– Alguien se lo guardó con toda deliberación y lo escondió en la habitación de Percival para hacer que pareciera culpable. -Monk dejó a un lado la indignación que sentía y comenzó a levantar la voz, exasperado y negándose a claudicar ni en lo físico ni en lo intelectual-. Si alguien guardó el cuchillo, quiere decir que pensaba utilizarlo.
Runcorn parpadeó.
– Pero ¿quién? ¿Esta lavandera de que habla? No tiene ninguna prueba contra ella. -Hizo un gesto con la mano como descartando la idea-. Ni la más mínima. ¿Quiere decirme qué le pasa, Monk? ¿Por qué se ha emperrado en no detener a Percival? ¿Qué favor le ha hecho este hombre? No creo que se ponga usted de espaldas movido sólo por el ánimo de llevar la contraria. -Entrecerró los párpados, su cara estaba a muy pocos palmos de la de Monk.
Monk seguía sin decidirse a dar un paso atrás.
– ¿Por qué se ha empeñado en culpar a una persona de la familia? -dijo Runcorn entre dientes-. ¡Santo Dios!, ¿no le bastó con el caso Grey y con llevarse a toda la familia por delante? ¿Se le ha metido en la sesera que el culpable tiene que ser forzosamente Myles Kellard por el solo hecho de que se aprovechó de una camarera? Usted quiere castigarlo por esto, ¿verdad? ¿De eso se trata?
– No se aprovechó de una camarera, la violó -lo corrigió Monk con voz clara. Su dicción se hacía más precisa a medida que Runcorn iba perdiendo el control y la rabia le hacía pronunciar las palabras de forma más confusa.
– Está bien, la violó, si lo prefiere… ¡No me sea pedante, se lo ruego! -le gritó Runcorn-. Aprovecharse de una camarera no es el paso previo para asesinar a la cuñada.
– ¡Violar! Violar a una camarera de diecisiete años que, además, está a tu servicio, que es una persona que depende de ti y que por este motivo no se atreverá a poner muchas objeciones ni a defenderse no está tan lejos de ir de noche a la habitación de tu cuñada con intención de aprovecharte de ella y, si la cosa se tercia, violarla. -Monk pronunció la palabra en voz muy alta y clara, dando el valor que correspondía a cada letra-. Si ella dice que no y tú te figuras que lo que dice es sí, ¿qué diferencia hay entre una mujer y otra en lo tocante a este punto?
– Si usted no sabe qué diferencia hay entre una señora y una sirvienta, Monk, quiere decir que es usted más ignorante de lo que aparenta. -El rostro de Runcorn se contrajo como consecuencia de todo el odio y el miedo acumulados durante su larga relación-. Esto no demuestra otra cosa que, pese a toda su ambición y a su arrogancia, usted no deja de ser el paleto provinciano que ha sido toda su vida. Por muchos trajes buenos que lleve y por bien que quiera hablar no se va a convertir en un señor: el patán que lleva debajo acabará apareciendo siempre. -Le brillaron los ojos en un arranque desatado de triunfo amargo. ¡Por fin había dicho algo que bullía en su interior desde hacía años! Sentía una incontenible alegría.
– Hace tiempo que trata de reunir el valor suficiente para decirme todo esto. Desde el día que se dio cuenta de que yo le estaba pisando los talones, ¿no es verdad? -le dijo Monk en tono de mofa-. ¡Lástima que no haya tenido también el valor de enfrentarse con los periódicos y con los señores del Home Office que tanto miedo le meten en el cuerpo! Si usted fuera bastante hombre les diría que no piensa detener a nadie, ni siquiera a un lacayo, sin antes contar con pruebas razonables suficientes para declararlo culpable. Pero no es su caso, ¿verdad? Usted es un alfeñique. Usted se vuelve del otro lado y hace como si no viera lo que no gusta a los señores. Detendrá a Percival porque se pone a tiro. ¿A quién le importa Percival? Sir Basil quedará contento y usted puede empapelarlo y así dejar contentas a todas esas personas que le dan tanto miedo. Puede presentarlo a sus superiores como un caso cerrado, tanto si es verdad como si no lo es, y después ya pueden colgar a ese pobre desgraciado y dejar cerrado el expediente.
Clavó los ojos en Runcorn con inefable desprecio.
– El público le aplaudirá -prosiguió- y los caballeros dirán de usted que es un funcionario probo y obediente. ¡Santo Dios, Percival puede ser un cerdo, un tipo egoísta y arrogante, pero por lo menos no es un cobarde ni un adulador como usted! ¡No pienso detenerlo hasta que se demuestre que es culpable!
La cara de Runcorn se había cubierto de manchas de color púrpura y estaba agarrado con fuerza a la mesa. Le temblaba todo el cuerpo y sus músculos estaban tan tensos que parecía que los hombros le reventarían de un momento a otro la tela de la chaqueta.
– Yo no le he pedido nada, Monk, se lo he ordenado. ¡Vaya a detener a Percival, ahora!
– No.
– ¿No? -En los ojos de Runcorn aleteó una extraña luz: miedo, incredulidad, exaltación-. ¿Se niega usted, Monk?
Monk tragó saliva, sabía lo que hacía.
– Sí. Usted se equivoca y yo me niego.
– ¡Queda usted despedido! -Extendió el brazo en dirección a la puerta-. Usted ya no trabaja en la Fuerza de la Policía Metropolitana. -Tendió su pesada mano hacia él-. Entrégueme su identificación oficial. A partir de este momento deja de ostentar el cargo que tenía, no desempeña ninguna función, ¿me ha entendido? ¡Está usted despedido! ¡Y ahora, salga inmediatamente!
Monk hurgó en su bolsillo y buscó sus documentos. Tenía las manos torpes y le enfurecía poner en evidencia sus gestos desmañados. Le arrojó los papeles sobre la mesa, dio media vuelta y salió del despacho dando grandes zancadas y dejando abierta la puerta.
Al salir al pasillo casi chocó con dos agentes y un sargento cargado con un montón de papeles que estaban allí parados, estupefactos, como si no creyeran lo que veían sus ojos: eran los testigos de un hecho histórico, de la caída de un gigante, de ahí esas miradas en las que se mezclaba el remordimiento con la sensación de triunfo, y también cierto sentimiento de culpabilidad, porque no se esperaban que Monk fuera tan vulnerable. Se sentían superiores, y asustados a la vez.
Los había sorprendido demasiado inesperadamente para que pudieran fingir que no escuchaban, pero él estaba tan absorto en las emociones que lo embargaban que no advirtió el azoramiento de los agentes.
Cuando llegó al pie de la escalera, el agente de servicio ya había tenido tiempo de adoptar una actitud normal y de colocarse de nuevo detrás de su mesa. Abrió la boca para decir algo, pero Monk no le prestó atención, por lo que quedó dispensado de la necesidad.
Hasta que se encontró en la calle bajo la lluvia no sintió el primer estremecimiento que le produjo la comprobación de que no sólo había arruinado su profesión sino incluso su fuente de subsistencia. Hacía quince minutos que era un policía admirado y a veces temido, competente en su trabajo, con una sólida reputación y una gran pericia. Ahora se había convertido en un parado, no tenía trabajo y no tardaría en no tener dinero. Y habría quedado al margen de Percival.
No, había quedado al margen del odio entre Runcorn y él, un odio que se había ido elaborando a lo largo de los años, al margen de la rivalidad, del miedo, de los malentendidos.
¿Quizá también al margen de la inocencia y de la culpa?