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– Si el que lo hizo fue un miembro de la familia, seguro que se lo habrá llevado al otro extremo de Londres -observó Evan con una media sonrisa-. Puede estar en el fondo del río, en cualquier cloaca o en un depósito de basura.

– Ya lo sé -dijo Monk sin interrumpir su trabajo-. Myles Kellard parece el sospechoso más probable en este momento. O Araminta, en caso de que estuviera enterada. Pero ¿se le ocurre algo mejor?

– No -admitió Evan con aire apenado-, me he pasado la última semana y media persiguiendo mi sombra por todo Londres buscando las joyas y me apuesto lo que quiera a que se deshicieron de ellas la misma noche en que las robaron. También he comprobado el historial de los criados, todos con unos antecedentes ejemplares y yo diría que de una monotonía mortal. -Vaciaba cajones de ropa femenina limpia y en buen uso mientras iba hablando, palpándola cuidadosamente con sus largos dedos y poniendo una cara de extrema contrariedad causada por su propia intromisión-. Ya estoy empezando a pensar que los amos no ven personas, sino sólo delantales, uniformes y gorros de encaje -prosiguió-. Les importa un pepino la cabeza de la persona que lleva estas prendas con tal de disponer de té caliente, tener mesa puesta, chimenea limpia, encendida y bien provista, comida a punto, servida a la hora y retirados los platos y que cada vez que hacen sonar la campanilla alguien responda a ella y haga lo que ellos necesiten que haga. -Dobló la ropa con todo esmero y volvió a colocarla en su sitio-. ¡Ah… y que la casa esté limpia y en los cajones de la cómoda encuentren la ropa a punto! Las personas que hacen todas estas cosas no son nadie.

– Se está volviendo cínico, Evan.

Evan sonrió.

– Estoy aprendiendo, señor Monk.

Después de registrar las habitaciones de las sirvientas bajaron al segundo piso de la casa. A un lado del rellano estaban las habitaciones del ama de llaves, de la cocinera, de las doncellas de las señoras y ahora también la de Hester, mientras que al otro estaban las habitaciones del mayordomo, de los dos lacayos, del limpiabotas y del ayuda de cámara. -¿Empezamos por Percival? -preguntó Evan, mirando a Monk no sin cierta aprensión.

– Podemos seguir por orden -respondió Monk-. El primero es Harold.

Pero en la habitación de Harold no encontraron nada aparte de las cosas particulares de un joven normal y corriente que trabaja como criado en una casa importante: un traje de vestir para las raras ocasiones en que tenía permiso para salir, cartas de su familia, varias de su madre, unos cuantos recuerdos de la infancia, una fotografía de una mujer de mediana edad y de rostro afable que tenía los mismos cabellos que él y unos rasgos igual de suaves, posiblemente su madre, y un pañuelo femenino de batista barata, cuidadosamente doblado y colocado dentro de una Biblia… seguramente de Dinah.

Entre las habitaciones de Percival y Harold había la misma diferencia que existía entre Percival y Harold. En la del primero había libros de poesía, algunos de filosofía sobre las condiciones y el cambio social y una o dos novelas. No había cartas, ningún testimonio familiar ni de otro tipo de vínculos. Tenía dos trajes en el armario para sus salidas particulares y algunas botas muy elegantes, varias corbatas y pañuelos, una sorprendente cantidad de camisas y algunos vistosos gemelos y botones de cuello. Debía de convertirse en un petimetre cuando se lo proponía. Monk sintió un alfilerazo de cosa conocida al revisar las pertenencias de aquel joven que se vestía y se conducía por encima de su nivel de vida. ¿No habría empezado también él comportándose de aquella misma manera? ¿Viviendo en casa de otra persona e imitando sus maneras con intención de subir de nivel? Por otra parte sentía la curiosidad de saber de dónde sacaba Percival el dinero para aquel tipo de cosas: su coste estaba muy por encima del salario de un lacayo, aunque se hubiera pasado ahorrando años y años.

– ¡¡Señor Monk!!

Miró sobresaltado a Evan, que estaba de pie con el rostro lívido, con el cajón de la cómoda ante él, en el suelo. En sus manos sostenía una prenda larga de seda de color marfil cubierta de manchas oscuras y entre cuyos pliegues asomaba una hoja afilada y cruel, también cubierta de manchones de óxido producidos por la sangre al secarse.

Monk miró aquello, estupefacto. Se había esperado una serie de intentos infructuosos, simplemente algo que demostrase que por lo menos estaba haciendo lo que podía… y ahora Evan tenía en sus manos lo que era evidentemente el arma homicida, envuelta en un salto de cama de mujer, todo ello escondido en la habitación de Percival. Era una conclusión tan sorprendente que le costaba asimilarla.

– ¡Bueno, queda descartado Myles Kellard! -dijo Evan, tragando saliva, dejando el cuchillo y la prenda de seda con sumo cuidado en un extremo de la cama y retirando la mano rápidamente como quien desea apartarse de ella.

Monk volvió a colocar en el armario las cosas que ya había revisado y se quedó de pie muy erguido y con las manos en los bolsillos.

– Pero ¿por qué lo tenía metido aquí dentro? -dijo lentamente-. ¡Es una prueba inequívoca!

Evan frunció el ceño.

– Supongo que no quería dejar el cuchillo en el cuarto de la víctima, pero tampoco podía arriesgarse a llevarlo por la casa descubierto, con la sangre pegada a la hoja… Podía encontrarse a alguien…

– ¿A quién? ¡Por el amor de Dios!

El rostro sereno de Evan ahora mostraba una profunda turbación, se le habían ensombrecido los ojos y torcía los labios en un gesto de repugnancia que era más que física.

– ¡No sé! Podía encontrar a alguien en el rellano por la noche…

– ¿Y cómo iba a explicar su presencia… con o sin cuchillo? -preguntó Monk.

– ¡Yo qué sé! -Evan movió la cabeza-. ¿Qué trabajo hacen los lacayos? Podía decir que había oído algo raro, que se había figurado que algún intruso entraba, que había oído ruidos en la puerta… No sé. Pero claro, habría sido más convincente sin un cuchillo en la mano… manchado de sangre, además.

– Naturalmente. Lo lógico habría sido dejarlo en la habitación de ella -argumentó Monk.

– A lo mejor lo cogió sin pensar. -Evan levantó los ojos y encontró los de Monk-. Lo tenía en la mano y salió con el cuchillo. Quizá tuvo un ataque de pánico. Después salió y cuando estaba hacia la mitad del pasillo ya no se atrevió a retroceder.

– ¿Y el salto de cama? -dijo Monk-. Lo envolvió en la prenda para taparlo. No es el pánico del que usted habla. ¿Y por qué demonios iba a querer el cuchillo? ¡No tiene sentido!

– Para nosotros, no -admitió Evan lentamente y con los ojos clavados en la prenda de seda arrugada que tenía en la mano-. Para él debe de tenerlo… ¡está aquí!

– ¿Y no es posible que no haya tenido ocasión de desembarazarse de este cuchillo desde entonces hasta ahora? -Monk frunció el ceño-. ¡No puede haberlo olvidado!

– ¿Y qué otra explicación puede haber? -Evan se sentía impotente-. ¡El cuchillo es éste!

– Sí, pero ¿será Percival el que lo ha puesto aquí? ¿Por qué no lo encontramos cuando buscamos las joyas?

Evan se sonrojó.

– Bueno, no saqué los cajones, ni miré detrás. Y yo diría que el agente tampoco. Si quiere que le hable con sinceridad, estaba absolutamente convencido de que no íbamos a encontrar nada… aparte de que el jarrón de plata tampoco habría encajado en este escondrijo. -Parecía nervioso.

Monk se puso muy serio.

– Supongo que, aunque entonces hubiéramos mirado, tampoco lo habríamos encontrado. No sé, Evan. ¡Lo encuentro tan… estúpido! Percival puede ser arrogante, antipático, desdeñoso con los demás, de manera especial con las mujeres y, a juzgar por su guardarropa, saca dinero de alguna parte, pero de tonto no tiene un pelo. ¿Por qué iba a esconder en su cuarto una cosa tan comprometedora como ésta?

– ¿Por arrogancia? -sugirió Evan, vacilante-. A lo mejor se figura que somos unos ineptos y que no hay motivo para tenernos miedo. Y hasta ahora no se había equivocado.