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– ¿Cree que considerarán una razón de suficiente peso su deseo de oír el veredicto? -le preguntó fríamente.

Hester hizo una mueca, casi una sonrisa.

– No, pero es que no pienso alegar este motivo.

– ¿Hace usted el trabajo al que aspiraba… me refiero al trabajo del dispensario? -Volvía a mostrarse directo y franco tal como lo recordaba, el hecho de que la comprendiera la reconfortaba.

– No -dijo sin querer mentir-, es un lugar regido por la incompetencia y en el que hay sufrimientos innecesarios y maneras absurdas de hacer las cosas que piden a gritos una reorganización. Si algunos renunciaran a orgullos mezquinos y pensaran en los fines y no en los medios… -Se animó al ver el interés de Monk-. Gran parte del problema estriba en el concepto que tienen del trabajo de enfermería y de la gente que lo realiza. El salario es exiguo: seis chelines por semana, y una parte del mismo se paga con cerveza. Muchas enfermeras se pasan la mitad del tiempo borrachas. Ahora, por lo menos, el hospital les proporciona comida, siempre es mejor esto que lo que ocurría antes, cuando se comían la de los enfermos. ¡Ya se puede imaginar qué tipo de hombres y mujeres se brindan a hacer este trabajo! La mayoría no sabe leer ni escribir. -Se encogió de hombros-. Duermen junto a las salas de los enfermos y disponen sólo de unas pocas jofainas y toallas, de un poco de loción de Conde y de vez en cuando de una pequeña cantidad de jabón para lavarse… aunque sólo sea las manos después de limpiar tanta porquería.

Monk sonrió más abiertamente y en sus ojos brilló un resplandor de comprensión.

– ¿Y usted? -le preguntó Hester-. ¿Sigue trabajando para el señor Runcorn? -No le preguntó si había recuperado la memoria, porque era un punto demasiado delicado para hurgar en él. Bastante peliagudo era hablar del señor Runcorn.

– Sí -dijo Monk poniéndose serio de pronto.

– ¿Y con el sargento Evan? -dijo Hester sin poder reprimir una sonrisa.

– Sí, también con Evan. -Vaciló un momento y parecía que iba a añadir algo más pero se interrumpió al ver bajar la escalera a Oliver Rathbone. Iba vestido con ropa de calle, no llevaba peluca ni toga. Su aspecto era atildado y parecía satisfecho.

Monk empequeñeció los ojos, pero no hizo ningún comentario.

– ¿Le parece que podemos abrigar esperanzas, señor Rathbone? -le preguntó Hester ávidamente.

– Esperanzas sí, señorita Latterly -replicó con cautela-, pero las certezas todavía quedan lejos.

– No olvide que tiene que habérselas con el juez, Rathbone -dijo Monk con acritud, abrochándose la chaqueta hasta arriba-, no con la señorita Latterly ni con la galería… ni siquiera con el jurado. Por brillante que pueda ser su intervención ante ellos, sólo formará parte de la guarnición, no del plato fuerte. -Y sin dar tiempo a Rathbone a contestar, hizo una ligera inclinación a Hester, giró sobre sus talones y se lanzó a grandes zancadas calle abajo, en la luz del atardecer.

– Un hombre nada simpático -comentó, áspero, Rathbone-, aunque imagino que no le hace falta simpatía para su trabajo. Si quiere, puedo dejarla donde usted desee con mi coche.

– Estimo que la simpatía es una cualidad muy engañosa -dijo Hester con toda deliberación-. El caso Grey seguramente es el ejemplo más demostrativo de los resultados a los que puede conducir una simpatía exagerada.

– Ya veo que no es una cualidad que usted valore excesivamente, señorita Latterly -replicó el hombre, con mirada decidida y una franca carcajada.

– ¡Oh…! -exclamó ella, pensando que ojalá se le hubiera ocurrido una salida ingeniosa con la misma facilidad con que se le ocurrían las pullas hirientes aunque esta vez no tenía nada que decir. No sabía con certeza si aquella risa del abogado era en honor a ella, a sí mismo o a Monk… ni siquiera si había que tomársela a mal o no-. No… -Se esforzó en encontrar algo que decir-. Lo que pasa es que no creo que haya que fiarse de esta cualidad, que es en suma una cualidad falsa: apariencia y no esencia, brillo pero no calor auténtico. No hace falta que me acompañe, gracias, voy con lady Callandra, pero ha sido muy amable ofreciéndose. Adiós, señor Rathbone.

– Adiós, señorita Latterly -dijo haciendo una inclinación y sin que de su rostro desapareciese la sonrisa.

Capítulo 3

Sir Basil Moidore miraba fijamente a Monk desde el otro extremo de la alfombra que cubría el pavimento de la salita de día. Estaba pálido, pero no había vacilación en su cara, ni tampoco falta de aplomo, sólo sorpresa e incredulidad.

– ¿Cómo ha dicho? -preguntó fríamente.

– Que el lunes por la noche no penetró nadie en esta casa, señor Moidore -repitió Monk-. La calle estuvo perfectamente vigilada de un extremo a otro durante toda la noche…

– ¿Quién la vigilaba? -Moidore enarcó las oscuras cejas, lo que acentuó la sorpresa que evidenciaban sus ojos.

Monk advirtió que el hombre empezaba a ponerse nervioso. No había nada que le molestara tanto como que no le prestaran crédito. Le insinuaban con ello que era un incompetente. Hizo un gran esfuerzo para dominar la voz.

– El policía de turno, sir Basil, el cabeza de familia de una casa que se pasó la mitad de la noche levantado para atender a su esposa enferma, el médico que la visitó. -No dijo nada de Paddy el Chino porque tenía la vaga sensación de que Moidore no habría valorado en mucho su testimonio-. Y un gran número de lacayos y cocheros que esperaban a que sus amos salieran de una fiesta que daban en la esquina de Chandos Street.

– Entonces es evidente que el hombre penetró desde las cocheras -respondió Basil, irritado.

– Tanto su mozo de cuadra como los cocheros duermen sobre los establos, señor -le señaló Monk-, y si una persona hubiera trepado por aquella parte no habría pasado por el tejado sin despertar por lo menos a los caballos. Después habría tenido que atravesar el tejado de la casa y bajar por el otro lado, lo que es prácticamente imposible a menos de tratarse de un alpinista provisto de cuerdas, equipo de montaña y…

– Ahórrese las ironías -lo cortó Basil-. Ya lo he entendido. Entonces entró por delante en algún momento comprendido entre las rondas de su policía. No hay otra respuesta. ¡No iba a pasarse el día entero escondido en la casa! ¡Y menos aún salir de ella cuando los criados ya estaban levantados!

Monk se vio obligado a hablar de Paddy el Chino.

– Lo siento, pero no fue así. También hemos hablado con un ladrón de casas que se pasó toda la noche en el extremo de Harley Street esperando que se presentara la oportunidad de penetrar en una casa, lo que no ocurrió porque la zona estaba llena de gente que lo habría visto. Estuvo toda la noche de guardia, desde las once hasta las cuatro de la madrugada… periodo que abarca la hora que estamos estudiando. Lo siento.

Sir Basil dio la vuelta a la mesa delante de la cual estaba hacía unos momentos, con la mirada turbia y la boca torcida por la indignación.

– Entonces, ¿se puede saber por qué no lo han detenido? ¡Tiene que haber sido él! Usted mismo ha dicho que es un ladrón de casas. ¿Qué otra prueba necesita? -Miró a Monk con ojos penetrantes-. Entró aquí, la pobre Octavia lo oyó… y él la mató. Pero bueno, ¿qué hace ahí como un tonto? ¿A qué espera?

Monk sintió que el cuerpo se le tensaba de rabia, lo que era más insoportable por el hecho de sentirse impotente. Quería triunfar en su profesión, pero sabía que fracasaría en toda la línea de mostrarse tan brusco como habría sido su deseo. ¡Eso era lo que quería Runcorn! No sólo habría sido su fracaso profesional sino también social.

– Lo que usted dice no es verdad -le replicó con voz monocorde y áspera-, y esto ha sido corroborado por el señor Bentley, por su médico y por una criada que no tiene interés alguno en el asunto ni la más mínima idea de lo que su testimonio puede comportar. -Al decirlo no miró al señor Bentley, porque no se atrevía a revelarle la indignación que reflejaban sus ojos y por otra parte odiaba la sumisión-. El ladrón de casas no pasó por esa calle -continuó-, ni tampoco robó a nadie porque no tuvo ocasión, lo que puede demostrar. Ojalá fuera tan sencillo como esto, nos encantaría resolver el caso con tanta facilidad… señor.