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Capítulo 8

La alegría de Monk duró poco. Cuando al día siguiente volvió a Queen Anne Street fue acogido en la cocina por la señora Boden, que lo miró desconsolada y angustiada, el rostro sonrosado y unos mechones de pelo asomando, desordenados y tiesos, por debajo del gorro blanco.

– Buenos días, señor Monk. ¡Me alegra que haya venido!

– ¿Qué pasa, señora Boden? -A Monk le cayó el alma a los pies, pese a que no sabía de nada específico que pudiera asustarlo-. ¿Ha ocurrido algo?

– Encuentro a faltar uno de los cuchillos grandes, señor Monk. -Se secó las manos en el delantal-. Habría jurado que lo tenía la última vez que hice un roastbeef, pero Sal dice que lo corté con el otro y ahora pienso que quizá tiene razón. -Se metió dentro del gorro los cabellos que se le desmandaban y se secó la cara con gesto nervioso-. No hay nadie que se acuerde y May se ha puesto fuera de sí sólo de pensarlo. Se me revuelve el estómago cuando pienso que puede haber sido el cuchillo con el que mataron a la pobre señorita Octavia.

– ¿Cuándo se dio cuenta, señora Boden? -preguntó Monk con cautela.

– Ayer por la tarde. -Lanzó un resoplido-. La señorita Araminta ordenó que cortaran un trozo fino de carne para sir Basil. Había llegado tarde y quería comer un bocado. -Hablaba cada vez más alto, con una nota de histeria-. Fui a buscar el mejor cuchillo y vi que no estaba en su sitio. Entonces comencé a buscarlo, pensando que quizás había quedado en otro lugar. Pero no, no estaba en parte alguna.

– ¿Y no lo había vuelto a ver desde la muerte de la señora Haslett?

– No lo sé, señor Monk -dijo levantando las manos en el aire-. Yo me figuraba que lo había visto, pero tanto Sal como May han dicho que ellas no habían visto el cuchillo y que la última vez que corté carne utilicé el viejo. Yo es que me quedé tan trastornada que no me acordaba de nada, es la pura verdad.

– Entonces supongo que lo mejor es que tratemos de encontrarlo -admitió Monk-. Daré orden al sargento Evan para que haga un registro. ¿Quién más está enterado?

La mujer se había quedado en blanco, no entendía nada.

– ¿Quién más lo sabe, señora Boden? -le repitió Monk con calma.

– ¡Y yo qué sé, señor Monk! No sé a quién preguntar. Lo he buscado, naturalmente, y ya he preguntado a todo el mundo si había visto el cuchillo.

– Cuando dice a todo el mundo, ¿a quién se refiere, señora Boden? ¿A quién más, aparte del personal de la cocina?

– Pues… ahora no puedo pensar -había empezado a entrarle pánico porque veía la urgencia que reflejaba la expresión de Monk y no entendía el motivo-. A Dinah, he preguntado a Dinah porque a veces cambian las cosas de sitio en la despensa… y quizá también se lo he dicho a Harold. ¿Por qué? Ninguno de los dos sabía dónde está el cuchillo… o me lo habrían dicho.

– Hay una persona que no se lo habría dicho -le señaló Monk.

Tardó varios segundos en captar lo que quería decir, después se llevó la mano a la boca y soltó un grito ahogado.

– Se lo comunicaré a sir Basil -dijo Monk-. Será lo mejor. -Era un eufemismo que significaba pedirle permiso para el registro. Sin su consentimiento no podía llevarlo a cabo y oponerse a los deseos de sir Basil equivalía a perder el puesto de trabajo. Dejó a la señora Boden sentada en la silla de la cocina y a May corriendo a buscar el frasco de las sales… y muy probablemente un buen trago de brandy del fuerte.

Le sorprendió que después de que le hubieran acompañado a la biblioteca sólo transcurrieran cinco minutos antes de que entrara Basil con el rostro tenso y enfurruñado y una mirada sombría en sus ojos oscuros.

– ¿Qué hay, Monk? ¿Sabe algo finalmente? ¡Santo Dios, ya sería hora!

– La cocinera me ha informado de que ha encontrado a faltar un cuchillo de cortar carne y por esto quisiera pedirle permiso para practicar un registro en la casa.

– ¡Búsquelo, no faltaría más! -dijo Basil-. ¿O quiere que lo busque yo?

– Necesitaba su permiso, Sir Basil -dijo Monk hablando entre dientes-. No voy a ponerme a revolver sus cosas sin autorización, a menos que usted me lo pida.

– ¿Mis cosas? -pareció sorprendido y lo miró con los ojos muy abiertos y llenos de incredulidad.

– ¿No es suyo todo lo que hay en la casa, señor, dejando aparte lo que pueda ser del señor Cyprian o del señor Kellard… y quizá lo del señor Thirsk?

Basil sonrió con aire desolado, un ligero movimiento de las comisuras de los labios.

– Dejando aparte las pertenencias de la señora Sandeman que, efectivamente, son suyas, todo lo demás es mío, efectivamente. Cuenta usted con mi permiso para registrar todo lo que le plazca. Seguramente necesitará ayuda. Pida a mi mozo de cuadra que vaya a buscar con el coche pequeño a las personas que necesite, a su sargento… -Se encogió de hombros, pero se notaba que su cuerpo, debajo de la chaqueta negra de barathea, estaba tenso-. O a sus agentes…

– Gracias -respondió Monk-, es usted muy amable. Procederé inmediatamente.

– Quizá podría esperar en la escalera de los criados -dijo Basil levantando un poco la voz-. Si la persona que retiene el cuchillo se entera de que se va a hacer un registro, lo más probable es que lo saque de su escondrijo antes de que se inicie. Desde lo alto de la escalera usted podrá vigilar el pasillo hasta el extremo opuesto, el lugar de donde arranca la escalera de las sirvientas. -Daba muchas más explicaciones que las habituales en él. Era la primera vez que Monk advertía un cambio en su compostura-. No le puedo indicar lugar más estratégico que éste. De nada serviría que uno de los criados montara guardia. Todos son sospechosos -observó la cara de Monk.

– Gracias -volvió a decir Monk-, muy precavido por su parte. ¿Puedo apostar a una de las sirvientas de arriba en el rellano principal? Así podrá observar todas las idas y venidas que se salgan de lo normal. Y quizá se podría pedir a las lavanderas y demás criados que se quedasen abajo hasta que terminemos el registro… y también a los mozos de cuadra.

– Sí, sí, claro -Basil estaba recuperando sus dotes de mando-. Y también al ayuda de cámara.

– Gracias, sir Basil. Será una gran ayuda.

Basil enarcó las cejas.

– ¿Qué otra cosa quiere que haga, hombre de Dios? ¿No se da cuenta de que a quien asesinaron fue a mi hija? -Había recobrado totalmente su dominio. Monk no podía responder nada a esto, salvo volver a manifestar su agradecimiento, pedir permiso para bajar, escribir una nota para Evan, que debía de estar en la comisaría, y hacerla llevar por el mozo de cuadra para que volviera con Evan y otro agente.

El registro comenzó cuarenta y cinco minutos más tarde y se inició en las habitaciones de las sirvientas, situadas en uno de los extremos de la buhardilla, exiguos y fríos desvanes que daban a las lascas de pizarra gris que cubrían los establos y tejados de Harley Mews, situados más allá. Cada una de estas habitaciones estaba amueblada con un camastro de hierro provisto de colchón, almohada y ropa de cama, una silla de respaldo duro y un sencillo tocador de madera con un espejo de pared sobre el mismo. No se habría tolerado que ninguna criada se presentase a trabajar sin haberse aseado primero y vestido con el uniforme en perfectas condiciones. Había también un armario ropero, además de un aguamanil y una jofaina para lavarse. La única cosa que diferenciaba una habitación de otra era el dibujo de las esteras de nudos colocadas en el suelo y las escasas estampas que pertenecían a cada uno de sus habitantes, un dibujo de la familia, en un caso una silueta, algún texto religioso o reproducción de alguna pintura famosa.

Ni Monk ni Evan encontraron ningún cuchillo. El agente, siguiendo instrucciones precisas, registró el exterior de la casa, simplemente porque era la otra única zona a la que tenían acceso los criados sin abandonar el terreno de la propiedad y de la que, por consiguiente, se ocupaban.