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– En nombre de Dios, ¿qué otra cosa necesita? -gritó, golpeando con el puño en la mesa y haciendo saltar los adornos-. ¡Ha encontrado el arma y la ropa de mi hija manchada de sangre en la habitación de este hombre! ¿Qué espera? ¿Una confesión?

Monk explicó con toda la claridad y la paciencia que le fue posible por qué consideraba que todavía no contaba con suficientes pruebas, pero Basil estaba furioso y se lo sacó de delante con cajas destempladas, al tiempo que llamaba a Harold para que acudiera inmediatamente y le encargaba que fuese a llevar una carta.

Cuando Monk volvió a la cocina, recogió a Evan, salieron los dos a Regent Street y se montaron en un cabriolé para trasladarse a la comisaría e informar a Runcorn. Harold ya se les había adelantado con la carta de sir Basil.

– ¿Se puede saber qué diablos pretende, Monk? -preguntó Runcorn, inclinándose sobre el escritorio y estrujando la carta con la mano-. Tiene pruebas bastantes para hacer colgar dos veces al hombre. ¿Quiere decirme a qué está jugando? ¿Por qué ha dicho a sir Basil que no piensa detenerlo? ¡Vuelva a la casa y deténgalo inmediatamente!

– No creo que sea culpable -dijo Monk con voz imperturbable.

Runcorn estaba anonadado. En su cara alargada se perfiló una expresión de incredulidad.

– ¿Cómo dice?

– Que no creo que sea culpable -repitió claramente Monk con un matiz cortante en la voz.

A Runcorn se le subió el color a las mejillas en forma de manchas en la piel.

– ¡No diga cosas absurdas! ¡Claro que es culpable! -gritó-. ¡Santo Dios, hombre! ¿Acaso no ha encontrado en su habitación el cuchillo y la ropa de la muerta manchada de sangre? ¿Qué más quiere? ¿Qué justificación de inocencia pretende encontrar?

– Que no fue él quien los puso allí -Monk mantenía baja la voz-. Sólo un imbécil dejaría unos objetos como éstos en un lugar donde fuera tan fácil encontrarlos.

– Pero no fue usted quien los encontró, ¿verdad? -exclamó Runcorn, furioso, ahora de pie-. No los encontró hasta que la cocinera le dijo que le faltaba el cuchillo. El condenado lacayo no podía haber sabido que ella lo había encontrado a faltar. No sabía que usted había registrado el sitio.

– Ya lo habíamos registrado una vez, cuando buscábamos las joyas desaparecidas -señaló Monk.

– Pues quiere decir que no registraron bien, ¿no cree? -remachó Runcorn con satisfacción, pasando también ahora por encima de sus palabras-. Usted no esperaba encontrar estas dos cosas y por esto no hizo un registro concienzudo. Una negligencia… usted se figura ser más listo que nadie y saca conclusiones precipitadas. -Se inclinó sobre la mesa, con las manos sobre la misma y los dedos extendidos-. Bueno, pues esta vez se ha equivocado, ¿no le parece? Y ha demostrado una incompetencia total. Si usted hubiera hecho bien su trabajo y la primera vez hubiera hecho un registro a fondo habría encontrado el cuchillo y la ropa y habría ahorrado a la familia muchos quebraderos de cabeza y a la policía tiempo y esfuerzos -gritó agitando la carta-. Si pudiera, le aseguro que le deduciría del salario todas las horas de trabajo que han desperdiciado los agentes por culpa de su incompetencia. Usted ha perdido facultades, Monk, ya no tiene el olfato de antes. Procure paliar sus deficiencias aunque sólo sea en parte volviendo ahora mismo a Queen Anne Street, pidiendo disculpas a sir Basil y deteniendo a ese maldito lacayo.

– Estas cosas no estaban en el sitio donde las encontramos cuando lo registramos la primera vez -repitió Monk. No dejaría que echaran las culpas a Evan y creía que lo que había dicho seguramente era verdad. Runcorn parpadeó.

– Muy bien, entonces quiere decir que lo había metido en otro sitio… y que después lo escondió en el cajón -Runcorn iba levantando cada vez más la voz aun en contra de su voluntad-. Vuelva a Queen Anne Street y detenga al lacayo… ¿he hablado con bastante claridad? No sé cómo decírselo más claramente. ¡Váyase, Monk… y detenga a Percival bajo acusación de asesinato!

– No, no creo que sea culpable.

– A la gente le importa un pepino lo que usted pueda creer o dejar de creer. ¡Haga lo que le he mandado! -A Runcorn le iban subiendo los colores por momentos y se agarraba con fuerza a la superficie de la mesa.

Monk hizo esfuerzos para dominarse y discutir la cuestión. Sólo habría querido una cosa: poder decir a Runcorn que era un imbécil y marcharse.

– Los hechos no cuadran -se esforzó en decir-. Si tuvo ocasión de desembarazarse de las joyas, ¿por qué no la tuvo también para desembarazarse del cuchillo y del salto de cama al mismo tiempo?

– Probablemente no se desembarazó de las joyas -dijo Runcorn con un súbito arranque de satisfacción-. Estoy convencido de que las tiene en su cuarto y, si busca bien, seguro que las encontrará. Metidas dentro de una bota vieja, cosidas en un bolsillo o lo que sea. Después de todo, lo que buscaba esta vez era un cuchillo y ya ha descartado todos los sitios que eran demasiado pequeños para esconderlo.

– La primera vez buscamos joyas -señaló Monk con una sombra de sarcasmo que no pudo disimular-. Difícilmente nos habría pasado inadvertido un cuchillo de trinchar carne y un salto de cama.

– De haber hecho bien su trabajo, así habría sido -admitió Runcorn-, lo que simplemente quiere decir que no lo hicieron bien… ¿no le parece, Monk?

– O esto o estas cosas no estaban allí entonces -admitió Monk, mirándolo fijamente y sin parpadear-, que es lo que le he dicho antes. Sólo un imbécil lo guardaría cuando habría podido limpiar el cuchillo y volverlo a colocar en la cocina sin problema alguno. A nadie le habría sorprendido ver a un lacayo en la cocina, no hacen más que entrar y salir llevando y trayendo recados. Y son los últimos en acostarse porque tienen que cerrar la puerta con llave.

Runcorn ya abría la boca para contradecir sus palabras, pero Monk le hizo callar.

– A nadie le habría sorprendido ver a Percival rondando por la casa a medianoche o más tarde. Podía justificar su presencia en cualquier lugar de la casa, salvo en la habitación de un familiar, naturalmente, diciendo simplemente que había oído golpes en una ventana o que temía que una puerta hubiera quedado abierta. Los señores habrían valorado su diligencia.

– Cualidad para usted envidiable -continuó Runcorn-, ya que ni el más ferviente de sus admiradores la ensalzaría en usted.

– Le habría costado muy poco meter el salto de cama en el hornillo de la cocina, encajar nuevamente la tapadera y quemarlo sin dejar rastro -prosiguió Monk, pasando por alto la interrupción-. Ahora bien, si hubiéramos encontrado las joyas, la cosa habría tenido más sentido. Yo entendería que alguien escondiera unas joyas en la esperanza de poder venderlas algún día o incluso de pensar deshacerse de ellas o de negociarlas a cambio de algo. Pero ¿por qué iba a guardar un cuchillo?

– No sé, Monk -dijo Runcorn entre dientes-. Yo no tengo el cerebro de un lacayo homicida, pero lo que no me puede negar es que había escondido estas dos cosas, ¿no le parece? Usted las encontró.

– Las encontramos, efectivamente -asintió Monk en un alarde de paciencia que hizo subir más el color de las mejillas de Runcorn-, pero esto es precisamente lo que intento demostrarle, señor Runcorn. No hay pruebas que demuestren que fue Percival quien las guardó, ni tampoco que fue él quien las escondió en el cajón. Habría podido ser cualquiera. Su habitación no está cerrada con llave.

Runcorn levantó las cejas.

– ¡Vaya! Primero quiere demostrarme que a nadie se le ocurriría guardar un cuchillo manchado de sangre. Y ahora me dice que fue otra persona, no Percival. Usted se contradice, Monk. -Se inclinó un poco más sobre la mesa y se quedó mirando el rostro de Monk-. No hace más que decir necedades. El cuchillo estaba allí, o sea que, pese a todas sus confusas argumentaciones, alguien debió de esconderlo. Además, estaba en la habitación de Percival. ¿A qué espera? Mire, váyase y deténgalo.