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– Si mi familia no está en esas condiciones, incluso si mis padres están muertos, es por el caso que nos ocupa -dijo Hester con un marcado acento de victoria en la voz. Independientemente de lo que el fiscal pudiera pensar, sabía que el jurado la había entendido y que al fin y al cabo era el que decidía, prescindiendo de lo que el fiscal pudiera decir.

– Así es -dijo él con una cierta irritación.

Después procedió a preguntarle de nuevo qué grado de amistad la unía con la víctima y a dar por sentado de forma muy sutil que ella había estado enamorada de él, había sucumbido a su encanto personal y que, habiéndola él rechazado, se vengaba manchando su buen nombre. De hecho, casi insinuó que ella podía haber colaborado en la ocultación del delito y que por esto defendía ahora a Menard Grey.

Hester estaba tan escandalizada como abochornada pero, cuando ya veía demasiado cerca la tentación de dar rienda suelta a la indignación, miró a Menard Grey y recordó qué era lo importante.

– No, esto no es verdad -dijo con voz tranquila. Ya iba a acusarlo de sordidez, pero la mirada de Rathbone la contuvo.

Sólo una vez distinguió a Monk, lo que provocó en ella una oleada de satisfacción, de placer incluso, sobre todo al ver su cara de indignación al mirar al fiscal.

Cuando inopinadamente el fiscal cambió de parecer y decidió dejar de interrogarla, como Hester estaba autorizada a permanecer en la sala, puesto que su testimonio ya había dejado de tener importancia, se buscó un sitio y se quedó a escuchar mientras Callandra declaraba. También ella fue interrogada primeramente por Rathbone y seguidamente, aunque con más cortesía que la que había empleado con Hester, por el fiscal. Éste tuvo el acierto de considerar que el jurado no vería con simpatía cualquier intento de amedrentar o insultar a la viuda de un cirujano del ejército, nada menos que a lady Callandra. Hester no miraba a Callandra, ya que no temía por ella, sino que tenía la vista fija en los rostros de los jurados. En ellos vio reflejadas las diferentes emociones que sentían: ira, lástima, confusión, respeto, desdén.

A continuación llamaron a Monk y le tomaron juramento. En la sala de espera Hester no había reparado en lo bien vestido que iba. Llevaba una chaqueta de excelente corte, sólo el estambre de mejor calidad tenía aquella caída. ¡Vaya vanidoso debía de estar hecho! ¿Cómo podía permitirse esos lujos un simple policía? De pronto le inspiró una lástima repentina y se dijo que probablemente hasta él mismo ignoraba la respuesta a aquella pregunta, por lo menos de momento. ¿Se la habría formulado? ¿O habría tenido miedo, quizá, de cuánta vanidad o insensibilidad podía revelarle la respuesta? ¡Qué espantosa debía de ser la contemplación descarnada de uno mismo, ver las cosas que uno hacía sin conocer ninguna de las razones que las hacían humanas, explicables en cuanto a miedos y esperanzas, no comprender tantas cosas, pequeños sacrificios que se hacían, heridas que se restañaban… sólo ver siempre resultados, sin entender nunca su sentido! Aquella chaqueta tan vistosa podía ser fruto de la pura vanidad, la plasmación de algo que compra el dinero, o bien el símbolo del éxito después de largos años de ahorro y de trabajo, de esfuerzos extraordinarios mientras los demás descansaban en sus casas o se divertían y reían en salas de fiestas o en tabernas.

Rathbone comenzó a interrogarlo. Le hablaba con voz pausada, conociendo el poder de las palabras y sabiendo que la emoción que embargaba a Monk podía producir un efecto demasiado intenso y demasiado rápido. Había llamado a los testigos siguiendo aquel orden para así elaborar la historia tal como había ocurrido: primero Crimea, después la muerte de los padres de Hester y, finalmente, el crimen. Hizo describir detalladamente a Monk el piso de Mecklenburgh Square, las marcas que había dejado la lucha y la muerte, el lento descubrimiento de la verdad alcanzado por él paso a paso.

Casi todo el tiempo Rathbone estuvo de espaldas a ella, encarado a Monk o al jurado, pero Hester percibía lo apremiante de su voz, cada una de sus palabras tan perfectamente cortada como una piedra tallada, aquella insistencia que penetraba en su mente y que desvelaba una tragedia insoportable.

Hester observaba a Monk, el respeto que reflejaba su rostro y, una o dos veces, una fugaz reacción de desagrado al responder. Rathbone no lo trataba como un testigo al que se le debe una consideración sino más bien como un medio enemigo. En sus frases había un sesgo hiriente, un elemento de antagonismo. Sólo al observar al jurado, Hester comprendió el porqué. Todas las personas que lo componían estaban tan absortas en lo que ocurría que ni siquiera se distrajeron con los gritos nerviosos de una mujer del público que requirió la asistencia de sus vecinos. Parecía que sólo a contrapelo Monk se resistía a demostrar la simpatía que le inspiraba Menard Grey, si bien Hester sabía que era auténtica. Hester recordaba cómo se había sentido Monk en el momento de los hechos, la ira que había experimentado, el lacerante dolor de la piedad y su incapacidad para modificar nada. En aquel momento Monk le había gustado de manera absoluta, había compartido con él sin reservas una paz interior, la sensación de una comunicación total.

Cuando al final de la tarde se levantó la sesión, Hester se mezcló con la multitud que se abría paso a empujones desde todos lados, los mirones regresando a sus casas entre el embotellamiento de carros, carromatos y coches que invadían las calles, los periodistas precipitándose hacia las redacciones antes de que las máquinas comenzasen a imprimir las primeras ediciones del periódico de la mañana, los cantantes callejeros componiendo las próximas estrofas de sus canciones y pregonando la noticia por las calles.

Hester estaba esperando en la escalinata, bajo el cortante viento de la tarde y la viva luz de las lámparas de gas, y buscaba a Callandra, de la que había quedado separada por la multitud, cuando vio a Monk. Titubeó un momento sin saber si hablarle o no. Después de volver a oír la versión de los hechos y tener ocasión de analizarla había vuelto a sentir todo aquel cúmulo de emociones y había quedado barrida la ira que le inspiraba.

Pero quizás él continuaba despreciándola. Hester siguió en su sitio, incapaz de decidirse pero incapaz también de rehuirlo. Monk la sacó del apuro acercándose a ella, aunque con el ceño ligeramente fruncido.

– ¿Le parece que su amigo, el señor Rathbone, está capacitado para la tarea que tiene entre manos?

Hester leyó inquietud en sus ojos, por lo que murió en sus labios la réplica con la que ya iba a responderle con respecto a su supuesta amistad con Rathbone. El sarcasmo no era más que una defensa contra el miedo de que colgaran a Menard Grey.

– Creo que sí -respondió, tranquila, Hester-. He observado las caras de los jurados mientras usted declaraba. Como es natural, no sé qué va a pasar, pero hasta ahora creo que les han impresionado más las injusticias de los hechos y nuestra incapacidad para evitarlos que el asesinato en sí. Si el señor Rathbone sabe mantenerles en esta actitud hasta el momento de emitir el veredicto, éste podría ser favorable. Por lo menos…

En ese momento se calló: se había dado cuenta de que independientemente de que los jurados lo creyeran culpable, el hecho era innegable. No podían emitir un fallo de no culpabilidad, cualquiera que fuera la presión. La decisión competía al juez, no a ellos.

Monk ya lo había comprendido así antes de que ella dejara traslucir con la mirada la desolación que le producía aquella certidumbre.

– Confiemos en que el juez lo vea de la misma manera -comentó Monk escuetamente-. La vida en Coldbath Fields sería peor que la horca.

– ¿Vendrá usted mañana? -le preguntó Hester.

– Sí… por la tarde. No emitirán el veredicto hasta entonces. ¿Vendrá usted?

– Sí… -Pensó en lo que diría Pomeroy-. Si usted cree que el veredicto no saldrá temprano, no vendré hasta tarde. No quiero pedir permiso para ausentarme del dispensario a no ser por una razón de peso.