– Era necesario, inspector -reconoció Araminta, muy envarada.
– Señora… -Monk inclinó la cabeza para excusarse y, con Evan siguiéndole a la distancia de un paso, se dirigió a la despensa del mayordomo para preguntar a Phillips si podía ver a Percival.
– ¡Claro! -dijo Phillips con voz grave-. ¿Puedo permitirme preguntarle, señor, si ha descubierto algo en el curso de su búsqueda? Una de las sirvientas de arriba me ha dicho que sí, pero ya se sabe que son jóvenes y que pecan de excesiva imaginación.
– Sí, hemos descubierto algo -replicó Monk-. Hemos encontrado el cuchillo que le faltaba a la señora Boden y un salto de cama que pertenecía a la señora Haslett. Parece que el cuchillo es el mismo que utilizaron para matarla.
Phillips se quedó blanco y Monk llegó a temer incluso que fuera a desmayarse, pero se mantuvo más erguido que un soldado en un desfile.
– ¿Puedo preguntarle dónde lo ha encontrado? -No reservaba para Monk la palabra «señor». Phillips era mayordomo y se tenía por muy superior a un policía desde el punto de vista social. Ni siquiera las desesperadas circunstancias que estaban viviendo podían alterar aquella realidad.
– Me parece que de momento sería mejor que consideráramos el asunto como una cuestión confidencial -replicó Monk fríamente-. Puede ser un indicio para averiguar quién pudo esconderlo pero no constituye una prueba concluyente por sí misma.
– Ya comprendo -dijo Phillips dándose cuenta de la evasiva y reaccionando ante ella con una mayor palidez en su rostro y unas maneras más envaradas. Él estaba al frente de los criados, estaba acostumbrado a mandar y le molestaba que un mero policía se introdujera en el terreno de responsabilidades que sólo a él competían. Toda la parte de la casa que se extendía al otro lado de la puerta tapizada de paño verde constituía sus dominios-. ¿Qué quiere usted de mí? Por supuesto, cuente conmigo. -No era más que un formalismo, no tenía otra alternativa, pero había que cubrir las apariencias.
– Muy agradecido -dijo Monk, disimulando un tonillo de burla. A Phillips no le habría gustado que se rieran de él-. Me gustaría ver a los criados uno por uno, empezando por Harold, a continuación Rhodes, el ayuda de cámara, y, en tercer lugar, Percival.
– ¡No faltaría más! Puede utilizar la sala de estar de la señora Willis, si usted gusta.
– Gracias, me parece muy bien. No tenía nada que decir a Harold ni a Rhodes pero, para guardar las apariencias, les preguntó qué habían hecho en el día del crimen y si sus habitaciones estaban cerradas con llave. Sus respuestas no le revelaron nada que no supiera ya.
Cuando entró Percival ya sabía que había ocurrido algo importante. Era mucho más inteligente que sus dos compañeros y tal vez algo en las maneras de Phillips lo había puesto sobre aviso o se había enterado de que se había encontrado algo en la habitación de un criado. Sabía también que los miembros de la familia estaban cada vez más asustados. Los veía todos los días, se daba cuenta de que estaban sobre ascuas, había descubierto la sospecha en sus ojos, un cambio en las mutuas relaciones, la desaparición de la confianza. De hecho, él mismo había tratado de enfrentar a Monk con Myles Kellard y por esto debía de suponer que ellos tratarían de hacer lo mismo con él, recogiendo cualquier brizna de información con tal de enfrentar a la policía con el personal de servicio. Entró con el miedo pintado en el rostro, su cuerpo estaba tenso, tenía los ojos muy abiertos y a un lado de la cara se le apreciaba un tic nervioso.
Evan se movió silenciosamente para intercalarse entre él y la puerta.
– Usted dirá, señor -dijo Percival sin esperar a que hablara Monk, si bien le brillaban los ojos como si se hubiera percatado del cambio de postura de Evan y de su significado.
Monk tenía ocultos la prenda de seda y el cuchillo detrás del cuerpo. Se los colocó delante y los levantó, el cuchillo en la mano izquierda, el salto de cama colgando, aquella prenda de mujer salpicada de sangre y de aspecto tétrico. Observó minuciosamente el rostro de Percival, todos los rasgos de su expresión. Vio sorpresa en él, un leve rastro de confusión, como si no acabara de entender lo que pasaba, pero no un resurgimiento de un nuevo miedo. En realidad, había incluso un tenue rayo de esperanza, como si a través de las nubes hubiera penetrado el haz de un rayo de sol. No era la reacción que cabía esperar de un hombre culpable. En aquel instante se convenció de que Percival no sabía dónde habían encontrado aquellos objetos.
– ¿Había visto esto con anterioridad? -le preguntó. Aunque la respuesta le serviría de muy poco, por algo debía de empezar.
Percival estaba muy pálido, aunque más tranquilo que cuando había entrado. Ahora ya sabía de dónde venía la amenaza y este hecho lo perturbaba menos que si lo hubiera ignorado.
– Es posible. El cuchillo es como tantos de la cocina. La prenda de seda es como otras que he llevado a veces a la lavandería. Lo que puedo decirle es que no había visto ninguna de estas dos cosas en este estado. ¿Es el cuchillo con el que mataron a la señora Haslett?
– Eso parece, ¿no cree?
– Sí, señor.
– ¿No quiere saber dónde los hemos encontramos? -Monk trasladó la mirada a Evan y vio también la duda en su rostro, reflejo exacto de lo que también él sentía. Si Percival sabía que habían encontrado aquello en su habitación quería decir que era un consumado actor, capaz de un autodominio digno de admiración… y por otra parte un total imbécil por no haber encontrado con anterioridad la manera de desembarazarse de aquellos objetos tan comprometedores.
Percival se encogió ligeramente de hombros pero no dijo nada.
– Detrás del cajón inferior de la cómoda que hay en su habitación.
Percival se quedó petrificado. Era evidente la súbita afluencia de sangre en su cara, la dilatación de sus ojos, el sudor que había cubierto su labio superior y su frente. Aspiró aire para disponerse a hablar, pero le falló la voz.
En aquel mismísimo instante Monk tuvo el súbito convencimiento de que Percival no había matado a Octavia Haslett. Era arrogante, egoísta y probablemente se había equivocado con ella -y también con Rose-, también era un hecho que disponía de un dinero que habría requerido una explicación, pero no era culpable de asesinato. Monk volvió a mirar a Evan y vio reflejado en él los mismos pensamientos, incluso aquella sorpresa que revelaba la infelicidad de su mirada.
Monk volvió a mirar a Percival.
– ¿Debo pensar que usted no sabe cómo fueron a parar a ese lugar?
Percival tragó saliva con un gesto convulsivo.
– No… no lo sé.
– Ya me lo figuraba.
– ¡No lo sé! -La voz de Percival subió una octava y se convirtió en una especie de graznido quebrado por el miedo-. ¡Juro por Dios que yo no la maté! Yo nunca había visto estas dos cosas, por lo menos en este estado. -Los músculos de todo su cuerpo estaban sometidos a una tensión tan fuerte que le provocaba temblores-. Mire usted… cuando hablé con usted exageré las cosas… le dije que yo gustaba a la señorita Octavia… fue una fanfarronada. Nunca en la vida tuve nada que ver con ella. -Se movía lleno de agitación-. El único hombre que a ella le interesaba fue el capitán Haslett. Mire lo que le digo: yo con ella fui educado y nada más. Si entré en su habitación fue sólo para entrarle bandejas o flores o notas, que es el trabajo que me toca hacer. -Las manos se le movían convulsivamente-. No sé quién la mató… ¡yo no! Alguien tiene que haber escondido estas cosas en mi cuarto. ¿Cómo quiere que yo guardase esto en mi cuarto? -Hablaba de forma atropellada-. No soy tan tonto como eso. Yo habría limpiado el cuchillo y lo habría vuelto a dejar en su sitio, en la cocina… y en cuanto a esa pieza de ropa, la habría quemado. ¿Por qué no? -tragó saliva y se volvió hacia Evan-. No habría dejado esas cosas allí escondidas esperando a que usted las encontrase.