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Sin darse cuenta de lo que hacía, Alexander se había quitado los lentes, se había puesto a gatas y tenía la misma expresión del felino: con las manos engarfiadas gruñía y mostraba los dientes.

Entonces Nadia, sin moverse de su lugar, comenzó a murmurar extraños sonidos, que sonaban como un ronroneo de gato. Al punto el leopardo se dirigió hacia ella, acercándole el hocico a la cara, oliéndola y batiendo la cola. Luego, ante el asombro de todos, se echó delante de ella exponiendo la barriga, que ella acarició sin asomo de temor y sin dejar de ronronear.

– ¿Puede usted hablar con los animales? -preguntó con naturalidad el rey.

Los extranjeros, desconcertados, dedujeron que seguramente en ese reino hablar con los animales no era algo insólito.

– A veces -replicó la niña.

– ¿Qué le pasa a mi fiel Tschewang? Por lo general es cortés y obediente -sonrió el monarca, señalando al felino.

– Creo que se asustó al ver a un jaguar -replicó Nadia.

Nadie, salvo Alexander, entendió qué significaba esa afirmación. Kate Cold se dio una involuntaria palmada en la frente: definitivamente estaban haciendo un papelón, parecían un hatajo de locos sueltos. Pero el rey no se inmutó ante la respuesta de la niña extranjera color de miel. Se limitó a mirar con atención al muchacho americano, quien había vuelto a la normalidad y estaba otra vez sentado con las piernas cruzadas. Sólo la transpiración en su frente delataba el susto que había pasado.

Nadia Santos puso una de las bufandas de seda frente al leopardo, que la tomó delicadamente entre sus fauces y la llevó a los pies del monarca. Luego se instaló en su sitio habitual sobre la plataforma real.

– Y usted, niña, ¿también puede hablar con los pájaros? -preguntó el rey.

– A veces -repitió ella.

– Aquí suelen aparecer algunas aves interesantes -dijo él.

En verdad el Reino del Dragón de Oro era un santuario ecológico, donde existían muchas especies exterminadas en el resto del mundo, pero presumir se consideraba una muestra imperdonable de mala educación; ni el rey, que era la máxima autoridad en materia de flora y fauna, lo hacía.

Más tarde, cuando el grupo del International Geographic abrió el regalo real, comprobaron que era un libro de fotografías de pájaros. Wandgi les explicó que el rey las había tomado él mismo; sin embargo, su nombre no aparecía en el libro, porque eso habría sido una demostración de vanidad.

El resto de la entrevista transcurrió hablando del Reino del Dragón de Oro. Los extranjeros notaron que todos hablaban con vaguedad. Las palabras más frecuentes eran «tal vez» y «posiblemente», con lo cual se evitaban opiniones fuertes y confrontación. Eso dejaba una salida honorable, en caso que las partes no estuvieran de acuerdo.

Judit Kinski parecía saber mucho sobre la maravillosa naturaleza de la región. Eso había conquistado al gobernante, así como al resto de la corte, porque sus conocimientos eran muy poco usuales en los extranjeros.

– Es un honor recibir en nuestro país a los enviados de la revista International Geographic -dijo el soberano.

– El honor es todo nuestro, Majestad. Sabemos que en este reino el respeto a la naturaleza es único en el mundo -replicó Kate Cold.

– Si dañamos al mundo natural, debemos pagar las consecuencias. Sólo un loco cometería semejante torpeza. Su guía, Wandgi, podrá llevarlos a donde deseen ir. Tal vez podrán visitar los templos o los dzong, monasterios fortificados, donde posiblemente los monjes puedan recibirlos como huéspedes y darles la información que necesiten -ofreció el rey.

Todos notaron que no incluía a Judit Kinski y adivinaron que el gobernante pensaba mostrarle él mismo las bellezas de su reino.

La entrevista había llegado a su fin y sólo restaba agradecer y despedirse. Entonces Kate Cold cometió la primera imprudencia. Incapaz de resistir su impulso, preguntó directamente por la leyenda del Dragón de Oro. De inmediato un silencio glacial se sintió en la sala. Los dignatarios se paralizaron y la sonrisa amable del rey desapareció. La pausa que siguió pareció muy pesada, hasta que Judit Kinski se atrevió a intervenir.

– Perdone nuestra impertinencia, Majestad. No conocemos bien las costumbres de aquí; espero que la pregunta de la señora Cold no haya sido ofensiva… En realidad ella habló por todos nosotros. Siento la misma curiosidad por esa leyenda que los periodistas del International Geographic -dijo, fijando sus ojos castaños en las pupilas de él.

El rey devolvió la mirada con expresión muy seria, como si evaluara sus intenciones, y por último sonrió. Se rompió de inmediato el hielo y todos volvieron a respirar, aliviados.

– El dragón sagrado existe, no es sólo una leyenda; sin embargo, no podrán verlo, lo lamento -dijo el rey, hablando con la firmeza que hasta entonces había evitado.

– En alguna parte leí que la estatua se guarda en un monasterio fortificado de Tíbet. Me pregunto qué sucedió con ella después de la invasión china… -insistió Judit Kinski.

Kate pensó que nadie más habría osado continuar con el tema. Esa mujer tenía mucha confianza en sí misma y en la atracción que ejercía sobre el rey.

– El dragón sagrado representa el espíritu de nuestra nación. Nunca ha salido de nuestro reino -aclaró él.

– Disculpe, Majestad, estaba mal informada. Es lógico que se guarde en este palacio, junto a usted -dijo Judit Kinski.

– Tal vez -dijo él, poniéndose de pie para indicar que la entrevista había concluido.

El grupo del International Geographic se despidió con profundas reverencias y salió retrocediendo, menos Kate Cold, tan enredada en el sarong, que no tuvo más remedio que subírselo hasta las rodillas y salir a tropezones, dándole las espaldas a Su Majestad.

Tschewang, el leopardo real, siguió a Nadia hasta la puerta del palacio, refregando el hocico contra su mano, pero sin perder de vista a Alexander.

– No lo mires, jaguar. Te tiene celos… -se rió la muchacha.

CAPÍTULO OCHO – SECUESTRADAS

EL COLECCIONISTA DESPERTÓ sobresaltado por el timbre del teléfono privado que tenía sobre su mesa de noche. Eran las dos de la madrugada. Sólo tres personas conocían ese número: su médico, el jefe de sus guardaespaldas y su madre. Hacía meses que ese teléfono no sonaba. El Coleccionista no había necesitado a su médico ni a su jefe de seguridad. En cuanto a su madre, en ese momento andaba en la Antártica fotografiando pingüinos. La señora pasaba sus últimos años embarcada en diversos cruceros de lujo, que la llevaban de un lado a otro en un viaje inacabable. Al arribar a un puerto, la recibía un empleado con el pasaje en la mano para emprender otro crucero. Su hijo había descubierto que de esa manera ella vivía entretenida y él no tenía que verla.

– ¿Cómo averiguó este número? -preguntó indignado el segundo hombre más rico del mundo, una vez que reconoció a su interlocutor, a pesar del dispositivo que deformaba la voz.

– Averiguar secretos es parte de mi trabajo -replicó el Especialista.

– ¿Qué noticias me tiene?

– Pronto tendrá en su poder lo que hemos convenido. -¿Para qué me molesta entonces?

– Para decirle que de nada le servirá el Dragón de Oro si no sabe usarlo -explicó el Especialista.

– Para eso tengo el pergamino traducido, el que le compré al general chino -aclaró el Coleccionista. -¿Usted cree que algo tan importante y tan secreto estaría expuesto en un solo pedazo de pergamino? La traducción está en clave.

– ¡Consiga la clave! Para eso lo he contratado.

– No. Usted me contrató para conseguir ese objeto, nada más. Esto no está contemplado en el trato -aclaró fríamente la voz deformada en el teléfono.

– El dragón no me interesa sin las instrucciones, ¿me ha entendido? ¡Consígalas o no verá sus millones de dólares! -gritó el cliente.