Se cruzaron con filas de muchachos vestidos con las túnicas color rojo oscuro de los monjes, y el guía les explicó que la mayor parte de la educación se impartía en monasterios, donde los alumnos vivían desde los cinco o seis años. Algunos nunca dejaban el monasterio, porque preferían seguir los pasos de sus maestros, los lamas. Las niñas iban a escuelas separadas. Había una universidad, pero en general los profesionales se formaban en India y en algunos casos en Inglaterra, cuando la familia podía pagarlo o el estudiante merecía una beca del gobierno.
En un par de modestos almacenes asomaban antenas de televisión. Wandgi les dijo que allí se juntaban los vecinos a las horas en que había programas, pero como la electricidad se cortaba muy seguido, los horarios de transmisión variaban. Agregó que la mayor parte del país estaba comunicado por teléfono; para hablar bastaba acudir a la oficina de correo, si ésta existía en el lugar, o a la escuela, donde siempre había uno disponible. Nadie tenía teléfono en su casa, por supuesto, ya que no era necesario. Timothy Bruce y Joel González intercambiaron una mirada de duda. ¿Podrían usar sus celulares en el país del Dragón de Oro?
– El alcance de esos teléfonos está muy limitado por las montañas, por eso son casi desconocidos aquí. Me han contado que en su país ya nadie habla cara a cara, sólo por teléfono -dijo el guía.
– Y por correo electrónico -agregó Alexander.
– He oído de eso, pero no lo he visto -comentó Wandgi.
El paisaje era de ensueño, intocado por la tecnología moderna. La tierra se cultivaba con la ayuda de búfalos, que tiraban de los arados con lentitud y paciencia. En las laderas de los cerros, cortadas en terrazas, había centenares de campos de arroz color verde esmeralda. Árboles y flores de especies desconocidas crecían a la berma del camino y al fondo se levantaban las cumbres nevadas del Himalaya.
Alexander hizo la observación de que la agricultura parecía muy atrasada, pero su abuela le hizo ver que no todo se mide en términos de productividad y aclaró que ése era el único país del mundo donde la ecología era mucho más importante que los negocios. Wandgi se sintió complacido ante esas palabras, pero nada agregó, para no humillarlos, puesto que los visitantes venían de un país donde, según él había oído, lo más importante eran los negocios.
Dos horas más tarde se había ocultado el sol tras las montañas y las sombras de la tarde caían sobre los verdes campos de arroz. Por aquí y por allá surgían las lucecitas vacilantes de lámparas de manteca en casas y templos. Se oía débilmente el sonido gutural de las grandes trompetas de los monjes llamando a la oración de la víspera.
Poco después vieron a lo lejos las primeras edificaciones de Tunkhala, la capital, que parecía poco más que una aldea. La calle principal contaba con algunos faroles y pudieron apreciar la limpieza y el orden que imperaba en todas partes, así como las contradicciones: yaks avanzaban por la calle lado a lado con motocicletas italianas, abuelas cargaban a sus nietos en la espalda y policías vestidos de príncipes antiguos dirigían el tránsito. Muchas casas tenían las puertas abiertas de par en par y Wandgi explicó que allí prácticamente no había delincuencia; además, todo el mundo se conocía. Cualquiera que entrara a la casa podía ser amigo o pariente. La policía tenía poco trabajo, sólo cuidar las fronteras, mantener el orden en las festividades y controlar a los estudiantes revoltosos.
El comercio estaba abierto todavía. Wandgi detuvo el jeep ante una tienda, poco más grande que un armario, donde vendían pasta dentífrica, dulces, rollos de film Kodak, tarjetas postales descoloridas por el sol y unas pocas revistas y periódicos de Nepal, India y China. Notaron que vendían envases de lata vacíos, botellas y bolsas de papel usadas. Cada cosa, hasta la más insignificante, tenía valor, porque no había mucho. Nada se perdía, todo se usaba o se reciclaba. Una bolsa plástica o un frasco de vidrio eran tesoros.
– Ésta es mi humilde tienda y al lado está mi pequeña casa, donde será un inmenso honor recibirlos -anunció Wandgi sonrojándose, porque no deseaba que los extranjeros lo creyeran presumido.
Salió a recibirlos una niña de unos quince años.
– Y ésta es mi hija Pema. Su nombre quiere decir «flor de loto» -agregó el guía.
– La flor de loto es símbolo de pureza y hermosura -dijo Alexander, sonrojándose como Wandgi, porque apenas lo dijo le pareció ridículo.
Kate le lanzó una mirada de soslayo, sorprendida. Él le guiñó un ojo y le susurró que lo había leído en la biblioteca antes de emprender el viaje.
– ¿Qué más averiguaste? -murmuró ella con disimulo.
– Pregúntame y verás, Kate, sé casi tanto como Judit Kinski -replicó Alexander en el mismo tono.
Pema sonrió con irresistible encanto, juntó las manos ante la cara y se inclinó, en el saludo tradicional. Era delgada y derecha como una caña de bambú; en la luz amarilla de los faroles su piel parecía marfil y sus grandes ojos brillaban con una expresión traviesa. Su cabello negro era como un suave manto, que caía suelto sobre los hombros y la espalda. También ella, como todas las demás personas que vieron, vestía el traje típico. Había poca diferencia entre la ropa de los hombres y la de las mujeres, todos llevaban una falda o sarong y chaqueta o blusa.
Nadia y Pema se miraron con mutuo asombro. Por un lado la niña llegada del corazón de Sudamérica, con plumas en el pelo y un mono negro aferrado a su cuello; por otro, esa muchacha con la gracia de una bailarina, nacida entre las cumbres de las montañas más altas de Asia. Ambas se sintieron conectadas por una instantánea corriente de simpatía.
– Si ustedes lo desean, tal vez mañana Perna podría enseñar a la niña y a la abuelita cómo usar un sarong -sugirió el guía, turbado.
Alexander dio un respingo al oír la palabra «abuelita», pero Kate Cold no reaccionó. La escritora acababa de darse cuenta de que los pantalones cortos que ella y Nadia usaban eran ofensivos en ese país.
– Se lo agradeceremos mucho… -replicó Kate inclinándose a su vez con las manos ante la cara.
Por fin los extenuados viajeros llegaron al hotel, el único de la capital y del país. Los pocos turistas que se aventuraban a ir a las aldeas del interior dormían en las casas de los campesinos, donde siempre eran muy bien recibidos. A nadie se le negaba hospitalidad. Arrastraron su equipaje a los dos cuartos que ocuparían: uno, Kate y Nadia; el otro, los hombres. Comparadas con el lujo increíble del palacio del maharajá en India, las habitaciones del hotel parecían celdas de monjes. Cayeron sobre las camas sin lavarse ni desvestirse, abrumados de cansancio, pero despertaron poco más tarde entumecidos de frío. La temperatura había descendido bruscamente.
Echaron mano de sus linternas y descubrieron unas pesadas frazadas de lana, apiladas ordenadamente en un rincón, con las cuales pudieron arroparse y seguir durmiendo hasta el amanecer, cuando los despertó el lúgubre lamento de las pesadas y largas trompetas con que los monjes llamaban a la oración.
Wandgi y Pema los aguardaban con la excelente noticia de que el rey estaba dispuesto a recibirlos al día siguiente. Mientras tomaban un suculento desayuno de té, verduras y bolas de arroz, que debían comer con tres dedos de la mano derecha, como exigían los buenos modales, el guía los puso al corriente del protocolo de la visita al palacio.
De partida, habría que comprar ropa adecuada para Nadia y Kate. Los hombres debían ir con chaqueta. El rey era una persona muy comprensiva y seguramente entendería que se trataba de expedicionarios en ropa de trabajo, pero de todos modos debían mostrar respeto. Les explicó cómo se intercambiaban las katas, o chalinas ceremoniales, cómo debían permanecer de rodillas en los sitios que les fueran asignados hasta que se les indicara que podían sentarse y cómo no debían dirigirse al rey antes que éste lo hiciera. Si les ofrecían comida o té debían rechazar tres veces, luego comer en silencio y lentamente, para indicar que apreciaban el alimento. Era una descortesía hablar mientras se comía. Borobá se quedaría con Perna. Wandgi no sabía cuál era el protocolo en lo referente a monos.