, en paz.

Monk se puso en pie. Señora Latterly; o sea que estaba casada… ¿o viuda? Era absurdo que se ocupara en tales pensamientos.

– Si tuviese conocimiento de algún hecho nuevo, señora Latterly, ¿querrá que le pase la información?-dijo con voz tensa y un poco ahogada.

No quería perder contacto con ella ni que desapareciera en su pasado con todo lo demás. Quizá no descubriese nada, pero Monk debía saber dónde encontrarla, tener un motivo para verla.

Ella lo miró largo rato, indecisa, luchando consigo misma: después, habló con cautela.

– Sí, por favor, tenga la amabilidad, ¡pero recuerde sobre todo su promesa! Buenas noches.

Dio media vuelta y rozó con la falda los pies de Monk.

– Buenas noches, vicario -añadió-. Vamos, Hester, ya es hora de volver a casa. Charles debe de estar esperándonos para cenar.

Y se dirigió lentamente hacia la puerta. Monk la observó alejarse cogida del brazo de la otra mujer y tuvo la sensación de que se había llevado la luz con ella.

Una vez en la calle, bajo el aire cortante de la tarde, Hester Latterly se volvió a su cuñada.

– Creo que ya es hora de que te expliques, Imogen -le dijo con voz tranquila pero un tanto perentoria-. ¿Se puede saber quién es este hombre?

– Está con la policía -replicó Imogen caminando con viveza hacia el coche, que las esperaba junto al bordillo.

El cochero bajó del pescante, abrió la puerta y ayudó a subir a las señoras, primero a Imogen y después a Hester. Las dos ignoraron aquel gesto de cortesía, que se daba por descontado. Hester se arregló la falda para ponerse cómoda, mientras Imogen hacía lo propia para evitar que se arrugara la tela.

– ¿Qué significa esto de que está «con» la policía? -preguntó Hester mientras el coche se ponía en marcha-. A la policía no es preciso acompañarla. ¡Lo dices de una manera que parece un acontecimiento social! Algo así como: «La señorita Smith estará esta noche con el señor Jones.»

– Anda, no seas pedante -la censuró Imogen-. Se podría decir lo mismo de una criada: «Tilly está actualmente con los Robinson.»

Hester levantó las cejas.

– ¡Ah, vaya! O sea que este hombre hace de criado de la policía.

Imogen se quedó en silencio.

– Lo siento -dijo Hester finalmente-, sé que hay algo que te tiene fuera de sí, pero me siento impotente porque no sé de qué se trata.

Imogen extendió la mano hacia Hester y apretó con fuerza la de ésta.

– No es nada -protestó, aunque en voz tan baja que el ruido producido por el traqueteo del carruaje, los golpes de los cascos sobre el empedrado y el alboroto de la calle lo hicieron apenas audible-, la muerte de papá, y sus consecuencias. Ninguno de nosotros ha conseguido todavía superar el disgusto y no sabes cómo aprecio que lo hayas dejado todo para venir a mi casa a hacerme compañía.

– No podía hacer otra cosa -dijo Hester con absoluta sinceridad, aunque su trabajo en los hospitales de Crimea la había transformado hasta un grado tal que ni Imogen ni Charles habrían podido siquiera suponer.

Había sido un profundo sentimiento del deber lo que la había empujado a renunciar a su trabajo de enfermera y aquel ardiente deseo de mejorar, reformar y curar que había movido no sólo a la señorita Nightingale sino también a muchas otras mujeres. Pero primero la muerte de su padre y, al cabo de poquísimas semanas, la de su madre, habían convertido en inexcusable la obligación de regresar a casa por amor del luto obligado y para ayudar a su hermano y a la esposa de éste a cumplir con todas las servidumbres que había que atender. Por cierto que Charles, naturalmente se había ocupado de todo lo relativo a negocios y finanzas, pero además había que cerrar la casa, despedir a los criados, responder a una interminable retahíla de cartas, distribuir ropa entre los necesitados, hacer llegar a sus destinatarios los legados de carácter personal y celebrar las interminables ceremonias sociales que era imprescindible observar. Habría sido una innegable injusticia dejar que Imogen cargara sobre sus espaldas tan pesadas responsabilidades.

Hester no había titubeado un solo momento y se había limitado a presentar sus respetos y, recogiendo su escueto equipaje, se había embarcado al momento.

El cambio había resultado extraordinario, después de los años de desesperación vividos en Crimea y de los inenarrables sufrimientos que se había visto obligada a presenciar, la agonía de los heridos, los cadáveres destrozados por las balas y los sablazos y, lo que para ella había sido todavía más desgarrador, la visión de aquellos en los que se había cebado la enfermedad, los acerbos dolores y las náuseas del cólera, el tifus y la disentería, el frío y el hambre. Y lo que ya la había enfurecido por encima de todos los límites posibles, la asombrosa incompetencia.

Como aquel puñado de mujeres, ella había trabajado hasta el agotamiento, limpiando los desechos humanos en lugares en que no existían instalaciones sanitarias, y los excrementos de los más desvalidos, que hacían sus necesidades en el suelo desde donde se filtraban sobre los desgraciados que yacían amontonados en los sótanos de las casas. Había atendido a hombres que deliraban a causa de la fiebre, víctimas de la gangrena, con los miembros amputados por disparos de mosquetes, de cañonazos, por golpes de sable, e incluso por la congelación en los desprotegidos y temibles vivaques de los campamentos de invierno, donde hombres y caballos habían muerto por millares. Había ayudado en el parto a mujeres hambrientas, abandonadas por el ejército, había enterrado a muchos recién nacidos y había tenido que consolar a los huérfanos.

Y cuando ya no podía seguir dispensando piedad, había dedicado sus últimas energías a manifestar su indignación y a denunciar la insensata y absurda ineficacia de los mandos, que a sus ojos no tenían ni el más mínimo atisbo de sentido común, y ni mucho menos capacidad de organización.

Había perdido a un hermano y a muchos amigos, el más íntimo de los cuales, Alan Russell, brillante corresponsal de guerra que había escrito en los periódicos de su país amargas verdades acerca de una de las campañas más valerosas y temerarias que se han librado jamás. Había compartido sus opiniones con ella y hasta se las había dejado leer, una vez escritas, antes de enviarlas por correo.