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Capítulo 9

Aquella noche Monk durmió mal y se despertó tarde y con la cabeza pesada. Se levantó y, cuando estaba a medio vestir, se acordó de que no tenía a ninguna parte donde ir. No sólo le habían retirado el caso de Queen Anne Street, sino que había dejado de ser policía. En realidad, no era nada. La profesión que desempeñaba era lo que daba sentido a su vida, lo que le proporcionaba un puesto en la comunidad, una manera de ocupar su tiempo libre y -lo que ahora cobraba de pronto dramática importancia- una fuente de ingresos. Podría trampear bien la situación durante unas semanas, por lo menos en lo que a alojamiento y comida se refería, pero habría otros gastos que ya no estaría en condiciones de cubrir: ni vestidos, ni comidas fuera de casa, ni libros nuevos o antiguos, ni maravillosas visitas a teatros y museos como camino necesario para convertirse en un caballero.

De cualquier modo, ésas eran trivialidades. Lo que constituía el fundamento de su vida había desaparecido. La ambición que había alimentado y por la cual se había sacrificado y sometido a una disciplina durante toda su vida hasta donde llegaban sus recuerdos o hasta donde había reconstruido a través de las palabras de otras personas, había perdido su razón de ser. No tenía otras relaciones, no sabía qué hacer con su tiempo, no tenía a nadie que lo valorase por lo que era, aunque no fuese con cariño, sino con temor y admiración. Se le habían quedado grabadas las caras de los hombres que estaban en la puerta de Runcorn. En ellas había confusión, azoramiento, angustia… pero simpatía no. Había conseguido ganarse su respeto, no su afecto.

Se sentía más solo que nunca, más confundido, más desdichado que en ningún momento desde que el caso Grey había alcanzado su cénit. No tenía apetito suficiente para dar cuenta del desayuno que le sirvió la señora Worley y únicamente comió una lonja de tocino y dos tostadas. Tenía los ojos clavados en el plato lleno de migajas cuando oyó un golpe enérgico en la puerta y entró Evan sin esperar a que lo invitase a pasar. Miró fijamente a Monk y se sentó a horcajadas en la otra silla de respaldo duro que había en la habitación y no dijo nada, el rostro lleno de ansiedad y una expresión tan extremadamente dulce que sólo podía calificarse de compasión.

– ¡No me mire así! -dijo Monk con viveza-. Sobreviviré. También se puede vivir sin ser policía, incluso yo.

Evan no dijo nada.

– ¿Ya ha detenido a Percival? -le preguntó Monk.

– No… ha enviado a Tarrant.

Monk sonrió con amargura.

– Quizá tenía miedo de que usted no lo detuviese. ¡Menudo estúpido!

Evan pestañeó.

– Lo siento -se disculpó Monk rápidamente-, pero si usted también hubiera renunciado no me habría beneficiado a mí, ni a Percival.

– Eso creo -concedió Evan, apesarado, mientras seguía flotando en sus ojos una sombra de culpabilidad. Monk olvidaba casi siempre lo joven que era Evan, aunque en aquel momento tenía todo el aspecto del hijo de un párroco de pueblo, con su atuendo correcto pero informal y sus maneras ligeramente diferentes, que ocultaban una íntima certidumbre que Monk no tendría en su vida. Evan podía ser más sensible que él, menos arrogante o contundente en sus juicios, pero tendría siempre aquella naturalidad innata para los pequeños señores como él y lo sabía, aunque era una cualidad que no se hallaba en la parte superficial de sus pensamientos, sino en aquella zona más profunda de la que nace el instinto.

– ¿Qué va a hacer ahora? ¿Lo ha pensado? Los periódicos de la mañana se han hecho eco de la noticia.

– No podía ser de otro modo -admitió Monk-. Estarán encantados, supongo. A buen seguro que el Home Office se deshace en elogios de la policía, la aristocracia se regodea en su propia honorabilidad. Una cosa es contratar a un lacayo perverso y otra… en fin, son errores que ocurren de vez en cuando. -Oyó la amargura de su voz y se despreció por ello, pero no podía eliminarla porque sus raíces eran demasiado profundas-. Cualquier caballero honrado puede pensar bien de otro. La familia Moidore está exonerada de toda culpa. El público en general puede volver a dormir tranquilo en la cama.

– Más o menos -admitió Evan poniendo cara larga-. En The Times hay un extenso editorial sobre la eficiencia de la nueva fuerza policial, incluso en un caso tan extremo y sensible como éste, es decir, en la propia casa de uno de los caballeros más eminentes de Londres. Se menciona varias veces a Runcorn como policía encargado del caso. El nombre de usted no aparece por ningún lado. -Se encogió de hombros-. El mío tampoco, claro.

Monk sonrió por vez primera ante la inocencia de Evan. -Hay también un artículo de un periodista que lamenta la creciente arrogancia de las clases trabajadoras -prosiguió Evan- y que vaticina el derrumbamiento del orden social tal como lo conocemos y el ocaso de la moral cristiana en general.

– Naturalmente -concedió Monk escuetamente-, siempre ocurre lo mismo. Creo que hay alguien que tiene escritos un montón de artículos sobre el tema y los va enviando a medida que considera que la ocasión se lo merece. ¿Qué más? ¿Hay alguien que se cuestione si Percival es culpable o no?

Evan parecía muy joven. Monk veía nítidamente detrás del hombre la sombra del muchacho, una especie de vulnerabilidad en la boca, la inocencia de los ojos.

– Nadie, que yo sepa. Lo que quieren todos es que lo cuelguen -dijo Evan, muy desazonado-. Parece como si la gente se hubiera sacado un peso de encima, todos están felices de que el caso esté cerrado y de que se le haya puesto punto final. Los cantantes callejeros ya han empezado a componer canciones sobre la historia y me he cruzado con uno que la vendía cerca de la comisaría, en Tottenham Court Road. -Procuraba expresarse con pulcritud, pero su expresión denotaba la ira que sentía-. Todo muy sensacionalista y sin un gran parecido con la realidad según nosotros la vimos… o creímos verla. Un folletín de tres al cuarto: una viuda inocente, la lujuria escondida en la despensa, ella acostándose con un cuchillo de cocina a fin de defender su virtud y el perverso lacayo presa de pasiones encendidas arrastrándose escaleras arriba para llegar a su habitación. -Levantó los ojos y miró a Monk-. Quieren volver a la época de los descuartizamientos. ¡Son cerdos sedientos de sangre!

– Han pasado miedo -dijo Monk sin sombra de piedad-. El miedo es mala cosa.

Evan frunció el ceño.

– ¿Cree que fue miedo lo que sintieron en Queen Anne Street? Todo el mundo muerto de miedo y con ganas de que alguien, quien fuera, cargara con las culpas, ganas de sacársenos de encima, de dejar de recelar unos de otros y de enterarse de cosas que querían saber.

Monk se inclinó, apartó los platos y, con aire cansado, apoyó los codos en la mesa.

– Quizá sea eso -suspiró-. ¡Oh, Dios! ¡Menudo lío el que he armado! Lo peor es que colgarán a Percival. Es un desgraciado, un pobre tipo arrogante y egoísta, pero no por esto merece morir. Casi igual de malo es que la persona que mató a Octavia Haslett siga en la casa y se salga con la suya. Y por mucho que quieran tapar las cosas, ignorarlas u olvidarlas, por lo menos hay una persona que sabe quién es el culpable. -Levantó los ojos-. ¿Se lo imagina, Evan? Tener que vivir el resto de la vida con alguien que uno sabe que es un asesino y dejar que el tipo se quede sin su merecido. Cruzarse con él en la escalera, sentarse frente a él a la hora de la comida, verlo sonreír y contar chistes como si no hubiera pasado nada…

– ¿Qué va usted a hacer? -Evan lo miraba con ojos atentos pero inquisitivos.

– ¿Qué demonios quiere que haga yo? -estalló Monk-. Runcorn ha detenido a Percival y será juzgado. Yo no tengo ninguna prueba que no se la haya presentado y no sólo estoy descartado del caso sino también de la fuerza policial. Ni siquiera sé cómo conseguiré vivir bajo techado. ¡Maldita sea! Soy la única persona en condiciones de poder ayudar a Percival, pero ¿cómo voy a ayudarlo si no puedo ayudarme a mí?