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Al pie de la escalera esperaban cuatro dignatarios ataviados con traje de ceremonia: faldas de seda atadas a la cintura con apretadas fajas de color azul oscuro, signo de su rango de ministros, chaquetas largas bordadas con corales y turquesas, altos sombreros de piel terminados en punta con adornos dorados y cintas. En las manos sostenían delicadas bufandas blancas.

– ¡Vaya! ¡No esperaba este recibimiento! -exclamó la escritora, alisando con los dedos sus mechas grises y su horrendo chaleco de mil bolsillos.

Descendió seguida por sus compañeros, sonriendo y saludando con la mano, pero nadie les devolvió el saludo. Pasaron delante de los dignatarios y los niños con las flores sin recibir ni una sola mirada, como si no existieran.

Detrás de ellos bajó Judit Kinski, tranquila, sonriente, perfectamente bien presentada. Entonces los músicos iniciaron una algarabía ensordecedora con sus instrumentos, los niños comenzaron a lanzar una lluvia de pétalos y los dignatarios hicieron una profunda reverencia. Judit Kinski saludó con una leve inclinación, luego estiró los brazos, donde fueron depositadas las bufandas blancas de seda, llamadas katas.

Los reporteros del International Geographic vieron salir de la casita con techo de pagoda una comitiva de varias personas ricamente ataviadas. Al centro iba un hombre más alto que los demás, de unos sesenta años, pero de porte juvenil, vestido con una sencilla falda larga, o sarong, rojo oscuro, que le cubría la parte inferior del cuerpo, y una tela color amarillo azafrán sobre un hombro. Llevaba la cabeza descubierta y afeitada. Iba descalzo y sus únicos adornos eran una pulsera de oración, hecha con cuentas de ámbar, y un medallón colgado al pecho. A pesar de su extrema sencillez, que contrastaba con el lujo de los demás, no tuvieron ni la menor duda de que ese hombre era el rey. Los extranjeros se apartaron para dejarlo pasar y automáticamente se inclinaron profundamente, como hacían los demás; tal era la autoridad que el monarca emanaba.

El rey saludó a Judit Kinski con un gesto de la cabeza, que ella devolvió en silencio; enseguida intercambiaron bufandas con una serie de complicadas reverencias. Ella realizó los pasos de la ceremonia de forma impecable; no bromeaba cuando había dicho a Kate Cold que había estudiado a fondo las costumbres del país. Al finalizar la bienvenida el rey y ella sonrieron abiertamente y se estrecharon la mano a la manera occidental.

– Bienvenida a nuestro humilde país -dijo el soberano en inglés con acento británico.

El monarca y su invitada se retiraron, seguidos por la numerosa comitiva, mientras Kate y su equipo se rascaban la cabeza, desconcertados ante lo que habían presenciado. Judit Kinski debía haber causado una impresión extraordinaria en el rey, quien no la recibía como a una paisajista contratada para plantar tulipanes en su jardín, sino como a una embajadora plenipotenciaria.

Estaban reuniendo su equipaje, que incluía los bultos con las cámaras y trípodes de los fotógrafos, cuando se les acercó un hombre que se presentó como Wandgi, su guía e intérprete. Vestía el traje típico, un sarong atado a la cintura con una faja a rayas, una chaqueta corta sin mangas y suaves botas de piel. A Kate le llamó la atención su sombrero italiano, como los que se usaban en las películas de mafiosos.

Subieron el equipaje a un destartalado jeep, se acomodaron lo mejor posible y partieron rumbo a la capital, que, según Wandgi, quedaba «allí no más», pero que resultó ser un viaje de casi tres horas, porque lo que él llamaba «la carretera» resultó ser un sendero angosto y lleno de curvas. El guía hablaba un inglés anticuado y con un acento difícil de entender, como si lo hubiera estudiado en los libros, sin haber tenido muchas ocasiones de practicarlo.

Por el camino pasaban monjes y monjas de todas las edades, algunos de sólo cinco o seis años, con sus escudillas para mendigar comida. También circulaban campesinos a pie, cargados con bolsas, jóvenes en bicicleta y carretas tiradas por búfalos. Eran de una raza muy hermosa, de mediana estatura, con facciones aristocráticas y porte digno. Siempre sonreían, como si estuvieran genuinamente contentos. Los únicos vehículos de motor que vieron fueron una motocicleta antigua, con un paragüas a modo de improvisado techo, y un pequeño bus pintado de mil colores y lleno hasta el tope de pasajeros, animales y bultos. Para cruzarse, el jeep debió esperar a un lado, porque no cabían los dos vehículos en el estrecho camino. Wandgi les informó que Su Majestad contaba con varios automóviles modernos y seguramente Judit Kinski estaría hacía rato en el hotel.

– El rey se viste de monje… -observó Alexander.

– Su Majestad es nuestro jefe espiritual. Los primeros años de su vida transcurrieron en un monasterio en Tíbet. Es un hombre muy santo -explicó el guía juntando sus manos ante la cara e inclinándose, en signo de respeto.

– Pensé que los monjes eran célibes -dijo Kate Cold.

– Muchos lo son, pero el rey debe casarse para dar hijos a la corona. Su Majestad es viudo. Su bienamada esposa murió hace diez años.

– ¿Cuántos hijos tuvieron?

– Fueron bendecidos con cuatro hijos y cinco hijas. Uno de sus hijos será rey. Aquí no es como en Inglaterra, donde el mayor hereda la corona. Entre nosotros el príncipe de corazón más puro se convierte en nuestro rey a la muerte de su padre -dijo Wandgi.

– ¿Cómo saben quién es el de corazón más puro? -preguntó Nadia.

– El rey y la reina conocen bien a sus hijos y por lo general lo adivinan, pero su decisión debe ser confirmada por el gran lama, quien estudia los signos astrales y somete al niño escogido a varias pruebas para determinar si es realmente la reencarnación de un monarca anterior.

Les explicó que las pruebas eran irrefutables. Por ejemplo, en una de ellas el príncipe debía reconocer siete objetos que había usado el primer gobernante del Reino del Dragón de Oro, mil ochocientos años antes. Los objetos se colocaban en el suelo, mezclados con otros, y el niño escogía. Si pasaba esa primera prueba, debía montar un caballo salvaje. Si era la reencarnación de un rey, los animales reconocían su autoridad y se calmaban. También el niño debía cruzar a nado las aguas torrentosas y heladas del río sagrado. Los de corazón puro eran ayudados por la corriente, los demás se hundían. El método de probar a los príncipes de este modo jamás había fallado.

A lo largo de su historia, el Reino Prohibido siempre tuvo monarcas justos y visionarios, dijo Wandgi, y agregó que nunca había sido invadido ni colonizado, a pesar de que no contaba con un ejército capaz de enfrentar a sus poderosos vecinos, India y China. En la actual generación el hijo menor, que era sólo un niño cuando su madre murió, había sido designado para suceder a su padre. Los lamas le habían dado el nombre que llevaba en encarnaciones anteriores: Dil Bahadur, «corazón valiente». Desde entonces nadie lo había visto; estaba recibiendo instrucción en un lugar secreto.

Kate Cold aprovechó para preguntar al guía sobre el misterioso Dragón de Oro. Wandgi no parecía dispuesto a hablar del tema, pero el grupo del International Geographic logró deducir algunos datos de sus evasivas respuestas. Aparentemente la estatua podía predecir el futuro, pero sólo el rey podía descifrar el lenguaje críptico de las profecías. La razón por la cual éste debía ser de corazón puro era que el poder del Dragón de Oro sólo debía emplearse para proteger a la nación, jamás para fines personales. En el corazón del rey no podía haber codicia.

Por el camino vieron casas de campesinos y muchos templos, que se identificaban de inmediato por las banderas de oración flameando al viento, similares a las que habían visto en el aeropuerto. El guía intercambiaba saludos con la gente que veían; parecía que todos en ese lugar se conocían.